Para Fernando
Esta es la historia de un niño guachichil, a quien sus padres llamaban Káuk-lé-ma'sôan.
—¿Que qué significa este nombre?
—Káuk-lé-ma'sôan, quiere decir en lengua chichimeca: "Yo estoy loco". Esto, por aquello que le sucedió; pero eso lo veremos hasta el final.
Para los indígenas de las tribus chichimecas, el ser fuertes, inteligentes, soportar el dolor y saber sortear todos los peligros, era lo más importante en la vida. Más bien, eso era toda su vida. También, como expertos entrenados en el tiro del arco, solos debían aprender a cazar los animales para alimentarse, y claro, esto era lo más fácil para ellos, porque lo hacían como un juego.
Pero, excluyendo la natural supervivencia que se procuraba cada uno durante el tiempo de permanencia solitarios, todavía debían cumplir un hecho grandioso, o una acción sobresaliente; una hazaña notable, de la cual darían razón delante de todos los miembros de la tribu, comprobando en forma patente con alguna señal aquello insigne que habían llevado a cabo.
Si, por ejemplo mataban un venado o una fiera salvaje, debían llevar los cuernos o las pieles curtidas; debían mostrar los arcos construidos con los nervios del animal y, por lo menos 25 flechas labradas con los huesos. Dicha experiencia iba encaminada en primer lugar, a que los mismos niños se probaran y supieran estar preparados para la vida, y que podían desafiar todas las dificultades del tiempo y la naturaleza donde vivían. Con ello ponían de manifiesto que habían alcanzado la madurez necesaria de todos los hombres de la tribu, como era la supervivencia.
Bueno, pues resulta que a este niño indígena —contaba el abuelo—, que cuando vagaban por la región de Silao sus familiares Guachichiles, le tocó dar comienzo y realizar esta dura prueba que lo llevó a vivir separado de los demás; a modo de un ermitaño, por espacio de un mes. Y, al mismo tiempo, emprender la ejecución de una empresa extraordinaria, para ser admitido formal y permanentemente entre los miembros de su misma tribu.
Por eso, desde el primer día cuando quedó abandonado por los suyos, caminó solitario Káuk-lé-ma'sôan, alejándose del grupo. Iba armado con su arco al hombro y en el cinto colgadas algunas flechas que le dio su padre. Llevaba una gorra hecha de pelos de conejo, embadurnada de un tinte rojo ya viejo. Debajo le salían unas trenzas de pelo revuelto. —¿Que si se despidió de su mamá? —No, ellos no podían despedirse de nadie, menos de sus mamás, porque también las madres antiguas derramaban una lágrima cuando eran separadas de sus hijos.
Se dice que este aguerrido Káuk-lé-ma'sôan, era un niño muy valiente, pero tenía un defecto.
—¿Que cuál era su defecto?
—Pues, resulta que para su tiempo y ambiente, tenía un corazón muy bueno. Y los indígenas, debían ser muy duros para vencer primero la bravía y desenvuelta naturaleza; y esto lo debían hacer comenzando por ellos mismos. Con todo, el chiquillo tenía grandes ambiciones, incluso la ilusión de llegar a ser un día el jefe de su tribu, puesto que había ocupado su abuelo. Por eso, más contento de lo que pudiera haber creído él mismo, recorrió por varios días todo el espléndido valle de Silao, el cual se le presentaba como un campo de conquista y donde esperaba hallar el medio de cumplir una hazaña relevante y de mucha significación.
En forma decidida y caminado siempre adelante, el muchacho indígena fue contemplando una y otra vez lleno de asombro todo aquel fluir sin fin de la naturaleza viva; sus tiernos ojillos se entretuvieron muchas veces con el juego de los pececillos que hacían lucir sus colores entre las ondas del agua mansa que libre descendía de algún manantial de la montaña y cantaba una canción acompañada por el viento.
