Tenía ante sí un amasijo de chatarras con pinturas de azules y rojos descascarillados. Abajo, agarrado a las ruedas, el óxido de muchas lluvias y noches a la intemperie. Sentado en el taburete, sacó el paquete de tabaco y el encendedor del bolsillo de la camisa, prendió un cigarrillo y sopló unas cintas azuladas hacia las cruces que sujetaban las roturas de los cristales sucios de años. En el hangar umbrío, de raíles ahogados por jaramagos y aire envasado con grasas rancias, cerró los ojos y su objetivo se abrió a las imágenes de lustros agitados por cargas y descargas, alborotos y gritos, tarteras con tortillas de patatas, sardinas en escabeche y bacalao frito. Se levantó y pasó un trapo por un costado del vagón. Brillaron las letras bajo la bayeta. Sería, sería, ya lo creo que volvería a ser.
Un mes, un billete de diez euros, otro, uno de veinte, y más, según pudiera, hicieron posible que aumentara su capital y llegara el día en que los papelitos rebosaran el saco. Fue cuando su cabeza se entreveró de blanco y la piel se salpicó de islotes pardos. Entonces cambió su vida de charlatán descreído por la de muchacho enamorado. A los meses en que tuvo que doblar muchas esquinas para conseguir el sueño, no les guardaba rencor. Cada golpe de ventanilla, cada negativa a sus peticiones, le sirvieron de acicate para seguir andando por el camino que desde muy joven se había marcado. Y ahora, en su mundo de silencios elegidos, podía hacer que la risa, el llanto, la palabra y el movimiento, fueran suyos para siempre.
Dos golpes empujaron dentro el calor del mediodía. Giró la cabeza hacia el rectángulo de luz que dejaba pasar la puerta abierta. Rumiando hierbas y palabras, ella, travestida de gacela, lo miró marrón; él le devolvió su mirada azul y el reflejo de cada uno quedó atrapado en el cristalino del otro. Pasó un ángel. Cuando sólo quedaron dos nubes de polvo rojo en la tierra de la entrada, él se levantó del asiento, cogió la espátula y se puso a trabajar.
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