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Cuando la mate su piel había perdido ese rosado tono para tomar la palidez de un cuerpo inerte y usurpado en la SEMEFO, sus ojos se habían tornado vidriosos pero no había perdido ese gesto de luz que yo les robé. Todo comenzó como una infame cogida del destino hasta que el ansia y el rechazo me sedujeron a robarle la vida de niña a ese cuerpo de mujer.

La conocí en el parque México… Kant me deleitaba con sus etílicos esbozos mientras ella contoneaba un aro alrededor de su cintura; el clima era frío mas sin embargo a ella no parecía importarle. Su mirada y la mía se cruzaban de vez en cuando y no entendía el porque una mirada tan joven, tan tierna, tan llena y vacía al mismo tiempo comenzaban a intrigarme de tal forma que me hacía sollozar y suspirar; temor y temblor. Pasaron unos días, mí existencia miserable se veía complementada por el desdeño de la vida y de la tecnolátrica manera en la que sublevaba mis esfuerzos para mantenerme vivo. Mí único escape eran mis libros, mis largas caminatas, mí insomnio y mí banca en el parque.

Esa tarde empuñe mí libro favorito de Fernando Savater y me conduje hacia mí parque para sentarme en mí banca; no lo logre ya que ella estaba ahí, posada sobre mí banca, en mí parque, en mí tarde de Viernes... Ahí supe que ya se había escabullido en mí vida y ninguno de los dos lo sabía.

– ¡Hola!, ¿Qué hay? –
– No mucho…
– ¿Cuál es tu nombre? –
– Nicolás… ¿y el tuyo? –
– Miranda… –
– Estas sentada en mí banca, ¿lo sabías? –
– Esto es un parque, es de todos; además, acabo de pegar mí chicle por debajo de esta banca; por lo tanto, ahora es en parte mía también... –
– ¿Cuántos años tienes?
– Catorce, ¿y tu? –
– Veintisiete… –
– ¿Quieres un chicle?, son de fresa… –
– Esta bien… –
– Ya me voy, tengo que irme…–
– Adiós Miranda… –
– ¡Adiós Nicolás! –

Se acerco y parándose de puntas besó mí rostro… Corrió y desde la distancia gritó: – ¡Me gustan tus ojos! – Pensé que ahí había acabado todo.

La vida en la oficina es tan repugnante… Los mismos rostros cansados, los mismos abusos de poder, las mismas sonrisas hipócritas y los mismos acosos de la vida ante una resquebrajada animosidad moral que carece de empatía. Todo esto era el cóctel perfecto para hacer de mí un demonio y soltar lágrimas de plomo sobre todo el piso nueve. A Raquel, la mustia secretaria del jefe, le tocaría una bala por la espalda; no solo es la que magnifica los chismes sino que también fue quien grabó la reverenda cogida que Julio y Sebastián intercambiaban en la oficina de publicidad; pinche vieja voyeurista y seguramente malcogida, eso ni yo lo hago. A Evelyn no le vendría mal una calentadita para luego introducirle una escopeta por el culo y tirar del gatillo; a ver si después de eso le quedan ganas de seguir siendo tan anal. Para el jefe tengo el mejor final; en esto les aseguro que me salió lo medieval. Lo ataría al suelo, desnudo, sobre el tapete de cebra que tanto quiere y eso porque dice que el fue quien mato a ese animal, ¡bestia despiadada!; lo que le espera. Atado en esa posición usaría mis palabras que son balas y en cada codo, y en cada rodilla una de ellas… Luego dejaría que se arrastrara… ¡Carajo! ¡Se me hace tarde!

La tarde es lluviosa, llena de tráfico, rostros de pesar, hueva, cansancio, hastío, apatía y dolor; ese dolor que es el eterno recordatorio que nos hace percatarnos de que estamos “vivos”. Entro a mí departamento, tomo mis libros y voy hacia el parque. ¿Por qué voy con tanta prisa?, ¿Mí inconciente me dicta los actos sabiendo que si llego tarde no la veré?. ¡Maldita sea!, solo tiene catorce años, ¿que esperas de esto, de ella, de ti?

– ¡Hola Nicolás!, ¿dónde estabas?

Estas palabras salían de sus labios bañados de caramelo color carmesí mientras enredaba sus brazos alrededor de mi cuello y sus piernas alrededor de mí cintura… Yo temblaba, tenía deseos de llorar y gritar.

