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LA SOMBRA DE OTRA VIDA


Se acercó al teléfono y lo descolgó con manos temblorosas. No le había costado demasiado trabajo encontrar los apellidos en la guía telefónica de la ciudad; eran bastante peculiares y nunca había podido olvidarlos, ni a ella tampoco. Divino Galán aparecía entre las numerosas páginas pocas veces, dos “aes”, otro par de “pes”, y tres “ces”, ninguna “dé”, así que se decidió por una de las “cés”, y tuvo suerte a la primera, era una de sus hermanas. Recordaba que tenía dos, Candela y Alicia.
- ¿Dígame?
- ¡Buenas noches!
Titubeó un momento
– ¡Perdone señora! Le parecerá extraño, pero estoy tratando de encontrar a una vieja amiga, Araceli, que creo recordar vivía por ahí, cerca de la Plaza de San Miguel. Sus apellidos eran los mismos que los de usted, señora, y he pensado que quizás sea familia de ella o la conozca de algo. Soy un amigo suyo de Cádiz, aunque hace mucho que no la he visto, y me gustaría poder volver a verla. ¿Podría usted ayudarme?

El silencio duró apenas unos segundos, y la respuesta le desconcertó y sorprendió por completo, no la esperaba.
-¡Hola!, ¿eres Andrés Bueno, verdad?, de Caños, ¿sí?
- ¡Sí, sí! ¿Quién eres? ¿Cómo te puedes acordar después de tantos años? ¿Esta es la casa de Araceli?

Apenas podía controlar la emoción que le atenazaba la garganta, impidiéndole casi vocalizar apropiadamente.
- ¡No!, esta es mi casa, soy Candela, su hermana mayor. Araceli vive en la casa de mis padres, que murieron hace unos años. Te doy el teléfono ahora mismo y seguro que la pillas antes de que se acueste. Se levanta muy temprano!¡Se pondrá muy contenta de oírte!

No quiso preguntarle si se había casado, si tenía hijos… nada.
Apuntó el número en un trozo de papel de forma casi automática, y apenas acertó a darle las gracias a la mujer, que le conminaba a llamar a su hermana inmediatamente.
Volvió a marcar los números, esta vez aún más temblorosas las manos, y un con un sonido galopante que le empezaba en la boca del estómago. Lo dejó sonar varias veces, y cuando estaba apunto de colgar el aparato, una suave voz que le llenó la mente de recuerdos casi olvidados le contestó desde el otro lado.
-¿Sí, quién habla?


El momento exacto de cuando la conoció le vino a la cabeza, apenas le había cambiado la voz, y se la imaginó ladeando la cabeza hacia un lado y tocándose la larga melena, lo que solía hacer cuando preguntaba algo.
Se la presentó un buen amigo, Antonio José, que siempre fue “el Socio”; uno de esos amigos que no te abandonan jamás, y de los que evitas cuando estás en un mal camino, porque temes que te convenzan.
Todos andaban por los 22 años, y se conocían desde niños, del colegio y de la calle. El Socio ya andaba estudiando para patrón de máquinas de barcos, lo mismo que los otros amigos, el Varo, y el Chato, que también tenían claro lo que iban a hacer. Todos menos él, al qué una diabetes mellitus que le llegó de improviso al comienzo de su pubertad le truncó todas sus ilusiones de hacerse delineante, que era lo que más le gustaba. A esto le siguió la muerte de su padre, un pobre pescador del pueblo que él estaba seguro había muerto del disgusto, pues nunca pudo llegar a entender porque su hijo de tan sólo trece años tenía que pincharse con una aguja tres veces al día, en su familia todo el mundo estaba sano, y lo achacó a su vejez. Poco a poco se fue apagando hasta que un día desapareció dejándolos solos, especialmente a él, que se sintió culpable de su muerte durante mucho tiempo.

