Un sonido chirriante me obligó a voltear hacia el pasadizo. Una imagen borrosa que hacía cada vez más nítida se me fue acercando. Mi estómago dio un vuelco cuando vi el brillo de su prominente cabeza, pero me quedé extasiada al ver la alegría de dos negros y vivaces ojos. Era Pepito, el engreído del piso 7 del Instituto de Enfermedades Neoplásicas. Su juego favorito era pasear con su oxidado triciclo por esos fríos corredores ante la sorpresiva mirada de los pocos visitantes. Sus largas y queloides cicatrices eran resultado de más de tres cirugías que pretendían detener los tumores que cada vez más invadían su inmaduro cerebro de tan sólo 4 años.
Había llegado al INEN para redactar un “Gran Reportaje” para un curso de la universidad. Lo había tomado como una obligación más, pero al ver a Pepito todo cambió. Ya no era una tarea, era un pedazo de vida encerrada en linfomas, carcinomas y leucemias.
De pronto, el hospital ya no olía a muerte, el aire se inundaba de vida, de estrepitosas risas de Pepito y de los pocos niños que conservaban aún la fuerza de caminar, algunos con vías en los brazos, otros con vendas sobre alguna parte del cuerpo, todos con ese ímpetu de robarle el tiempo a la vida, quitarle vida al tiempo, o matando a la muerte.
Otros pequeños de aspecto grisáceo, aislados en transparentes cuartos posaban sus frágiles palmas uniéndolas con las de sus padres, como intentando atrapar ese cariño en esos pocos minutos de visita.
Con un nudo en la garganta terminé mis entrevistas con varios médicos, enfermeras y padres de muchos niños internos.
Al dirigirme al ascensor, una chispeante jovencita salió a mi encuentro y me preguntó que si deseaba hacer voluntariado en el piso, casi me rogó cuando notó en mi rostro algo de negativa. Mentí. Le dije que haría hasta lo imposible por encontrar aunque sea una hora a la semana, después de clases. Pero sabía que no tenía en coraje suficiente como para vivir día a día el sufrimiento de esas criaturas. Era egoísmo, y lo sigue siendo aún.
Hoy a más de 10 años de esa visita, nunca pensé que yo misma superaría ese mal que, en mis noches paranoicas, siento que aún puede resurgir.
No entiendo aún el valor de las voluntarias del INEN, cuyo tesón y tiempo son invalorables.
Por esos pequeños con futuro incierto, por esos pequeños que no le deben ninguna cuenta a la vida, que no le temen a la muerte.
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