– ¿Cómo sabías que vendría? –
– No lo sabía, solo adivine… –
– … –
– Bueno, si quieres me voy, tengo mucha tarea y después una cita en el Messenger… –
– ¡No!, no te vayas… quédate –
– Si me quedo, ¿qué vamos a hacer?
– Lo que quieras… –
– ¡Quiero ir a las maquinitas! –

Entre ruido, luces estroboscopicas, gritos, sonidos que no se identificaban y muchos rostros de conformismo y languidad evidente ella sobresalía: Su eterna sonrisa de niña y su mirada de mujer postrada sobre varias flechas desplegadas en la pantalla de silicio que le indicaban dónde poner los pies, creo que estaba bailando. Su figura era fina, delgada, y a momentos parecía que se rompería a pesar de no ser muy alta; su ropa interior sobresalía de la orilla de sus pantalones holgados de mezclilla y sus converse parecían estar algo gastados. Su piel firme sobresalía desde la playera amarilla adornada por un simpático macaco; y su sonrisa, lo iluminaba y oscurecía todo al mismo tiempo, era una invitación y una advertencia. Eran los ojos de un fantasma los que encontraban tanto vicio en tanta luz, el vacío desaparecía y el infierno se encendía.

– Vaya, no sabía que los juegos de video podían ser tan… físicos –
– ¡Intentalo! ¡Es muy divertido!; además haces ejercicio y sudas como un cerdito ¡jijijijij!
– Me da cosa, ¿qué tal que pierdo el equilibrio y me caigo?, mejor sigue haciéndolo tu, yo te veo –

No se como lo logró pero me convenció. Esa tarde de Viernes me olvidé de mis libros, de mí parque, de mí banca y aprendí a coordinar mis pies al ritmo de la música mientras la avalancha de flechas inundaban la pantalla de televisor… Esa tarde, mí tarde; fue de los dos…

– Me has hecho recordad lo espléndido que es ser joven, ser niño y olvidarte de todo y de todos por un momento… Gracias –
– No me des las gracias, ¿eso que?, solo nos divertíamos; ¡Adoro ir a las maquinitas! Y más si es contigo…
– ¿Cómo es eso? Apenas me conoces y cualquiera diría que es bizarro que una niña de tu edad se junte con un tipo como yo y de mí edad…
– ¡No me importa! ¡Eres mí amigo y eres bien “cool”! –

Me sentía flotando, como si una zona paralela al mundo terrenal existiera y las puertas de la percepción de mí asquerosa mente se entreabrieran y esa mirada me atravesara y me fuera matando lento y a momentos más rápido.

– ¡Ya son las 8PM! ¡Tengo que irme! –
– No te vayas, no aún… por favor… –
– Tengo que, ¡me van a regañar! –

Con esa ansiedad se colgó de mí cintura de nuevo pero esta vez no solo me abrazó, también me besó. Introdujo su lengua en mí boca, me robó el aliento y un pedazo de la vida en ese momento; me mordió los labios y tan rápido como empezó, todo terminó. Corrió y a lo lejos se detuvo un momento y volvió a gritar: – ¡Me gustan tus ojos! – Se fue mientras yo me daba cuenta que había dejado su chicle dentro de mí boca… Me fui caminando a mí casa mientras masticaba ese chicle de color rosado y sabor empalagoso; llovía y las lágrimas no tardaron en acariciar mi cara, no tenía prisa por llegar. Entré y colgué las llaves, boté los libros en el piso de madera y me dirigí a mí cuarto. Me senté en la orilla de la cama y agache la cabeza, el aire me faltaba y la asfixia se tornaba un afrodisíaco, encendí el televisor y como siempre lo mismo: Violencia, sexo, apatía, carencias, utopías, fantasías, realidades y ficciones. Toda una escenografía mediática para ostentar la mediocre vida humana y su irreversible llegada a la chingada… – Algún día lo veré todo arder –

Todo ardía con fervor, como si atravesaras un escarabajo con un palillo y lo pusieras a la flama de un encendedor. Se notaba a leguas que Raquel estaba en sus días, apestaba la muy cerda. Evelyn se pavoneaba enfrente de todo el departamento de diseño como la putita que es, Julio y Sebastián intercambiaban miraditas lascivas, el jefe se masturbaba en su oficina y yo estaba abriendo mi correo electrónico mientras terminaba unas pruebas de color.

