EN EL ROPERO
Casi no me di cuenta cómo llegué hasta aquí. Yo iba como un loco, de copa en copa, de mujer en mujer, y no lo pasaba tan mal, según recuerdo, pero de repente ella apareció y todo lo demás dejó de existir.
No niego que los primeros tiempos fueron luminosos. Me encantaba ser su centro de atención, ir junto a ella abriéndole puertas y pagando entradas.
Durante algún tiempo jugamos, o más bien ella jugaba y yo la dejaba hacer. Era tan lindo sentir sus manos en mi cuello mientras me colocaba el collar y la cadena... Por desgracia su carácter siempre fue impulsivo y cambiante. Pronto se aburrió de mí. Aunque trataba de complacerla y no darle motivos de disgusto, llegó el momento en que dejé de serle de interés. Y aquí nació mi desgracia: ella no me permitió ir, no soportaba la idea de perderme, aunque por el momento era obvio que no me quería. Así que me hizo entrar en el ropero y puso llave.
Al principio de mi encierro estaba muy confundido. Evidentemente iba a permanecer ahí por largo tiempo, y la soledad –en especial la de no tenerla– fue mi primera angustia. Recién después me preocupé por la comida, la falta de aire y el encierro mismo. Quizá esto pueda parecerle extraño a un no iniciado, pero aún ahí, preso, seguía pensando en ella y me entristecía.
Por lo menos en cuanto a la soledad (la de un hombre sin amigos), pronto me di cuenta que no sería tal. Intenté buscar a tientas acomodo en el ropero y tropecé con un bulto. Iba a moverlo cuando éste se levantó y me habló. Tenía un acento agradable, casi seductor. Dijo que se llamaba Francisco y que me odiaba con toda el alma por compartir las preferencias de la mujer. Reponiéndose del asco que esto le causaba, me presentó a los otros. El mueble estaba casi lleno, y cada uno tenía una historia que contar, aunque siempre muy parecidas. Conscientes o no, de manera rápida o lenta, todos habían ido perdiendo la lucha contra ella, y muchas de las anécdotas me recordaban otras que me habían pasado a mí.
Indudablemente nuestra amada se aburría con rapidez, y nosotros éramos sus víctimas, sus alegres víctimas. Lo siguiente, repito, puede parecer una locura a cualquiera que no sepa cómo es esto, pero era real: aun en esta trágica situación, ninguno se quejaba. No tardé mucho en averiguar por qué. A pesar de las miserias que allí sufríamos, casi asfixiados y sin espacio, éramos en cierta medida felices de ser sus elegidos, felices de tener un lugarcito en su memoria, el suficiente para desear conservarnos. Por eso generalmente nos mostrábamos despreocupados, llegando al punto de hacer bromas sobre la oscuridad y el hacinamiento. Aún así no siempre estábamos de tan buen humor. No era raro ponernos celosos y pelear con cualquier excusa. Una vez alguien quiso pegarle a otro porque en su última visita –nos visita cada semana–, ella lo miró con más atención que a los demás. Yo también lo odié; igual decidimos no hacerle nada por miedo a la reacción que esto pudiera provocar en ella.
Así el tiempo pasó rápido, muy rápido. En realidad no sabría decir qué día es hoy, ni siquiera qué año es éste. Igual no me preocupa. Los únicos momentos importantes en nuestras vidas empiezan cuando oímos cómo ella manipula la llave en la cerradura. Entonces me sumo a los demás en una breve limpieza. Con las manos refriego mi cara y me aliso los pelos esperando su llegada.
Hoy decidió ordenar el ropero y se dio la tragedia de siempre. Los descartados lloraron amargamente, mientras se arrodillaban en el piso para suplicarle que los conservara, que no fueran ellos, que eligiera a otro, aquél que era más feo o más viejo. Escenas verdaderamente patéticas, aunque yo las disfrutaba. Incomprensiblemente para todos, me había convertido en el más viejo de allí, cuando otros mucho más hermosos o inteligentes ya estaban afuera, contando sus penas a quienes quisieran oírlas.
Si las examinamos con atención, éstas visitas representan uno de los momentos más propicios para el escape: las puertas quedan abiertas de par en par, mientras ella nos examina brevemente. En general en una mirada decide quiénes se van y quiénes no. También se presentan otras oportunidades ideales para largarnos, pero nadie manifiesta deseos de huir del cautiverio. Por el contrario, sonreímos al verla llegar, y la elogiamos con pasión mientras nos coloca bolitas de naftalina y deja algún pedazo de pan y un poco de vino.
Confieso que muchos años tuve la esperanza de que esto terminaría un día en que se decidiría por mí y echaría fuera al resto. Una fantasía, claro. Todos la tuvimos alguna vez.
Si existe algo que puede librarnos de la maldición, es el tiempo. Quizá nos volvamos viejos y vayamos muriendo o perdiendo nuestro atractivo, eso que nos volvió apetecibles, y seamos por fin expulsados. Incluso podría pasar (aunque nadie lo desea), que ella también se arrugue un poco y no nos resulte tan seductora, tan morbosamente simpática, tan cruelmente tierna. Aun cuando sería razonable que esto pasara, difícilmente quienes compartimos este encierro podemos creerlo.
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