Se asombraban sus pequeños ojillos al ver cómo el líquido transparente continuaba sin cesar su curso y, cuando emergía de alguna brecha subterránea que se había excavado subrepticiamente, hacía prodigios mezclándose con la tierra, y muchos seres orgánicos crecían por el milagro de su presencia.
De la misma manera, observaba atento la naturaleza y la sorprendía en las químicas festivales que componía y mostraba satisfecha. Todos aquellos días anduvo Káuk-lé-ma'sôan como perdido y asombrado, pero sin dejar de pensar qué cosas nuevas podría hacer en medio de aquel campo y amplio boscaje que envolvía los amplios territorios y explanación de aquel Silao de entonces en su prístina alineación y encaje.
Un día, comenzó el joven explorador a caminar hacia donde el sol se oculta, pero sin prisa. Se detenía a cada paso a examinar e inspeccionar muy extrañado todas las plantas que adornaban aquel medio circunstante; especialmente se perdía absorto y no dejaban de admirarle los altos árboles, frente a los cuales pasaba mucho rato midiéndolos de arriba abajo, como si los mirase por vez primera. A veces subía a ellos para observar más ampliamente todo el panorama tendido y en ebullición; o también para contemplar curioso los nidos de pajaritos recién nacidos. Como era un niño bueno, se le estrujaba el pecho al ver las pequeñas crías cuando abrían todo el pico indicando con estridencia que tenían hambre; daban chillidos agudos semejantes a gemidos de niño, que seguían también otras nidadas.
Entre aquellos ruinosos arbustos que repasaba sin cesar vio algunos gruesos y redondos pero ya huecos; entonces se le ocurrió que podía construir una canoa o chalupa para navegar a través del río y alcanzar el lugar mítico o el mar lejanísmo por donde habían llegado sus antepasados de un mundo desconocido ¾según enseñaban los viejos de la tribu¾. Volver a sus orígenes, esa sería una de las más grandes aventuras y hazañas por cumplir. Y se puso a imaginar que tal vez podría llegar hasta la fuente donde se hallaba el secreto de la vida.
Pero luego cayó en la cuenta el pequeño aprendiz de héroe, que no contaba con herramienta alguna, pues ellos usaban hachas de piedra talladas. Hacer una le llevaría algunos días y sería perder más tiempo. Sin ella no podía derribar aquellas gigantescas y duras plantas leñosas; por eso, pronto olvidó la navegación y continuó entretenido viendo el juego de los animales en sus ramas, y pensó que para ellos esto era el secreto de la vida. Ellos vivían en continuas correrías, jugando y comiendo; así estaban siempre alegres toda su vida, sin cosechar preocupaciones. Los animales estaban así en contacto inmediato con la vida. Los indígenas también —pensó el niño indígena— cuando viven en contacto con la naturaleza y no la violentan, son felices, porque ella les da todo; ahí estaba una hebra para desmadejar el secreto de la vida.
Más delante, el bisoño explorador embebido en sencillas reflexiones y extasiado en medio de aquella fértil creación de elementos naturales se detuvo a escuchar curioso el zumbido de los miles de insectos, los cuales corrían en desorden o se juntaban en enjambres para formar como pandillas y a veces coros musicales. Observaba también atento el zagal, cómo levantaba la mesnada de payadores alados, sinfonías extraordinarias y murmullos de colecciones melodiosas impresionantes; estos eran contestados por bandas de pájaros burlones, o poéticamente por el mismo susurro orquestal de la floresta que hacía musitar en tono suave el aura, cuando batidas por su hálito y efluvio se encontraban y besaban los pétalos de sus ramas.
En este tiempo sin tiempo Káuk-lé-ma'sôan extendió sus pasos hasta alcanzar la altura del actual ciudad de Romita, Gto. Luego, ganando más hondura y distancia dio vuelta y peinó con sus pisadas toda aquella serranía que componía la región donde se encuentra ahora la congregación de San Juan de la Olla. Y, cuando empezaba a dirigir su marcha hacia el rumbo donde se formó el pueblo de Arandas, Jal., de pronto, se le ocurrió subirse a un peñasco sobresaliente. Allí sus pequeños ojos pardos, se quedaron fijos y curiosos en un punto lejano, como los de un ratón que se asoma por primera vez fuera del agujero. —¿Que qué había descubierto?