No pensé que lo hiciera; pero lo hizo. Miranda me había mandado un correo… No decía mucho, solo se disculpaba porque no podría estar ese día en el parque; ella sin saberlo sabía que iría pero esta vez no la vería… Salí de la oficina mentándole la madre a Raquel mientras le gritaba que existía algo llamado tampones… Se puso pálida, no dijo nada y se puso a llorar… Yo sonreí.

Caminaba con ira hacia mí casa, ¿qué sentido tenía llegar?; siquiera salir sabiendo que no vería esa sonrisa y esos ojos… Me quedé en casa, me hundí en mis pensamientos, en mí mismo y el ansia hizo que dibujara con metal sobre mi carne y alma. La sangre estaba enferma, infectada de su dulce ponzoña. Lloraba y sonreía, me prometí no mirarla, no tocarla; no podía esperar lo mismo de ella, ¿qué pasaría si ella me alcanzaba en mis desdeñados pensamientos de sopor?

El eterno viernes llegó después de una semana de ávida obscenidad entre el jefe, los maricas de publicidad, la puta de diseño y la secretaria voyeurista; todo parecía salido de una novela de Kathy Acker. Esa tarde olvidé los libros a propósito, estaba muy contento; emocionado como cuando tienes quince años y pretendes decirle a la vecina; que es más grande que tu, que te gusta. Ahí estaba, justo a las 4:02PM, sentada en esa banca que ahora era nuestra. Tenía el rostro escondido en el gorrito de su sudadera el cual estaba adornado con dos orejas de gato, una blusa rosa, falda tableada negra, mallones a rayas y unos converse rosa… Sonreí y la mire con dulzura; aún no levantaba el rostro…

– ¡Hola nena! –

Levanto su rostro para encontrarme que semejante perfección se encontraba hundida en lágrimas y con la clara evidencia de la violencia mediática sobre su cara. Hizo un gesto de pesadumbre y tranquilidad; en ese momento lleno su congoja en mí pecho. La tomé entre mis brazos haciendo de ellos paredes que la protegieran, la cargue, se enredó en mí cuerpo y no me soltó.

– Llévame, llévame lejos Nicolás, llévame contigo por favor –
– Pero… ¿a dónde, porqué, qué pasa? –
– No quiero volver, no me dejes regresar, mátame, ámame, pero no me dejes… –
– Esta bien… –

Se paro sobre nuestra banca, le di la espalda y me la eche encima. La cargue sobre mi espalda todo el camino hasta que llegamos a mí casa, no paro de llorar hasta que arribamos. Le prepare un vaso de leche con chocolate, limpié sus lágrimas, limpie su impío rostro y su inocente mirada; la cuide y desempaque su bolsa de Hello Kitty mientras ella dormía en mí cama. La observé, la cuide, me jure no permitir que nadie la tocara, me jure amarla; yo estaba en agonía.

Me senté en la cornisa de la ventana de la sala a observar el cielo en llamas de caricias: pensaba, sentía, vomitaba y maldecía. Ella apareció de entre la muerte y su lujuria.

– ¿Cómo te sientes? –
– Mejor, gracias por traerme, por dejarme estar aquí… Por cuidarme –
– Siempre te cuidaré, si me lo permites… Dime algo… ¿Porqué te gustan mis ojos? –
– Me dan tranquilidad, me dan paz, me dan amor y me hacen querer conocer cosas que ni se… –
– ¿Cosas como cuáles? –
– No se, solo siento deseos de ahogarme en ellos, tienes una mirada tan fuerte y débil al mismo tiempo, como si fueras una caricatura japonesa… Si, creo que algo así…
– ¡Jaja! ¿Entonces crees que soy alguna clase de Remy contemporáneo?
– ¿Qué es “contemporáneo”?
– Algo que es actual, moderno; de estos tiempos pues…
– ¡Ah!!! Pues si, entonces creo que eres un Remy contemporáneo… Mí Remy contemporáneo… –

