MI ACOMPAÑANTE
Ya casi no me invitan a fiestas. Es que me porto mal, sólo me siento en un rincón con mi copa y lanzo miradas de tigre o de revólver hacia uno y otro costado.
Es La Pena.
Me parece increíble cómo creció; antes casi no la distinguía. Ahora su presencia es fuerte, muy fuerte. Ya ni siquiera logro dominarla. Ella es la que gobierna y rige todos mis actos. Cuando creo que se alejó, sólo reúne fuerzas antes de volver a tirarse contra mí y dejarme cansado, inmóvil, inerte.
En estos micromundos de alegrías, las Penas están de más, yo bien lo sé. Pero no es que quiera traerla conmigo. Es ella quien decide agregárseme, colgada del pantalón o la camisa, oculta en algún bolsillo. Es una intrusa y lo sabe. Además nadie la quiere. Más de uno le sugeriría que trabajara sólo en horas diurnas, que por la noche me dejara, como una buena pena. Que usara de mí medio día, no más, y siempre estando solo, cuando no puede molestar a nadie. Que fuera, en fin, una pena más razonable... Pero no. Se emperra y no entiende de razonamientos. Dice que es una Pena de tiempo completo, que no le gustan las cosas a medias.
Así que tengo que seguir soportándola en las raras veces que algún incauto me invita a su fiesta. En realidad estas reuniones no me molestan del todo. Si no fuera por la Pena incluso me divertirían. Allí está reunida la fauna de siempre, los que nunca faltan. La mujer gorda, con la cabeza enterrada en el plato, apenas si se entera que está acompañada. La chica idiota habla y habla y ni ella se entiende, pero sabe que tiene que hablar, que es requisito indispensable para ser quien es mostrar su estupidez a los cuatro vientos, decir sin ninguna vergüenza “yo soy tonta, tonta, ton, taton, totan, to-taton-totanta”.
El hombre de saco sport observa cada tanto los senos de la chica tonta y predice que esta noche es su noche. Cuidadosamente se arregla el pelo antes de lanzarse sobre ella, que al principio lo rechaza, porque cree que en el primer momento es obligatorio hacerlo, pero luego cede grotescamente a sus requerimientos. Entonces el hombre de saco sport piensa que evidentemente está noche es su noche, y que va a tener a la chica tonta, y que vive en un mundo maravilloso donde las masacres y los atentados son un invento de la prensa, y la hambruna queda lejos, muy lejos de su apartamento, y los nazis quizá tenían buenas intenciones, y entonces sí, nada puede hacerlo pensar que este mundo no es el mejor lugar para vivir.
La Pena y yo llevamos un buen rato en el baño vomitando whisky con masitas. Ahora me lleva a un sillón y se apodera de mis restos, y cuando siento que es el momento propicio para tirarme del balcón y poner un broche de asco a la fiesta, ella señala el piano. Me acomodo con lentitud y toco algo. Intento que los sonidos sean dulces y armoniosos, pero la Pena mueve mis dedos como martillos. Enseguida me rodean los comensales, que atragantados con el pollo fingen que escuchan, que después de todo tienen algo de sensibilidad reservada para estos casos.
–Eso es muy triste –dice de repente la chica idiota–. Toque algo más alegre.
Mi Pena no puede soportarlo más y desaparece. Yo ya no quiero tocar nada y voy a la mesa buscando más whisky. Mi Pena está ahí, cansada, durmiendo en uno de los platos. Los invitados regresan y por supuesto hablan de música como los grandes conocedores que creen que son.
La mujer gorda levanta la Pena –que sigue durmiendo– y pregunta:
–¿Qué es esto?
Luego intenta tragarla (si está en el plato debe ser para eso), pero termina escupiéndola en una servilleta y buscando un caramelo para sacarse el gusto amargo de la boca.
Yo la dejé hacer. No tuve miedo por la Pena. Sabía que nadie en la fiesta podría digerirla, porque a veces ni siquiera yo mismo lo conseguía.
La mujer gorda eructa discretamente. Ya logró su objetivo y busca excusas para irse. La chica idiota y el hombre de sport hace rato desaparecieron. Le aviso a la Pena que es hora de la retirada y nos vamos del brazo hasta casa. Viéndola tan cansada me voy calmando y me pregunto por qué insistirá en venir a estas reuniones sabiendo que es el sitio donde menos encaja.
Otra vez me voy ablandando. Ya ni me acuerdo las molestias que me hizo pasar. Pienso incluso que debería tratarla mejor, no rechazarla. Quizá jugar con ella, concederle un lugar, entenderla, darle otros nombres, tenerla por amiga. Colgarla del cuello y mostrarla a todos diciendo:
Esta es mi Pena.
Mírenla.
Existe.
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