—Se había quedado silencioso y absorto en la contemplación de un objeto muy alto y lejano que casi se confundía con el cielo.
En tal posición estuvo el niño sigiloso y discreto por mucho tiempo, casi inmóvil y extático con el rostro vuelto hacia un vértice elevado y distinguido. Era, en efecto lo que se veía como remate de toda la extensa cadena montañosa frente aquel arco de más de 180 grados que alcanzaba a enfocar con sus avispados y naturales ojuelos. Aquella altura le llamó poderosamente la atención y lo tenía como encandilado.
—Sí, —ya lo adivinaste. No era otro sino el cerro del Cubilete.
Dicha cumbre montuosa cuyo penacho era un especie de dado, de ahí el nombre de "cubo" o "cubilete", lo invitaba a caminar sobre el manto de su orla verde y gris de sotillo agreste, para llegar incluso a su misma cúspide. Y, sin vacilar, enderezó sus pasos para visitar aquel vigilante atalaya, cambiando completamente sus proyectos de seguir avanzando hacia el punto occidental. Pues resulta que poco a poco había ido madurando dentro de sí el propósito de meterse a las sierras de los P'urhepechas o michoacanos.
Y, aunque de cierto era muy peligrosa tal aventura, porque eran territorios de los enemigos llamados invencibles, sin embargo, pensaba que sería aquella precisamente una formidable hazaña para contar a todos los adultos de su tribu el día del examen. Además, Káuk-lé-ma'sôan acariciaba el sueño de acarrear una bella encornadura de ciervo, porque sobre aquellas tupidas selvas paradisíacas, había oído decir que corrían venados colosales y, hasta algunos impresionantes tigrillos muy feroces, capaces de matar al ocelote más grande del Valle de Teotihuacán, o hasta un gigantesco bisonte de aquellos que surcaban las praderas del norte.
Sin embargo, atraído por la subida hacia el cerro del Cubilete y lleno de curiosidad por aquella brillante copa de nieve que lo cubría, en aquel momento determinó volver sus pasos y dirigirse hacia el punto donde el sol nacía, con la intención de alcanzar aquella cota fascinante.
Además, la montaña, por ser lugar sagrado, lo invitaba a ganar sus alturas y cumplir una proeza todavía más grande que darle muerte a un simple corzo rumiante. Como el tiempo avanzaba apacible, pero sin detenerse, la noche se le vino encima, entonces el pequeño indígena buscó una cueva y allí durmió tan sólo un poco, pues resultó la habitación doméstica de un grupo apiñado de aves nocturnas, las cuales entraban y salían en su trajín nocturno acostumbrado, sin parar en mientes del cansado huésped, llevándose con su aleteo y ulular irresponsable también la paz y el consuelo de su sueño.
Al día siguiente, llegado al punto cuando el sol se asoma detrás del Cubilete, Káuk-lé-ma'sôan ya estaba puesto en camino. Un poco más delante, cuando todo era claro, subió de prisa a un monte algo elevado —debió ser el cerro de la Gavia, —decía el abuelo—, y pudo contemplar en efecto, pues había sido aquel un invierno especialmente frío, cómo la cima del Cubilete tenía en ese tiempo, una especie de sombrero de nieve, que la hacía lucir de modo particular y más bien raro, cada vez que se levantaba el sol. Semejaba aquella montaña un gigante muy esbelto embonando un sombrero que despedía rayos de luz.
