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MI HERMANO Y YO Y LA NOCHE TRISTE


I

Esto no es normal. Un tipo que rompe con su novia no es invitado un mes después al cumpleaños de su exsuegro. Pero bueno, el viejo no tiene amistades, y yo soy lo más parecido que encontró. Para peor tengo que ir. Me debe un par de libros que quiero recuperar, y además me gustaría entregarle unas cosas de mi ex. Ella no va estar, así que parece el momento ideal para dividir los bienes. El gran problema podría ser la situación en sí, mi bondadosa exsuegra diciendo sin palabras “qué lástima, tan linda parejita hacían”, mi exsuegro pensando “le voy a contar de nuevo la historia completa de la conquista de los Incas porque las otras dos veces no me pareció que estuviera muy atento”.
Sólo se me ocurre una solución: fumar toda la marihuana posible antes de ir, y luego chupar como si el mundo se terminara esa noche. Ya no soy pariente político de todos ellos. Ya no tengo que fingir.
Llego a la reunión semiestupidizado y superestimulado.
Comento por tercera vez:
–Es tan raro estar acá.
Mi suegra (exsuegra carajo, exsuegra) se pone de pie con cara de telenovela de la tarde:
–Ella te dejó unas cosas. Mario, ¿dónde está la bolsa? Ponele los libros que te prestó, no te olvides.
No quiero mirar, pero miro: las dos novelas –muy maltratadas–, el almanaque con paisajes –le había dicho que se lo quedara ella– y un horrible cuadro que pinté una vez con acuarelas, apenas una gran mancha oscura con algunas manchas verdes alrededor. Una porquería, por más vueltas que le quiera dar pensando en vanguardias pictóricas.
Hay un silencio ciertamente emotivo. Olfateo la emoción y cuando siento la nariz llena decido irme. Me despiden con frases de “No te pierdas” y otras pelotudeces así para que yo prometa que vamos a seguir en contacto y otras mentiras.


II

Camino borracho hasta la parada y me siento a esperar. Debo parecer un pelotudo con esta bolsita pienso.
A mi lado en el banco hay una punk mascando chicle. Su pelo y su vestido son una misma masa breve, negra y desprolija, pero tiene ojos simpáticos y al fondo de su utilería oscura encuentro una expresión infantil y tierna que logra embobecerme. La radiografío un par de veces, pensando que no puede tener más de dieciocho o diecinueve años. Después ojeo la bolsa con las cosas y también a la ninfa alternativa, que me devuelve una mirada desafiante, como diciendo “Bueno, ¿qué?”. De golpe siento la voz de un tipo en la parada. Es un muchacho como de mi edad, rubio, de rulitos, con unos lentes rectangulares grandes y delgados y un sombrero con visera bastante ridículo. Parece igual o más borracho que yo. Se le nota por la forma en que se mueve y se le nota más cuando empieza a hablarle a la punkilla. Ella responde con monosílabos, siempre lo estrictamente necesario como para hacerle saber que es amable pero que no quiere conversación. El tipo –ahora lo compruebo, está muy borracho y es de esos borrachos que se sienten poderosos con el alcohol–, no parece darse cuenta de nada, y usa toda su artillería verbal buscando lograr algo. Pero la punkilla es dura y apenas le presta atención unos segundos.
Entonces, no sé por qué, me identifico con el borracho que quiere cargarse a la loquita. Será porque yo también estoy mamado y quisiera cargármela, aunque no se me ocurre cómo. Por fin comento algo, tiro un chiste al vuelo. El rubio se ríe y ella también. Aprovecho para abrir la bolsita y mostrar mis porquerías:
–Miren, esto es lo que queda después de siete años de novio...
Los dos revisan todo en silencio, deseando encontrarse con una mano, un brazo o partes internas del cuerpo de mi ex, pero enseguida retiran la cabeza desilusionados. Ella me analiza con más interés, y el tipo se tambalea un poco y choca contra el anuncio de gaseosa de la parada. Queda atontado y confundido mientras la punkilla y yo simulamos que no lo vimos caerse. Por un minuto reina un silencio grosero y frío. Los seis ojos enfocan el horizonte y las tres bocas permanecen cerradas. Pero el rubio vuelve a la carga amorosa. Parece que el golpe contra el anuncio lo hubiera vuelto más astuto, y ahora ensaya la ternura y la mentira dulce. Yo me quedo paralizado por las dudas morales: ¿No la vio él primero? ¿Está bien molestar así a la pobre punkilla? Probablemente la estemos haciendo sentir muy incómoda.
Segundos después el borracho le está metiendo una mano entre la campera y le tantea las tetas. Yo me hago el idiota, hasta que me pregunto por qué me estoy haciendo el idiota, y miro con libertad. Ella deja rápidamente atrás la etapa de mujer difícil y ahora me mira con unos ojos dispuestos a educarme, como si dijeran: Viste, él pudo. No porque sea más lindo ni más inteligente ni más interesante. Los dos están borrachos y él ni siquiera puede mantenerse parado. Pero igual tiene algo que vos no tenés. Vos sos el caballero, el miedoso, el intelectual o el boludo, como más te guste. No sos de la clase de tipos que se levantan una punkilla en la parada del ómnibus. Vos sos el otro, el comemoco amable que se queda mirando con cara triste y que no va a lograr ni siquiera darme un beso en la mejilla.
Yo observo el besuqueo y pienso “Cuando el boludo este termine de tocarte las tetas, reservame el número dos”, pero la espera se me hace muy larga. Me acerco a su oreja y susurro Sabés una cosa... Ella mira intrigada, y ya estoy besándole el cuello mientras mi mano baja por la desembocadura de su espalda. A todo esto el borracho rubio no deja de manosearle las tetas, y por un ratito se podría decir que los tres quedamos muy conformes. Pero nuestra felicidad colectiva no dura mucho. Un idiota en un auto color caca se cree lo bastante gracioso como para tocar la bocina y gritarnos una guarangada. La punkilla se rehace y nos deja al rubio y a mí besando el aire. Cuando nos damos cuenta ya paró un ómnibus y se fue.

