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Crepúsculo en la Iglesia Sé

En las cercanías de la Plaza Sé, los delicados pies de Shila se hundieron en el césped. Asegurándose con fuerza de una barandilla, tallaba con vigor los restos de excremento que guindaban de su blanca sandalia. Después de varios esfuerzos, inspeccionó con cautela, sin soltarse del balaustre, algún pedazo de boñiga que persistiera en adherirse a su calzado. Al confirmar la ausencia de suciedad, con prisa salió del pasto y volvió a colocarse en su sitio de trabajo. En minutos, Shila comenzó a retocar su rostro con diversos correctivos, y en segundos, se subió la falda que ilusoriamente se ajustaba a sus caderas. Al terminar, sacó de su bolsa marfilada un pequeño espejo y, sin perder tiempo, asomó sus ojos al reflejo del cristal. Al comprobar su belleza guardó el espejo y posó tentadoramente al borde de la calzada, justo a lado de la propaganda que describía sus formas y tipos de favores.
En eso, sus ojos verdes y cetrinos, que contrastaban con el bronceado de su piel, avisaron la llegada del primer posible cliente. El hombre, que parecía duende, se acercó gradualmente a la figura de Shila. De pronto, mientras éste se aproximaba, las campanas del cercano baptisterio resonaron con inusual fandango. Siguiendo el ritmo del campaneo, con sutileza, el hombre-duende abordó a Shila. Inmediatamente, sin preguntar nada, el desconocido examinó con sus manos la autenticidad del cuerpo de su potencial servidora. En breve, las nalgas firmes y los pechos puntiagudos de Shila convencían al hombre-duende para contratarla.
Una vez más las campanas de la iglesia detonaron en incontrolables repiques. Alertado, el hombre-duende apuró a Shila para comenzar con el encargo. Apresuradamente, la pareja se dirigió rumbo al mismo santuario, que sin pausas, continuaba con el zumbar de sus campanas. Entonces, al tiempo en que por fin el silencio impregnaba el ambiente, Shila se colocaba en posición para iniciar su labor. Con el cuerpo dispuesto, entre los intervalos de mutismo, al pie del altar, Shila se hincó y empezó a representar un perfecto gemido.
Varios concurrentes (por no decir fieles) rodearon curiosos el sagrario y unos cuantos se dedicaron a observar y otros sólo a oír. Una y otra vez, el gemido fue alargándose, hasta que al fin, se transmutó en un intenso y desgarrador lloriqueo. Después de una larga racha de increíbles sollozos, el hombre-duende cogió del brazo a Shila y, satisfecho, le entregó una abultada suma de billetes. Agradecida, Shila soltó su última lágrima y regresó a su punto de trabajo.
Ya de vuelta, Shila ocultaba entre sus senos el generoso pago del hombre-duende. Ahí, aguardo más tiempo la llegada de otro cliente. Cansada, vacilaba para permanecer un poco más. Pero al intentar aguantar, vio la oscuridad caer y se persuadió de prolongar su espera. Ya convencida, recogió la publicidad que durante el día atraía a decenas de interesados. Dobló el letrero, y en breve, lo depositó al fondo de su bolsa. Y así, con el crepúsculo, la comerciante del desconsuelo se despedía con alegría de la Plaza Sé. Se alejó velozmente del recinto y, al caminar por los alrededores, la noche con recelo acogió a la mujer, que durante los días de muerte representaba viudas ficticias en velorios reales

Texto agregado el 06-01-2004, y leído por 189 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
06-01-2004 al principio parece sagaz pero lo delata una cosa....jaja...tu sabes que staszaitsev
 
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