Hacer planos de casas era su mayor ilusión, y había empezado a trabajar de albañil justo con catorce años, de peón, y a pesar de los altibajos producidos por su enfermedad, a sus veintidós años ya era casi oficial de primera, y se dedicaba a dar presupuestos para pequeñas obras y reformas que hacía prácticamente sólo, pues no había muchas empresas que quisieran contratar a un diabético que sufría de numerosas subidas y bajadas de azúcar desde el principio de su dolencia.
Corrían en esos años por España un aire europeísta, se ingresó en la Comunidad Económica Europea, en la OTAN, explotó el Challenger y un reactor nuclear de Chernobil, había empezado “la perestroika”, y todavía gobernaba Felipe González, mientras que en el pueblo muchos de los chavales empezaban a fumarse sus primeros porros a los quince años, y los de veinte empezaban a probar otras cosas más duras.

Ellos eran diferentes, más responsables, y aunque ya habían probado el cannabis, ninguno había pasado de ahí, y se les tenía como modelos de chicos “formales y serios” en la pequeña comunidad donde vivían.

Era una noche de sábado, verano caliente en la costa de Cádiz, en el paseo marítimo, el Socio les había contado de un chaval de Córdoba que había venido a desengañarse de las drogas, de las malas.
Ya había estado en un centro, y la familia y amigos lo habían traído hasta allí para alejarlo de las malas compañías. Por lo visto eran amigos de su madre, y le habían encargado que lo distrajese. Vendría con alguien más, pero nunca se imaginó a una mujer como aquella.
Sería sobre las diez cuando aparecieron los cuatro, dos chicos de parecida edad, una chica morena que se adivinaba alta desde lejos, y Antonio José.

- ¡Hola gente! –saludó este último mientras abrazaba a sus colegas uno a uno. – Éstos son Javier, Alonso y Araceli. Vienen de Lucena, en Córdoba, a pasar unos días, y el Javier viene un poco “apucherao” porque se está recuperando de una racha mú mala con la heroína.

El llamado Javier era el más bajo de los chicos, muy delgado, aunque estaba bronceado por el sol de la mañana. Se le adivinaban unos ojos tristes y cansados, y vestía camisa de manga larga a pesar del calor que hacía, aún estando a la orilla del mar. No hizo ningún ademán de alargar la mano, movió simplemente la cabeza y siguió mirando hacia ningún lado. Alonso fue más expresivo y les saludó con un enfático apretón de manos, pero la palma se la llevó la chica. Ella, Araceli.

Le estampó dos efusivos besos a cada uno en ambas mejillas y realmente pudo comprobar que era bastante alta, pues tuvo que inclinarse para besar a sus colegas y a él, que pasaba largo del metro setenta, le llegaba casi a la cabeza. También olía muy bien. Un sutil perfume que con el tiempo descubriría era Air du Temps, de Nina Ricci, y que nunca volvería a oler desde que ella desapareció de su vida.

Tenía un pelo negro que llevaba muy largo y liso, atado en una enorme cola encima de la cabeza, como la crin de un caballo árabe, lo que la hacía parecer aún más alta. No llevaba tacones, y vestía unas cómodas bailarinas azules. Era delgada, pero de cuerpo contundente y recio, acostumbrada al deporte. Lo que más le impactó de ella fueron sus ojos, verdes como el color de los pinos de la Breña, y su sonrisa, de boca ancha, con dientes perfectos, que enseñaba casi constantemente, pues no paró de reírse en casi toda aquella primera noche.

Fue la primera de muchas noches. Al principio iban todos juntos, pero ellos siempre hacían un aparte, y poco a poco fueron conociéndose, sin descuidar nunca la atención a Javier, que cada día se integraba más y del que supo era su primo, lo mismo que Alonso, que era su hermano. Ella tenía otras dos hermanas y un par de hermanos. Era la más pequeña de todos y la más especial, igual que él mismo.
Después de esa primera visita se sucedieron otras muchas. No le importó que fuese diabético; conocía a alguna amiga que lo era y llevaban una vida normal con niños y todo, así que aunque tenía que desplazarse varias horas desde la provincia de Córdoba para llegar, era siempre ella la que lo visitaba en el pueblo. Ni una sola vez fue él a su casa, excepto aquél aciago día cuando se presentó de improviso en la pequeña ciudad cordobesa.