* * *

Yo quedo paralizado frente la huida de la presa y miro mi compañero cazador, que vomita prolíficamente en el aviso de gaseosa a modo de venganza. Luego se repone, me ofrece un cigarrillo, tambalea y se limpia la boca en la manga de su campera. Con gran poder de síntesis resume y concluye la situación: “Que se vaya a cagar, esa puta del orto”. Yo le doy toda la razón que me queda y tiro la pintura con el mamarracho negro y verde a la basura. El borracho se presenta: “Yo soy Mauricio, pelao, ¿y vos?”.
Yo no. Y el pelado te lo voy a meter en el culo estoy tentado a decir, pero en vez de eso decido presentarme también.
–Alfonso –lo saludo dándole la mano. Aunque mi nombre no es muy largo ni complicado, se ve que no logra retenerlo tanto como a la imagen de mi cabeza afeitada.
–¿Vamo’ a comprar un vino, pelao?
Yo dudo por unas centésimas de segundo. Poco después caminamos juntos hasta un almacén. Mauricio tambalea, yo tambaleo y empiezo a reírme. Él se ríe también y tararea una retirada de murga. El almacenero espera impaciente que dejemos de cantar y nos pregunta con un gesto qué vamos a llevar. Los dos sumamos monedas y las cambiamos por vino, que inmediatamente empezamos a chupar a grandes sorbos.
–¿En serio dejaste a tu novia, pelado?
–Sé.
Inconscientemente volvemos hacia la parada desierta. Siempre quise tener un hermano cruza por mi mente.
–Vo, te invito a mi casa, che –sale de mi boca mientras escupo hacia la calle–. ¿No sos puto, no?
–No, pelao. ¿Vos tampoco?
–No, che.
–Bueno, vamos, pelao.


