Helena, la representación carnal de la alegría, conoció a Felipe, toda nostalgia y romanticismo. Al principio nada parecía cuajar entre ellos, discutían por cualquier motivo y las profundas diferencias de carácter auguraban poco menos que el distanciamiento a muy breve plazo. Pero como en la vida existen caminos trazados que no pueden eludirse, un día cualquiera en que ambos se quedaron atrapados en un ascensor, Helena se puso muy nerviosa con la situación y se aferró al cuerpo de Felipe y ya sea porque el calor de ambos, unido a la adrenalina que navegaba rauda por sus venas y sus labios que se encontraron de pronto, despidiendo un vaho que los instigó a descubrir cuan cálido sería ese beso, algo fascinante surgió entre ambos.
Desde entonces y por el influjo de ese acto, se hicieron inseparables y sus labios parieron una infinidad de besos, los que tejieron mágicos puentes para decirse, ya sin palabras, que se amaban hasta la médula de los huesos.
Ella deliraba por Felipe y éste la invocaba en versos y melodías. Se comunicaban a cada rato, ya sea por chat o celular o simplemente corrían el uno al encuentro del otro y cuando sus cuerpos se encontraban, ya nada podía separarlos hasta que quedaban exhaustos pero felices. Entonces, él le enseñaba a escribir poesías y ella lo instruía en los últimos pasos de ese baile de moda. Poco a poco se fueron mimetizando y Helena aprendió que la nostalgia podía darle otro matiz a su existencia. Felipe, por su parte, supo que la vida también podía vivirse al ritmo de una melodía pegajosa.
Un mal día, la pícara Helena apareció muy triste ante la mirada perpleja de Felipe. Sin entregarle mayores antecedentes, le dijo que se preparara para una terrible noticia. Él la miró con preocupación, nunca la había visto tan desanimada. Ambos se acomodaron en un banco de cierta plaza y fue entonces que Helena le confesó a su amado que un cáncer se había apoderado de su cuerpo y la consumiría paulatinamente hasta que la muerte cobrara su cuenta con ella. Los ojos de Felipe no pudieron detener la catarata de lágrimas que los asolaron y fueron imparables sollozos los que estremecieron su cuerpo. ¡No podía ser! Ahora que había encontrado el amor de su vida, ahora que su existencia, tanto tiempo vacía, era llenada por Helena con su alegría de aves en vuelo, ahora que atisbaba la felicidad en lontananza, se aparecía esa negra dama para plantarse justo en el corazón de sus expectativas.
La muchacha fue languideciendo poco a poco hasta parecer un fantasma de su propia sombra. Felipe la acompañaba paso a paso y entretanto le insuflaba pálidas esperanzas que Helena desechaba con una sonrisa triste.
Hasta que llegó el día en que ella ya no pudo levantarse y Felipe fue su sombra y su aliento, pero era tanta su desolación que pronto se transformó en un mueble más en esa aséptica sala de hospital.
Entonces, Helena le fue devolviendo a Felipe cada uno de sus besos, todos sus secretos y esa parte de vida adquirida en esa bella relación y que ya no le serviría en el más allá. Felipe, inundado de pena, atesoró entre sus bártulos esos harapos de existencia y aguardó el último suspiro de su amada con estoicismo, rebelándose ante ese sino que los separaría en breve.
Una triste tarde en que todo parecía suspendido en una atmósfera cargada de acentos aciagos, ella alargó con suma dificultad sus delgados brazos hacia ese hombre que agonizaba de dolor junto a ella, pronunció unas palabras y al instante sus manos se hundieron entre las albas sábanas. Felipe prorrumpió en desesperados sollozos ya que su hermosa luz lo había abandonado para siempre. Se disponía a alejarse, ahogado en llanto cuando escuchó su nombre pronunciado por la voz clara de Helena. Al voltearse, vio a la mujer que le sonreía con esa bella expresión que tanto le atraía. ¿Qué había pasado? Nunca nadie lo supo. El asunto es que a la mañana siguiente, Helena abandonaba el hospital absolutamente sana. A su lado, Felipe auspiciaba días felices para ambos, gracias a este milagro en el cual no mediaron ni rezos ni santos a los cuales agradecer…
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