Algunas veces venía con sus padres, o con algunos de sus hermanos, y alquilaban un piso, pero cuando venía sola, después de pasar por varios hostales, terminó por quedarse en su propia casa con él, donde su madre estaba encantada con ella. Era risueña, educada, limpia. “¡Una joya!”, decía, echando de menos la presencia de sus dos hijas que ya no vivían con ella hacía tiempo.

Tenían un sentido del humor muy parecido, y cuando llevaban varios meses juntos bromeaban con los apellidos de ambos.
- ¡Imagínate! Cuando tengamos niños, si es una hembra la podríamos llamar ¡Dulce Bueno Divino!, ¡sería un cachondeo en el colegio con un padre con azúcar!

Ella se reía y abogaba más por llamarla con un nombre más exótico, como Yamilé o Aynara, pero siempre cambiaba el tema después de un rato. No conseguía extender sus conversaciones sobre el futuro durante mucho tiempo, y sobre todo no descansaba apenas nada cuando estaba con ella. Era un torbellino de actividad constante, hasta después de hacer el amor, cuando no conseguía permanecer quieto más de cinco minutos, pues inmediatamente ella se le echaba encima y le exigía que hablase y se moviese haciéndole cosquillas para conseguirlo. No podía entenderlo, pero era así; ella odiaba la inactividad y la quietud, decía que se imaginaba la muerte como algo así y no le agradaba.

No fue hasta el final del siguiente verano cuando se enteró. No podía soportar vivir así por más tiempo. Las frecuentes despedidas cada día le dolían más y la separación se le hacía cada vez más difícil. No consideraba que con 23 años se fuese demasiado joven para formar una familia; por lo tanto, un día casi sin pensarlo, cogió el autobús de línea, una pequeña mochila como equipaje para unos días, o quizás meses, y se plantó en Lucena sin avisar.

Nunca había visitado la provincia de Córdoba y no podía imaginar que un día significaría tanto en su vida, así que la inmensidad de los olivares le desconcertó y el tórrido calor que se desprendía desde el asfalto de la estrecha carretera le hizo comprender porque Araceli adoraba pasear descalza por las blancas arenas de su pueblo. La humildad de los olivos contrastaba con el porte arrogante y alegre de sus pinos allá en Cádiz, y la entrada del pueblo le sorprendió. No imaginaba que hubiese tanta historia contenida por las estrechas calles de Lucena, ni mucho menos que tuviesen un castillo, ni iglesias tan antiguas, y sobre todo que estuviesen de feria, pues ya era mediados de septiembre y él estaba acostumbrado a su feria de verano, en el mes de julio, feria de mares y fuegos artificiales, de días de playa y juegos de cucañas, y sobre todo, feria de encuentros con amigos y visitantes.

Cuando bajó en la estación de autobuses, lo primero que hizo fue preguntar a un grupo de chicas que parecían ser de allí y que le contestaron muy alegres que era la Feria Real de Nuestra Señora del Valle, que eran los dos últimos días y que terminaría el domingo siguiente. Aprovechó para indagar por la zona que tenía que buscar. Era por la Plaza de San Miguel, cerca de la Parroquia de San Mateo, y éstas gustosamente se ofrecieron para acompañarlo.
No le fue difícil encontrar la dirección. La había conseguido una vez cuando tuvo que enviarle a Araceli el “deneí” que se había olvidado en su casa, y la había grabado en su cabeza. La casa estaba situada en pleno centro. Era una segunda planta de un vetusto bloque de cuatro y apenas podía controlar la ansiedad cuando apretó el timbre.

