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El cuento que nunca fue

Desciendo a las profundidades del metro San Lázaro, dirección Observatorio preparado para un recorrido más en el mentado sistema colectivo. Nada sorprendente me ha sucedido aquí antes, pero he escuchado tantísimas historias sobre el Distrito Federal y su metro que la perspectiva del viaje se me antoja perfecta para inspirar un cuento. Considerando que desde hace tres semanas sufro de un terrible bloqueo que me ha arrebatado las palabras (y el sueño), camino apresurado a enfrentar cualquier cosa en este ecosistema subterráneo, pero antes pongo mi mejor cara de indiferencia y fastidio para no revelar mi calidad de extranjero.

A través de las masas regurgitadas de los vagones naranjas, me abro paso con aparente mirada perdida sin preocuparme por los demás (otra característica de la especie local), mas en realidad estoy atento a cualquier acontecimiento que pueda inspirar un relato. Finalmente llego al andén y me acerco al borde. Unos metros debajo de mis pies, las vías se extienden infinitamente hacia derecha e izquierda con un sonido eléctrico que pasa desapercibido para todos, menos para mí y el vendedor de chicles a mi derecha, cuyos pantalones cafés deshilachados y su playera sucia de la Virgen de Guadalupe dejan ver su piel morena que tiembla por el frío de esta noche. Sus ojos brillan con melancolía mientras se asoma tambaleante, al tiempo que sus manos no dejan de aprisionar la caja con la mercancía que día a día le gana el sustento. Adelante y atrás balancea el cuerpo sin perder de vista las vías electrificadas que lo cautivan con su siseo. El sonido del vagón que emerge de la oscuridad del túnel a nuestra izquierda interrumpe sus pensamientos y los míos y ambos somos engullidos por el anaranjado gusano que nos ha de llevar a nuestros respectivos destinos.

Cada uno de nosotros sube a un vagón diferente y nuevamente mi atención se centra en buscar “algo” a mi alrededor. Después de dos estaciones, encuentro lugar en un asiento junto a la puerta, cuya alarma anuncia que está apunto de cerrarse justo antes de que una cara agrietada por los años logre subir y se frunza con desdén ante todos los pasajeros que ocupamos el vagón. A cada paso que da, su expresión, enmarcada por sus canas bien peinadas, refleja incomodidad ante el panorama que la rodea; derecha e izquierda, derecha e izquierda niega la cara arrugada. Su traje de tres piezas de lino gris Oxford y su reloj de oro con cadena evitan con movimiento cauto apoyarse en los manoseados postes y toman asiento sin recargarse en el respaldo, ocupado anteriormente por infinidad de personas. La puerta se abre de nuevo y una niña descalza con vestido rosa sube a repartir unos papeles, suplicando ayuda por las cosechas perdidas en la Sierra Norte de Puebla. Mientras busco en mi pantalón alguna moneda, el traje gris Oxford rechaza despectivamente el papel con la petición de la pequeña y nuevamente frunce el ceño y agita la cabeza de un lado a otro en señal de repudio a todo lo que en el vagón sucede. Los pies fríos y callosos de la niña de vestido rosa y mirada triste la conducen fuera del coche en la estación Candelaria, escoltada, sin quererlo, por el traje gris Oxford quien respira aliviado mientras se aleja.

Ajeno a la noche, el metro continúa avanzando mientras leo los anuncios que tapizan el techo del carro. Un acordeón interrumpe mi lectura y escucho atento sus notas melancólicas y observo al niño que pide unas monedas en pago por los servicios musicales prestados. Una voz enérgica pero cariñosa regaña a su hijo por pegarle a su hermana, quien lo ha despojado de su paleta. Una pareja se hace arrumacos en la esquina, sin importarle los pasajeros y las estaciones en donde el metro se detiene; y nada extraordinario sucede.

Después de enamorarme platónicamente por segunda vez de una chica del vagón en dirección contraria, un vestido azul con flores blancas sube a mi coche y coloca a su ocupante en el asiento frente a mí. Su cabello castaño cae ligero sobre sus hombros y sus ojos negros permanecen fijos en el suelo, mientras busco (como en muchas otras ocasiones) la forma de entablar conversación. Una vez más (como en las otras muchas ocasiones), no se me ocurre nada y desisto en mi intento de hablar con la propietaria de aquel vestido azul con flores blancas. El vagón hace una parada más: estación Tacubaya; sólo una más y nada extraordinario ha sucedido.

Recargo la cabeza contra la ventana y miro sin interés el paso acelerado de las luces que rompen la penumbra del túnel: una... dos... tres... cuatro... Sacudida y apagón; el vagón se detiene. Finalmente algo pasará. Seguramente nos quedaremos atorados por horas. He oído que pasa con frecuencia. Sí, eso sucederá con seguridad. Algunos especularán sobre el tiempo que permaneceremos aquí. Otros optarán por hablar sobre el clima o la situación política o el fútbol. Otros más se unirán a la guitarra que subió en Pino Suárez y cantarán unidos en una sola voz para matar el tiempo. Eventualmente todos nos reuniremos alrededor del instrumento y cada cual pedirá su canción favorita.

Cuando estemos entonando la tercera canción, la chica del vestido azul con flores blancas se irá acercando lentamente hacia mí y yo me daré cuenta y haré lo mismo. Al empezar la siguiente melodía, nuestras manos se posarán discretamente sobre el mismo tubo y se rozarán y nuestra piel se erizará. Sin darnos cuenta, ambas manos se entrelazarán como si tuvieran vida propia y, con cierta sorpresa, bajaremos primero la vista hacia las extremidades unidas en una y después, nuestras miradas se cruzarán en medio de la semi-oscuridad de las luces de emergencia. Nos acercaremos y nuestros labios se besarán delicadamente como delicado es el encuentro de la mariposa con la flor, y la guitarra seguirá acompañando la espera con acordes de terciopelo y nuestros cuerpos se buscarán en el silencio de nuestras ansias. Y las palabras saldrán sobrando porque sabremos que estamos hecho el uno para el otro y nuestra pasión no tendrá fin. Y la música continuará sonando a nuestro alrededor y las voces llenarán los túneles de la Línea Uno y la gente que espera en la estación Observatorio escuchará estos cantos extrañada. Y se preguntarán que sucede y un sentimiento de nostalgia se apoderará de ellos. Y... y... y...

Y la luz reaparece y el movimiento del vagón se reanuda. Sólo cinco segundos han transcurrido desde que el apagón sucedió y la chica del vestido azul con flores blancas permanece sentada frente a mí, imperturbable. Unos segundos más y la estación Observatorio aparece ante mis ojos. La ultima estación de la Línea Uno y todos bajamos arrastrando nuestros sueños y temores, listos o resignados a ascender a la superficie y enfrentar al mundo. La chica del pelo castaño y los ojos negros, con todo y su vestido azul con flores blancas, camina a mi lado. Unos centímetros nos separan y mi mano roza la suya y mi piel se eriza, pero de su piel, nada puedo saber. Ella voltea y me sonríe en son de saludo. Me detengo súbitamente y ella sigue su camino y la pierdo de vista.

El encantamiento termina y escucho como las cortinas de los negocios se despiden de mí con sus voces metálicas y continúo mi camino hacia la superficie de la Ciudad de los Palacios. Y mi viaje en metro llega a su fin y el hecho extraordinario que me inspirará un cuento nunca llega.




Texto agregado el 06-01-2004, y leído por 325 visitantes. (0 votos)


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