Como niño que era Káuk-lé-ma'sôan vio en su imaginación y fantasía las cintas de nieve del Cubilete, que parecían especie de puño de canas venerables. Éstas eran acariciadas en aquel momento por nubes también blancas que le extendían su frente y alargaban su nariz como un pino chiquillo (eso quiere decir pinocho: un pinillo), y lo mismo hacía con las orejas, lo cual hizo reír con ganas al mozuelo; se perdían luego aquellas nubecillas en el mismo cielo etéreo, y éste, que era de un azul lavado y espejeante por la distancia, volvía luego a ser niebla densa o gasa mañanera; más delante, tomaba el rostro amenazante de lluvia por confundirse con unas nubes racistas y encinta, que se apartaban del concierto. Era algo muy atractivo aquel paisaje, por lo cual, ya firmemente resuelto y desafiante para emprender su conquista, Káuk-lé-ma'sôan no dudó que debía rectificar su camino hacia aquel lugar y cima enigmática.
—¿Que cuál era la hazaña que pretendía realizar?
—Pues, nada menos se le vino la idea al rapazuelo que podría transportar todo el sombrero de nieve que cubría el Cubilete, hasta donde se encontraban los miembros de su tribu Guachichil. Ellos los estarían esperando en los término del dicho mes lunar (20 días), entre las barrancas de Santa Rosa y aquellas donde ahora se asienta el pueblo de Aldama, antes de Irapuato.
Con paso decidido caminó veloz el intrépido garzón, tratando de ganar el Cubilete en un solo día; pero nada fácil constituía andar entre la maleza llena de puntiagudas brozas y cardos. Sin embargo, resultó que a pesar del obstinado esfuerzo, cuando se asomaban velado el umbral de la noche, apenas pudo atisbar con su aguzada mirada y allá a lo lejos el puesto actual de Pabileros. Ésta era entonces una región cubierta y custodiada de encrestados pinos, los cuales pandeaban sus copetes y en siseo dormilón, por el aire que bajaba raudo de la montaña, a través de un hondón adyacente amenazaba tan sólo la altura, pero sin moverse de sus puestos. Era justo donde comenzaba la cuesta más empinada y escarpada de la serranía que tenía por remate el cubilete.
Lleno de optimismo, el valiente rapazuelo continuó su camino durante toda la noche en medio de la aspereza hiriente y el breñal indómito. Deseaba alcanzar la altura antes de la próxima salida del sol, y previo el despertar del nocturno sueño del gigante, para robarle su sombrero sin correr peligro.
Ciertamente se rasgó y tantas veces las menguadas carnes de manos y pies con las zarzas silvestres y las punzantes espinas de los magueyes; incontables agujas de afilados huizachales tasajearon las esquirlas de sus tiernos asomos de fibras musculares; pero el picor de los abrojos no lo hicieron desistir, pues en aquel tiempo los hombres de estas tribus acostumbraban a vivir casi desnudos; también, ellos estaban muy entrenados y hechos al dolor físico, cuya práctica también aprendían desde pequeños, como el tiro al arco.
Káuk-lé-ma'sôan no llevaba puesto sobre los hombros sino un pequeño cuero con manchas de pelo de zorra, que su madre le había atado unas correas en las puntas para anudárselo por el cuello. Tampoco había probado bocado durante el último día de su exploración; porque, desde su decisión de volver sus pasos hacia la montaña, éste había sido todo su afán y no se había proveído de vitualla alguna. Caminar, sin volverse atrás, había sido su edicto.
Bien que a todos estos rigores estaba acostumbrado, como sus hermanos de raza desde cuando tenía uso de razón. Por eso, sólo probó un puño de garambullos y algunas pitayas encontradas a su paso, las cuales, por cierto, halló un poco verdes y le supieron todavía más insípidas al sentirse abandonado, y hasta notó por primera vez el sabor de las espinas. También había sorprendido a un pequeño ratón en su nido construido sobre una penca de nopal; pero, al punto de comérselo vivo y crudo, como acostumbraban los de su raza, reflexionado un poco, contempló al pobre animal pequeño, asustado y solo, y adivinó que esperaba un mendrugo de alimento de su madre ausente; y, compadecido lo dejó con vida, porque se comparó con él mismo.
Luego, perdiéndose y cayendo tantas veces hasta el fondo húmedo de las barrancas, siguió firme el ascenso de la empinada cumbre, lo cual a ese punto y en semejantes condiciones hacía más titánica su conquista.