Fue su madre, Aurora, la que le abrió la puerta y la que lo recibió con evidentes muestras de alegría. Era la hora del almuerzo, y estaba toda la familia en la casa, exceptuando a sus hermanas casadas.
Aunque todo el mundo expresó alegría ante su inesperada llegada, no pudo dejar de advertir una expresión de tristeza y preocupación en el bello rostro de Araceli, quién después de besarle casi distraídamente, agarró su mochila y le condujo hacia una de las habitaciones donde se suponía que pasaría aquella noche.
-¡Mi niño! ¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurre venir sin avisar? ¡Dios! ¡Qué alegría me da verte!

Le abrazó fuertemente y le besó con verdadera pasión, como hacía en el pueblo. No el beso desangelado y frío que le había otorgado cuando llegó. Realmente sintió que ella lo amaba, ahora sí.
- ¡Araceli!, ¡Tenía tanto miedo de verte, y al mismo tiempo estaba deseándolo!
No puedo estar sin ti, y quería darte una sorpresa. O a lo mejor quería pillarte con algún amante. Nunca has dejado que viniese a verte, y tenía que saber cómo y donde vivías!

-¡Que tonto eres!

A pesar del tono jocoso con el que ella le había contestado, no dejó de percibir la misma preocupación que había velado su rostro cuando había llegado hacía media hora, y se decidió por contarle las verdaderas razones por las que había decidido ir a buscarla.
Se lo planteó con total seguridad. Además ella ya tenía dos años más que él, así que no consideraba que verdaderamente fueran tan jóvenes para dar aquél paso que él consideraba tan crucial en sus vidas.
- ¡Araceli! ¿Por qué no te vienes a vivir para allá conmigo? O si quieres me vengo yo a tu pueblo, seguro que hacen falta buenos albañiles por aquí; y si no, puedo aprender a trabajar la madera y buscar algún sitio en una casa de muebles. Y si no te apetece nos podemos ir a otro lugar, a Canarias o a la Costa del Levante, pero quiero que estemos juntos, que trabajemos y ahorremos dinero para casarnos y poder tener hijos. ¡Es lo que más deseo en el mundo!, Araceli, ¡por favor! ¡Dime que sí!

Nunca podría olvidar la desolación y la tristeza que se dibujó en su hermoso rostro, ni las lágrimas que asomaron inmediatamente en sus ojos que, angustiada, se cubrió de repente con las manos mientras un llanto incontenible la sacudía por completo de arriba abajo.
- ¡Lo siento tanto, Andrés! ¡Te juro que no quería hacerte daño!, pero yo también me he enamorado de ti y no quería perderte. ¡Lo siento tanto, mi amor!
Pero no puedo hacerlo, hay algo sobre mí que deberías haber sabido hace mucho, quizás al principio, pero nunca pensé que esto llegaría tan lejos, y hace unos meses que mi familia me viene diciendo que debería contártelo, pero no tenía las fuerzas para hacerlo. ¡Perdóname si puedes!

Andrés no pudo entender nada de lo que pasaba en ese momento. No podía imaginarse que era aquello tan terrible que tenía que saber, y su diabetes, una vez más -y a pesar de que hacía mucho tiempo que no le pasaba - le jugó una mala pasada. Empezó a sentir un cosquilleo en la boca del estómago, mientras que el mareo le invadió por completo. Tuvo que sentarse en la cama. Le estaba dando una hipoglucemia y la conversación terminó bruscamente.

Tuvieron que pasar dos días; uno en la sala de urgencias del ambulatorio, donde le tuvieron que llevar para que superara la crisis y otro en la habitación del hospital donde le dejaron en observación, para que pudiese terminar de contarle la historia, prometiéndole una y mil veces que no era nada sórdido ni sobre ninguna terrible enfermedad. Era sólo una cuestión de principios, por la que todos la consideraban una loca, pero que ella no podía ni debía remediar.

