No fue la falta de lo material, yo contaba con la creatividad para hacer de una caja de zapatos un útil librero. No fue la falta de sentimientos recibidos pues sabía que contaba con toda un repertorio de historias envueltas en emociones comunes y de las más singulares también. Era eso, el hecho de contar con todo y contar con nada. La frustración de una esencia perdida en el vacío, de un rumbo que guiaba directo al éxito y por azares del destino, me encamine a la eternidad. Los altibajos no existían. Un mundo monótono, donde profundamente la sociedad no cooperaba. Las mentiras envolvían a la tradición y luego se convertían cínicamente en leyes. Heme perdida en el vasto mundo humano donde lo peor es exponer tu realidad. Porque mi realidad era traicionada por mi enemigo invencible, yo misma. El poder incurable del pesimismo que acechó la cocina mientras acomodaba en las gavetas los trastes recién lavados. Aquel cuchillo era una fuente de energía que remitía cada instante de penas, de engaños. A recordarme que lo tenía todo y no podía captarlo, no me convencía, nada era suficiente. Su filo brillaba con cierta intensidad que susurraba sutilmente “eres la carga, eres la nada, no hay qué perder” y vagamente me encontraba en el mundo de realidad contaminada por hipocresías ajenas a mi espacio ideal. Me impulsé a ignorar la vocecilla, era un instrumento de cocina, no podía cobrar vida, pero la maldita realidad ahí seguía y cada factor era propicio al hecho. Al final me dividí en mi mano derecha y el resto de mi cuerpo, donde mi extremidad cobró vida y actúo en complicidad con el cuchillo, atentando contra el resto de mi Yo, incluso mi realidad que cobraba sentido en el momento más predecible: el final.