Yendo siempre avante, Káuk-lé-ma'sôan se probaba a cada paso, con sorpresa, que tenía el coraje de cumplir el desafío impuesto y, como a medida de su avance se creía más cerca del Cubilete, apreciaba, del mismo modo, toda la enorme grandeza del flamante sombrero que cubría inmaculado la cresta de la montaña, la cual se reflejaba pálida y dormida ante sus ojos por los rayos de la luna y luz de las estrellas. Entonces pensó que serían necesarios mayor número de días lunares para lograr desprender de la cabeza su gorro al gigante rocoso, y comenzar luego el acarreo hasta los campos de Aldama, donde probaría a todos sus hermanos de raza que era capaz de realizar no sólo asombrosas, sino increíbles hazañas.
Mas su fatigar en la escalada fue vana e inútil aquella noche, porque cuando el sol estaba naciendo por entre los cerros, donde surgiría más tarde la ciudad de Guanajuato, él apenas había llegado penosamente a las faldas de la cumbre. Entonces, pensó sería prudente que debía esperar allí tranquilo y sin hacer mucho ruido, tal vez hasta el anochecer, para poder quitarle al gigante su sombrero, pues temía se despertase de repente. Porque resulta que gente de su tribu le habían contado algo sobre el misterio de aquel encumbramiento rocalloso. Había sido antes el coloso, le dijeron, un furioso volcán y tenía escondida una boca enorme por donde arrojaba violento fuego vivo, cuando se enojaba, y cuyos rastros patentes eran los numerosos lagos termales de los alrededores.
Por eso, mientras llegaba el atardecer y luego la sombra de la noche, estaba inactivo, temeroso y temblando de frío, pues en aquellas alturas se hacía más sensible la baja temperatura. En un momento, se decidió a dar algunos pasos silencioso, encontró poca vida en los alrededores. Solamente uno que otro arbolillo, pitayos, garambullos y demás plantas chumberas. Descubrió por su sonido característico algunos hilillos o venas de agua fresca escurrían por doquier y en profusión de las heridas peñas, y a ellas se aplicaba goloso el chicuelo para espantar el hambre y calmar el ansia de su sed. Y esto fue providencial, pues como el líquido venía del seno de la tierra, acarreaba algunos minerales que aprovechaba su menudo y necesitado organismo.
Pero también, y por otra parte, el sencillo aborigen tuvo una experiencia única desde aquellas alturas conquistadas con su esfuerzo. Y fue que estando el cielo expurgado de nubes en aquellos momentos, el bisoño indígena pudo contemplar desde el primer día y extendido a sus pies un paisaje jamás visto en su vida, todo el cual le parecía majestuoso en su conjunto. Al extender su mirada dominante sobre el dilatado territorio que podía abarcar desde la cumbre ganada, pensó efectivamente por unos instantes que tenía todo el mundo rendido a sus pies; entonces comprendió un poco el carácter sacro de las montañas y por qué los hombres las adoraban.
La potencia de sus pequeños ojos vírgenes se alargaban sin límites para traerle las imágenes reales y cotidianas que vivían en las aldeas espaciadas las tribus de Guamares, sus enemigos encontrados; algunos de ellos habían dejado de vagar durante temporadas, asentándose sobre todo en el invierno y en tiempos de cosechas; pero estaban dispersos y divididos, como ellos, en sus bandas.
Los Guamares eran grupos semejantes a los Pames, otro grupo de chichimecas, pero más belicosos. Veía Káuk-lé-ma'sôan, cercanas aquellas tiendas colocadas en el monte del Coecillo, otras en Aguas Buenas, las de Chichimequillas y más allá las de Comanjilla, tenían todas muy cercanas los vapores de las aguas termales las cuales sulfuraban y exportaban sin cesar fumarolas por doquier. —"Como las ladrilleras actuales —decía el abuelo—, sólo que aquellas eran naturales y no contaminaban".
Continúa.......
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