Tenía un novio desde hacía siete años, Ángel, de veintisiete. Le conoció cuando ella misma contaba con diecisiete años recién cumplidos, en el instituto, y formaban una pareja feliz, llenos de ilusiones y esperanzas.
Pero hacía cuatro, cuando faltaban apenas dos días para su boda, juntos habían tenido un accidente de moto, en el que ella misma apenas sufrió algunos rasguños, pero no así para Ángel.
Se había quedado tetrapléjico, postrado en una cama. No podía moverse. Sólo los ojos y un dedo, a veces; así durante los muchos cientos de días que llevaba enterrado en vida, últimamente en una habitación de su propia casa, rodeado de multitud de cables y máquinas, con la constante vigilancia de una enfermera y todos los familiares, que no cesaban de pasar por allí para dedicarle algunas dulces palabras de ánimo que nadie sabía si el enfermo escuchaba. Los médicos habían sido claros; respiraba por sí mismo y podría estar así días, meses o años, como venía siendo hasta ahora.

Al principio ella estaba allí casi permanentemente, pero poco a poco la habían ido alejando, especialmente cuando lo traían de regreso de una de sus innumerables revisiones del hospital; requería un poco más de descanso y desaconsejaban las visitas. Así hasta llegar al día de entonces, cuando seguía visitando al enfermo, aunque las visitas se habían convertido en cuatro o cinco días del mes en los que permanecía junto a su cabecera, mirándole fijamente mientras esperaba un parpadeo o un leve temblor en los dedos.

Resultaba agotador el regresar a la dura realidad después de cada una de sus visitas, y Andrés había supuesto para ella un soplo de aire fresco al principio, convirtiéndose en el oxígeno que le proporcionaba la vida. Ante el miedo que tenía de perderlo no le había contado nada. Sabía que era muy duro pedirle a nadie que estuviese junto a ella hasta que Dios o el Destino quisiesen arrancar a Ángel de aquel sufrimiento que suponía la no-vida, pues ya hacía mucho que había dejado de creer en los milagros.



No recordaba cuantas veces más la vio después de aquello, pero si que los dos habían llorado mucho cuando se despidieron. Él se marchó a Canarias. No quiso seguir en el pueblo, no sin ella, y menos pensando que quizás fuese lástima lo que ella sentía por él a causa de su diabetes. Después de todo llevaba años atada a una cama realmente por lástima, pero ya habían pasado dieciséis años desde aquel día, y muchas cosas.

- ¿Sí? ¿Quién es, por favor? – el familiar timbre de su voz le devolvió a la realidad.
- ¡Hola Araceli! ¡Soy yo, Andrés!, ¡No sé si te acuerdas de mí! – ahora sabía que sí.

En el silencio que se palpaba al otro lado se percibió un leve suspiro, y esta vez la voz adquirió su antiguo tono de vida, igual que cuando se conocieron.

-¡Andrés! ¡Claro que me acuerdo de ti! ¡Por favor! ¿Cómo se te ocurre preguntarme eso? ¿Qué tal estás? ¿Que es de tu vida, y cómo me has encontrado después de tanto tiempo?

Así la recordaba, directa y sincera, a pesar de que le mintió en lo más importante. Pero la había perdonado hacía tiempo, cuando llego a comprender el sentido del sacrificio que había tenido con sus propios sentimientos. La pregunta siguiente era inevitable.
-¡Yo estoy bien, ya te contaré! Pero primero hablemos de ti…
¿Qué pasó con Ángel? ¿Sigue igual? – esperaba y temía la respuesta. No sabría que contestarle si era positiva.

- Murió hace cinco años, sin ninguna mejoría y ayudado por una máquina al final, para respirar. Estuve junto a él hasta el último momento – no esperó la siguiente pregunta –. Y hace dos años conocí a un hombre y estamos preparando la casa en el pueblo para irnos a vivir juntos dentro de unos meses, a probar que pasa. ¿Y tú, que tal?


No sabía por donde empezar. Tenía tanto que contarle y sobre tantas cosas que necesitaría muchos días para hacerlo, y sólo optó por decirle lo más importante de su vida en esos momentos.
-¡Ya no soy diabético! ¡Me han transplantado hace un año y medio de páncreas y riñón y puedo comer de todo, y no necesito insulina!

