Sublimando por las calles. Madrid, junio, martes trece.
Para digerir un rechazo, empréndase una larga caminata mística sin rumbo fijo, con el fin de acabar exhausto y sin discurso mental.
En el trayecto se podrán apreciar alféizares de piedra grisácea por la suciedad urbana, mas con la esquina derecha rota, desmigajada hasta revelar el mármol níveo del interior. Pueden tocar los destellos primigenios de esa arena desprendida, azúcar insulso a la lengua pero atractivo al ojo que sólo ve los detalles supérfluos de las cosas, y se contenta. Continúen, continúen. Si hay una manifestación, sortéenla. La consigna es no parar y sentir constantemente el juanete del pié derecho oprimido por las sandalias de tacón de cinco centímetros que habitualmente no se ponen para que un señor pueda rodearles los hombros sin tener que ponerse de puntillas o estirar en demasía su columna vertebral, pequeña y blanca por dentro.
Sorpréndanse ahora al verse caminando por una calle desconocida hasta el día de hoy: un alto pseudo-mirador serpenteante que da al Palacio Real. Extasíense con el fulgor del sol entre las hojas en relieve de ese árbol, este orondo tapete de ganchillo verde que les fulmina los ojos intermitentemente y luego, sintiendo que el viento les refresca el deseo contrariado, intenten expandir el diafragma sin melancolía. Es difícil. Una lagartija sale del muro, mira a la derecha, mira a la izquierda y después huye, literalmente. Llevan ustedes en la cartera la entrada del concierto irrepetible de música electrónica que acaban de adquirir. Pensaban que el concierto era el viernes, pero es el sábado. Inesperadamente, o quizás con la connivencia vengativa del destino, al comprar la entrada reducen las posibilidades de encuentro con el señor de los vencejos, el señor que plancha grueso algodón blanco, el señor que lee al pie de cascadas, al pie de robles, el señor sin miedo, ni cepillos, que congela galletas de chocolate.
Hay dos chicos que cobran peaje por pasar delante de la tienda de animales exóticos: uno toca una flauta dulce de plástico crema llena de saliva, el otro dice compañero/guapa una monedilla. Digan que no llevan suelto, giren la cara y miren, desolados, el escaparate de los libros más vendidos. No dejen de escudriñar, por la puerta de la librería, hasta adivinar al fondo el halo vainilla de las novedades de Anagrama, y la presencia oculta del libro que le regalaron antes de ayer al señor deseado en más de un sentido. Vayan al cajero de la calle Duque de Alba, al lado del cine X cuya entrada huele a regaliz y que anuncia las películas programadas con unos carteles diseñados por alguien que domina la escuadra, el cartabón, los rotuladores Carioca y las más rudimentarias técnicas impresionistas. Saquen 200 euros. Sientan cómo los billetes no significan nada. Noten cómo al doblarlos no le transmiten más que la sensación de ser papel pintado que les permite beber cafés con leche fuera de casa, ver películas intrascendentes, la mayoría de las veces, pagar pizzas a medias y enriquecer a Telefónica.
Giren conmigo a la derecha, por la Calle de los Estudios. No caminen por la acera. Eviten el olor a testosterona de los tomates en rama del ultramarinos oriental, ese que está al lado de la cestería donde se exhibe un burro de mimbre bien dotado como reclamo. Si oyen el motor de un coche detrás de ustedes, entonces, sí pueden subirse de un brinco al bordillo, faltaría más. Si no es así, continúen andando por el medio y medio de la calle. Ahora oirán, proveniente de un balcón cercano sin identificar, el sonido de conexión al Messenger. Su corazón vibrará sorprendido, pronto se calma, tranquilízense, y es entonces cuando toman conciencia de que es el estómago el que duele. No han comido nada en las últimas siete horas. Pasan por delante de su panadería favorita. Cerrada. No tienen hoy en la vitrina pan candeal con forma de cocodrilo, erizo o pez. Los turistas estivales han debido de descubrir las grandes posibilidades que estos panes tienen como souvenires fungibles. Perdemos equilibrio por un instante, nuestros pies flaquean. El riesgo de esguince no llega a concretarse. Sigamos expiando la contrariedad con nuestro paseo narcotizante. Hace tanto calor que el vestido y nuestro pelo tras la nuca se humedecen. Sublimando por las calles, vamos, y de tal modo se caldea la tarde que ya no se si les estoy obligando a “Transformar ciertos instintos o sentimientos inferiores o primarios en una actividad moral,intelectual y socialmente aceptada” o a “Pasar directamente del estado sólido al estado de vapor”. Les dejo. Gracias por acompañarme.
|