III

Poco después estamos en mi pieza tomando el vino que nos quedó, fumándonos mis reservas de marihuana y escuchando música. Mauricio intenta por cuarta vez contarme algo sobre una murga y sobre su padre. Pongo música de carnaval y la cara parece transformársele. Se larga a cantar, bastante fuerte y bastante mal, pero se nota que en otra época podía hacerlo mucho mejor. De repente se detiene:
–¡Qué mierda, pelao!
Yo me quedo sorprendido por el grito. La canción termina y vuelve el silencio. De improviso algunas de mis neuronas adormecidas se recuperan, alertadas por el instinto de supervivencia: Alfonso, ¿qué estás haciendo? Traés a este tipo a tu casa y no sabés ni quién mierda es. Capaz que está loco, capaz que quién sabe. En definitiva estás solo en tu pieza con un desconocido que bien puede ser un enfermo mental o un ladrón, incluso ese fugado del manicomio que según comentó tu exsuegro tiene por costumbre arrancarle los ojos a sus víctimas.
–Yo quería cantar, pelao. ¡Yo quería cantar, nada más! –aúlla Mauricio de repente, sobresaltándome. Lo miro a los ojos y me quedo contemplando mi imagen reflejada en los cristales de sus lentes.
–Pero mi padre no me dejaba –continúa melodramático y real a la vez–. Yo estaba anotado para salir en carnaval con Los Saltimbanquis, pero mi viejo no quiso, porque era muy fiel a Araca la Cana, y sin querer hacerme un mal (porque yo sé que el viejo no quería hacerme mal), me dejó sin la oportunidá de poder salir en carnaval.
Empiezo a evaluar por primera vez la información, cuando el vozarrón quebrado de Mauricio me interrumpe.
–¿¡¿Te das cuenta, pelao?!? ¡No me dejó cantar! ¡¡¡No me dejó cantar!!! –se desahoga por fin y se pone a llorar tapándose la cara.
Yo pienso en cualquier frase de aliento que pueda servirle pero que no sea hueca ni estúpida y no se me ocurre ninguna. Él toma su vaso. Lo había dejado olvidado cuando empezó a cantar, y ahora se lo manda de un trago. Pongo música, buscando letras y sonidos que no tengan nada que ver con el carnaval. Mauricio me pide para ir al baño.
Me quedo solo y sigo programando canciones no depresivas en la computadora. Cuando él vuelve ya tengo elegidas dieciocho, que suman setenta y nueve minutos. Eso me hace mirar el reloj. Son casi las cuatro de la mañana y el teléfono lleva un buen rato sonando. Es mi padre. Llama desde su aparato a una pared de distancia para pedirme que por favor baje un poco la música porque es tarde. ¿Tarde para qué? me pregunto y cuelgo sin contestar. Mauricio regresa del baño, toma mi guitarra y ensaya algo, pero enseguida se acuerda que no sabe tocar la guitarra. En eso brota de los parlantes una canción que le gusta. Sin pensarlo dos veces se pone a saltar y a cantar por todo el cuarto. Yo voy al baño y me quedo quince minutos mirándome en el espejo, hasta que me doy cuenta que estoy muy drogado y vuelvo al cuarto.
Él sigue bailando y cantando, desentendido del mundo. Cierro la puerta y preparo más marihuana. Los ojos de Mauricio empiezan a desorbitarse. Me pide que saque la música. Desconecto un cable y observo al cantante mientras desmorrugo la hierba. Él se me acerca, agarra una silla y la da vuelta apoyando el respaldo contra su pecho, frente a mí. Cuando siente que tiene toda mi atención, con una voz aterradora murmura “Vo, pelao, vos no me conocés, pelao. Yo podría matarte ahora, de repente, ¿sacás? De repente yo podría sacar una navaja y degollarte acá mismo, en esta pieza, ¿sacás? ¿Entendés, pelao?”.
Yo lo miro rogándole con los ojos que lo haga rápido y de una vez. No pasan por mi cabeza los mejores ni los peores momentos de mi vida. No veo ángeles ni un túnel con luz al final. Sólo pienso Hacelo de una vez. Hacelo rápido.
Mauricio me sostiene la mirada por unos segundos y de repente suelta una carcajada.
–Jaajajajaj ajajajaj ¡¡¡Te cagaste, pelao!!! ¡¡¡Cómo te cagaste, pelao!!! No, vo, no soy loco, yo. ¿Te pensaste que te iba a hacer algo? ¡Jaaaaa jaja!
Yo chasqueo los labios con indiferencia y vuelvo a mi tarea. Después fumo la pipa lentamente. Cada partícula de humo tiene gusto a gloria y decepción mezcladas.
Mauricio se va.


IV

Me despierto diez horas después en el aire viciado del cuarto. Miro alrededor. Hay manchas de vino por todos lados. La computadora quedó prendida y muestra un archivo con el nombre “asdfdfsa”. Me acuerdo que es algo que Mauricio escribió anoche:

ya no encuentro la razn
de seguir eneste son
mierda la agonia
de vivir en esta vida

Texto agregado el 11-07-2006, y leído por 146 visitantes. (1 voto)


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