La respuesta fue casi innecesaria, su grito de júbilo lo dijo todo.
-¡Dios mío! ¡Que cosa tan increíble! ¿Cómo te sientes ahora? ¡Dios, es un milagro! ¿Qué has hecho durante estos años?

- ¡Bien! Me transplantaron en Córdoba, y desde que llegué allí quería buscarte, pero no me he decidido hasta ahora.

Quería continuar, y decirle que había esperado hasta que había engordado más de veinte kilos, y las muchas huellas que el paso del tiempo y la vida le habían dejado marcadas en la cara se le hubiesen disimulado un poco. Que había perdido un ojo y muchas vidas, pero no dijo nada de eso. Esperó la pregunta ansiosamente, y llegó y la sintió de corazón.

-¿Cuándo vienes a revisión? ¿Podríamos vernos cuando vinieses la próxima vez? Mis padres murieron hace unos años, pero a mis hermanas les encantará verte otra vez, y a mí también. Hace cuatro años fui a tu pueblo y te ví. No parecías tú, y me dijeron que estabas con una mujer y varios niños. No me atreví a acercarme.

Se quedó perplejo pues no se esperaba la noticia. Y de repente sintió vergüenza, y quiso terminar la conversación, como fuese. No le prometió nada, la próxima vez sería en un mes, y ya vería como andaba de tiempo - y de dinero también, pero eso no se lo dijo -. Después de varias palabras de mera cortesía para despedirse, terminó la llamada con un escueto…
- ¡Hasta pronto!

Sintió como le sudaban las manos y se dio cuenta de que había estado apretando incontroladamente el teléfono sobre su oreja. Lo dejó sobre la mesa y se dirigió a la cocina. Agarró un vaso de agua y volvió al salón, derrumbándose sobre el sofá. El corazón le latía muy rápido; oír la voz de ella comentándole tan abiertamente que había regresado a buscarlo le había removido algo muy profundo en sus entrañas.

No le parecía normal, los sentimientos que le embargaban le eran prácticamente desconocidos. Con casi cuarenta años, quince de ellos se los había pasado viviendo en otro mundo, ajeno a cualquier deseo que no fuese el de galopar a lomos del “caballo de la muerte”.
No le había frenado nada, ni la familia que le adoraba, ni los amigos que le veneraban por su simpatía y compañerismo, ni las mujeres ni los hijos que había tenido en esos años, ni el recuerdo de Araceli y de su primo que finalmente había sucumbido a la temible “galopada”. Ni tan siquiera su condición de diabético.

Todo lo había vivido desde una infranqueable barrera a la que no se acercaba nada, ni el amor, ni las risas ni los llantos, ni la riqueza ni la pobreza, ni las entradas de los veranos ni de los inviernos, ni hermanos ni padres, ni hijos ni sobrinos… tan sólo lo acompañó la mentira y la soledad, pues fue su vicio solitario, que no compartió nunca con nadie.

Viajes extraños a lugares donde sólo habitaba él, libre de enfermedades y cargas, de miedos y peligros, acompañado siempre por la Dama de la Mentira que era la heroína, a la que conoció pensando que abría las puertas del paraíso y cayó de cabeza en las entrañas del infierno, llenando su vida de una extraña desesperanza que lo había atrapado durante todo ese tiempo.

Las irreparables pérdidas de amigos y familia acontecidas en aquel lapso de tiempo apenas habían rozado su corazón, excepto cuando se fue su madre, aunque también lo recordaba como en una evanescente nebulosa que aún no se había disipado, recordándole que había sido prisionero de su propia voluntad, como si de una vulgar marioneta se tratase.

