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Conciencia Ciega
Samuel Bedrich


Un hombre en sus sesenta, de cabello entrecano, cuidadosamente ataviado con un traje oscuro y zapatos de charol perfectamente lustrados, caminaba por la calle. Su aspecto era el de un hombre de negocios saliendo de casa.

El día estaba soleado en el pequeño mercado del municipio de Apizac. Todos los comerciantes iniciaban su jornada y extendían sus piezas en el suelo, sobre plásticos multicolores; el vendedor de frutas ordenaba sus mandarinas y duraznos en pequeños montones de cuatro piezas; la vieja vendedora de alpiste colocaba sus productos sobre una carpeta azul y se hacía acompañar de un canario que la observaba desde una pequeña jaula a la que la previamente había puesto hierbas y agua limpia.

Más allá, la vendedora de cacharros de peltre y fierro colado hacía ruidos casi rítmicos al disponer su mercadería por tamaños y colores. Todos los marchantes se conocían de años y se saludaban alegremente, esperando tener una buena venta de lunes en este nuevo lugar que les había designado la municipalidad.

El del traje se había detenido en la banqueta, esperando que alguien le ayudara a cruzar la calle. Después de unos instantes, apareció un jovencito de unos quince años, con toda la pinta de haberse escapado de la escuela y curioso de ver qué novedades podría encontrar en la plaza. Al ver al señor del traje oscuro y gafas negras estrujando su bastón, le ofreció auxiliarle articulando un sencillo pero claro: “-le ayudo, Don…”

El de los zapatos brillantes y ropa elegante asintió con la cabeza, mientras tomaba el brazo del chico; no parecía gustarle mucho pedir ayuda, pero en su condición, no le quedaba otra solución que colgarse del antebrazo que le brindaban.

Entre dientes maldijo el reciente acontecimiento en el que había perdido la visión, y dominado por cierta angustia, comenzó a enervarse, murmurando frases entrecortadas por palabras altisonantes “-put… mhmh… caraj… no esposiblequeyo…. mier…”

El jovencito, asustado por esa actitud, terminó de hacerle pasar la calle, se liberó de él y se fue a través de los tendidos, caminando con prisa, como presintiendo una tormenta.

No bien hubo terminado de poner el pie en la acera, el adinerado viejo comenzó a levantar la voz y maldecir, al tiempo que caminaba erráticamente.

Escuchando el bullicio de los puestos, se acercó, y presa de una envidia repentina comenzó a avanzar más rápido, golpeando con su bastón lo que (y a quien) se ponía a su paso y pateando, primero al perder sus pasos y luego con saña, los puestos instalados a nivel de piso.

Rodaba por allá una mandarina, salía disparada una olla que golpeaba con la banqueta, volaban los montoncitos de fruta; los mercaderes no sabían qué hacer, pues detener o golpear de regreso al invidente habría sido una falta de respeto. Sólo atinaron a decirle: “-¡Señor, señor, que nos está golpeando, estamos acá a su lado, tenga cuidado, está destruyendo nuestros puestos; avance con precaución…!” Y el hombre, a quien parecía que el diablo había envilecido, golpeaba a diestra y siniestra, sin tomar el mínimo cuidado en las advertencias que le espetaban.

A su paso, la jaula, con canario incluido, había resultado expulsada entre los baldes de acero inoxidable, con su resultante mezcolanza de trinos, agua y resonancias metálicas; el alpiste había quedado regado por el camino.

Con cierta sorna, respondía casi a gritos “-No veo nada, lo siento, no veo nada, no puedo ver, ¿quién está ahí, qué es eso...?” Y aunque el hombre era invidente, en su rostro se notaba la satisfacción que tenía al pegar con la fuerza de su bastón, agitándolo en el aire y trastabillando “-soy ciego, no veo… “

Terminó de cruzar la pequeña plaza, y con el rostro encendido y las sienes perlando sudor, continuó avanzando, con un paso más ligero, alejándose de los vendedores que, desconcertados, se miraban entre sí, como preguntándose qué clase de huracán había pasado y qué tipo de mosca habría picado a ese hombre tan elegante y de apariencia adinerada que les había pegado… y destruido sus pequeños establecimientos.

Don Carlos Errechegoyén se perdía con su bastón en el horizonte mientras murmuraba con burla: “-pobres tontos… ¡Lo siento, soy rico pero soy ciego y no veo, no veo nada!...” Lanzó una fuerte carcajada y siguió su camino, asumiendo de nuevo ese serio rostro de hombre de negocios.

Texto agregado el 09-07-2006, y leído por 161 visitantes. (1 voto)


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