Se acercó para pararse de puntas y besarme otra vez, acepte su beso y su lengua; su vida y su muerte dentro de mí, sus deseos y perversiones así como ella mis temores y mis sueños. Me mordió los labios de nuevo, dejó su chicle de nuevo en mí boca y con eso terminó. Se alejo un poco de mí, sonrió con ese gesto pícaro que la caracterizaba, me olvidé de todo; de la vida, de la muerte, del cielo, del infierno y me entregue a ese momento. La perseguí por todo el departamento, de arriba abajo, por un lado, por el otro, por la cocina, por la terraza hasta que la alcancé en la sala. Obligado tuve que colocarme sobre ella; ahí, perdí la vida. En ese momento me miró de una manera que hasta el momento no puedo describir, sus manos ingenuamente recorrían mi pelo y sus piernas enredaban mí cintura con una fuerza mortalmente humana. Me besó y la besé, comenzó a llorar y yo también. La levante y la cargué tan suave como el aliento que repartía sobre mí piel, la senté a un lado mío y comencé a tocarla. Su rostro, su cuello; sus ojos clavados en los míos, su pecho, su vientre, sus piernas, su vida. Se bajo del sillón y se hincó ante mí, tenía miedo; más que ella, de eso estaba seguro. Sonrió con esa violencia aguda con la que me asesinaba con amor y me dijo: – Enséñame… – Me desvistió, me tenía bajo su disposición y bajo su poder, no sabía que hacer ni como reaccionar; me besó y antes de tomarme en sus labios volvió a decir: – Enséñame… – Lo hice. Me tomo entre sus labios y me encargué de guiar su cabeza de arriba abajo; a momentos sentía como sus frenos se enredaban con mi vello púbico pero el dolor era irrelevante, ella me tenía, me controlaba y me mataba. No hizo falta de mucho tiempo para que me viniera en su boca, solo sentí como se atragantaba más nunca se detuvo. Mí aliento se extinguió por un momento, sostuve su cabello entre mis dedos con dulzura y ella solo presionaba hacia abajo con más fuerza.

Al levantar su rostro estaba hecha una piltrafa de lágrimas, me besó, me abrazó, no me soltó y con temor y emoción a mí oído susurro: – Soy tuya, lo se… –

Se sentó a la orilla de la cama y le quite los calcetines y el top de su pijama; la dejé en pantaletas. Nos recostamos y no podía dejar de mirarla, esos ojos de niña ahora eran de mujer en ese cuerpo de niña; algo tan bello, tan piadoso y tan malvado; tan amedrentado por la vida que insinúa un pseudo-paraiso bañado con las mieles del dolor hecho poder y los filos del miedo. Me hundía en ella mientras ella se hundía en mí, vivía a través de mí, nacía a través de mí.

La piel estaba bañada en sudor, en nerviosismo y miedo; ella sobre mí y mis manos en sus caderas. La ceñía a mí como si fuera una extensión de mí cuerpo, de mí vida, de mí muerte; del cielo del cual venía mí infierno y de esa protección santificada que se convertía en blasfemia. Su rostro mostraba dolor y saciedad, entrega y perpetuidad entre los placeres de la piel, de la sangre, del semen y del sudor.

Dormía y yo pensaba. Temía y me arrastraba en mis adentros. Lloraba y sonreía. La ira me llenaba y las preguntas, esas siempre me atormentaban. A mí lado, la belleza pura de la vida, la convergencia parafílica de lo bello, lo propio y lo irrespetuoso; la dualidad de ser pecador e inocente y su sonrisa mí alma, mis lágrimas su amor. El mundo no merece algo tan hermoso.

– Hola Nico, buenos días… –
– Hola mí nena, te amo –
– Yo también te amo –
– ¿Qué haces!? –
– Tranquila, descansa, vive, no pasa nada… –
– ¡Pero…te…te amo… –
– Shhhhh… Ya paso, ya paso… –

Esas fueron sus últimas palabras, mi puño tocaba su vientre mientras este empuñaba el sicario que sería la guía para liberar la belleza en muerte y el horror en vida; no permitiría que este mundo corrompiera la hermosura del otro mundo, todo por un pedazo de lujuria, por un segmento de apatía, por un trozo enfermizo que hizo del hombre una belleza y de la bella una bestia. Su piel se extinguía contra la mía y su sangre bañaba mí cuerpo desnudo, el suyo, el paño de mí dolor y mí pecado… Castigo eterno en vida, su vida; la mía, su muerte; mí vida.

Texto agregado el 10-07-2006, y leído por 277 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-07-2006 No soy quien para decir nada, pero al leerlo evoco una sóla palabreja: perfecto. lunada
 
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