La probó casi nada más llegar a Canarias, la heroína, en una reunión con varios conocidos de Cádiz. Él era el más joven, y recordó lo mal que le supo la primera vez. Pero fue sólo eso, la primera vez. Después ya no, se hizo adicto prácticamente desde el principio, y trabajó únicamente para pagarse su vicio, viviendo en las mismas obras donde trabajaba, hasta que casi tocó fondo y volvió al pueblo y a su primer centro, de los muchos que siguieron después.

Durante mucho tiempo pensó, en sus pocas etapas de lucidez, que quizás lo había hecho por culpa de ella, porque en verdad se había sentido destrozado y engañado, pero lo descartó después de haber conocido a la tercera mujer que pasó por su vida. También se enamoró de ella y no dejó la droga por eso.


Pero un día, en una de sus etapas de desintoxicación, mientras que hablaba con uno de los psicólogos se dio cuenta de que también había sido porque sintió el verdadero alcance de lo que significaba ser diabético, a pesar de que los médicos le repitieran hasta la saciedad que con la dieta estrictamente controlada al principio y la insulina, tendría una vida normal. Pero él no lo sentía así, y fueron muchas las veces que se sintió alienado en cumpleaños y fiestas, cuando no existían aún los increíbles “sin azúcar” que fabricarían años más tarde. Aún así, siempre decía que no era lo mismo el turrón normal que el de diabéticos, y el hecho de haber entrado en el sórdido mundo de la droga, había sido un estúpido desafío a su enfermedad, que continuaba implacable, minando cada órgano de su cuerpo, ayudada por la desgana y la desidia con la que él vivía su vida.

Estuvo unas cuantas veces al borde de la muerte, llegando casi hasta el coma diabético, del que milagrosamente se había escapado en varias ocasiones - más de las que podía recordar -. Perdió un ojo en su única operación de retina, y por fin, le fallaron los riñones. Ahí fue verdaderamente, cuando se dio cuenta de que no había percibido de manera absoluta el estado real de deterioro al que había llegado su cuerpo.
Recordaba claramente como estaba con el tratamiento de metadona, en su última fase, cuando tuvo que comenzar con las duras sesiones de diálisis a las que se tuvo que someter durante el último año antes del transplante.
Fue el período más duro, tenía problemas con las fístulas, con las venas, con todo, y los nervios le jugaban una mala pasada de vez en cuando. Además, la situación económica y personal de la familia que le esperaba en su casa no ayudaba en nada.

Las responsabilidades que él mismo se había buscado en una época en la que todo se reducía a buscar y conseguir la droga de la manera más fácil le habían llevado a embarcarse en una pseudo familia que le permitía moverse en aquel mundo sin levantar sospechas.
Una familia formada por otras personas y que él asumió como propia; que cada día le había ido pesando más y a la que había terminado por abandonar meses antes de la operación, en parte, porque no podía mantenerse ni a sí mismo y tuvo que recurrir una vez más a la caridad de la verdadera familia que le quedaba, y que nunca le había abandonado.

También porque al haberse limpiado totalmente de la lacra mental y física que le había dejado la maldita droga, se sintió sucio y vacío, y lo único que podía ver era que necesitaba alejarse de aquel mundo y de toda la gente que le recordaba algo del mismo.

Pero ahora todo era diferente. Se había dado cuenta hacía unos meses, cuando llevaba cuatro viviendo con los órganos de otro, aquella bendita alma que le había devuelto la vida.
El no ser esclavo de la aguja y la insulina le había supuesto más que cuando consiguió dejar primero las drogas y luego el programa de metadona en el que había estado durante tres años. Esto lo había conseguido sólo, pero la esclavitud de la medicación con la que había estado sobreviviendo todos esos años había sido obra de alguien más.

Al principio le costaba trabajo decir “gracias a Dios”, pero conforme pasaban los días y su cuerpo se fortalecía, y la primera vez que consiguió comerse un bombón de helado Mágnum - de los que llevaba tantos años viendo en los carteles veraniegos de las heladerías y kioscos y que nunca había podido saborear sin ninguna reacción adversa - en verdad creyó en los milagros, y fue la primera vez que entró en una iglesia después de muchísimos años, para rezar un padrenuestro que apenas recordaba, por la memoria de aquel chaval joven, que había tenido que morirse en la provincia de Córdoba para que él, un drogadicto rehabilitado, pudiese volver a vivir la vida que ya casi había olvidado.

El impacto había sido brutal. No se esperaba que una de sus hermanas le hubiese tomado fotos mientras que permaneció en la UCI y en la unidad de aislamiento del hospital Reina Sofía de Córdoba recuperándose lentamente de su transplante. Se quedó sobresaltado.
Recordaba los dolores, y la incomodidad, pero nunca podía imaginarse que su imagen resemblaba la de un Cristo caído, cubierto de cables, parches, y rodeado de máquinas; que su rostro había sido ese durante los últimos quince años. Quizás porque apenas se había detenido a mirar su imagen en un espejo durante todos esos años, no quería ver el semblante que tenía una persona derrotada, herida de muerte por las propias heridas inflingidas a sí misma.

Desde ese día habían pasado muchos meses, y poco a poco había ido viendo como su cuerpo agradecía el mimo que le prodigaba. No fumaba, daba largos paseos, empezó a meditar y a hacer ejercicios suaves de yoga, y con su único ojo y ayudado por una lupa comenzó a leer y a estudiar libros sobre programas de rehabilitación de las drogas.

Este era el nuevo Andrés que él quería que la sociedad volviese a encontrar. Ya había hablado con el director del centro de rehabilitación de drogadictos del pueblo y lo tenía decidido, empezaría a trabajar ayudando a que otros que aún andaban metidos en el sombrío mundo de las drogas consiguieran dejarlo, lo mismo que él había hecho. Esta vez, lo mismo que había logrado hacer con su enfermedad, quería enfrentarse cara a cara, y desde el otro lado, con aquella vida que le había marcado durante tantos años.

Y por eso, aquél día había decidido volver a buscar a Araceli. Y ahora que la había encontrado, podría quizás cerrar aquel paréntesis que nunca debió haber abierto. Estaba seguro también, de que con la ayuda de su recuerdo podría volver a encontrar otra vez al Andrés vigoroso y divertido, que planeaba recorrer el planeta en busca de aventuras, que siempre hacía reír a todo el mundo con sus chistes, el qué se preocupaba de que todos estuviesen bien y que ayudaba a todo el que lo necesitaba aún si pedirle ayuda.

Ese era el Andrés que ella encontraría, a pesar de las sombras de otra vida…






Dedicado a José Ramón, un luchador que aceptó el desafío.
¡Feliz Cumpleaños!


Al Hospital Reina Sofía de Córdoba, ¡un millón de gracias para siempre!

Mayo 2006
Todos los derechos reservados
copyright Lola Orcha Soler
Publicado por Ediciones Atlantis Junio 06

Texto agregado el 08-07-2006, y leído por 329 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-10-2008 ¡Que barbaro! Quién dijo que las historias largas no pueden ser buenas. Un cuentazo. Felecitaciones. permiso
28-09-2006 Sencillo, sentido, ameno y muy logrado, Se pinta y trasmite fielmente las sensaciones de un hombre enfermo. Sus esperanzas, sus ansias y también sus desdichas quedan reflejadas en un relato que me hace pensar que la historia es tan real como la vida misma. Conseguiste hacer un trabajo muy digno y muy humano. Noguera
28-09-2006 Sencillo, sentido, ameno y muy logrado, Se pinta y trasmite fielmente las sensaciones de un hombre enfermo. Sus esperanzas, sus ansias y también sus desdichas quedan reflejadas en un relato que me hace pensar que la historia es tan real como la vida misma. Conseguiste hacer un trabajo muy digno y muy humano. Noguera
13-07-2006 Un texto muy trabajado. Perfectamente tejido. Un placer leer esta historia. Felicidades y 5 estrellas. jau
13-07-2006 muy buena trama me envolvio!!!***** gfdsa
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