La vieja calle siempre ha estado ahí, pero… ¿que tontería no? ¿Quién piensa si las calles han estado o no siempre? Las calles son como las personas, siempre están…. ¿O no?. Mi calle se llama “El Callejón de la Luna”. A medio camino entre pasadizo algo grande y callejuela pueblerina en medio de una ciudad que amenaza con tragársela a golpe de licencia de obra. Hay desconchones en muchas paredes, algún rastro de tiza medio borrada en el asfalto, resto de algún juego infantil del que también me hice partícipe cuando aún creía que David el Gnomo era real, hace tanto tiempo………. Si sales a caminar por sus aceras, donde siempre hay algún sempiterno resto canino, puedes escuchar las apagadas conversaciones de los vecinos.
Las telas mojadas y olorosas de jabón cuelgan de cuerdas en aparentemente endebles estructuras oxidadas pero que jamás las verás caer. A veces juego a ir adivinando los guisos y pucheros que cada vecino se trajina para el día, los olores son parte inseparable del lugar: garbanzos, papas, sopas, carnes de todo tipo, pollo, ajo, cebolla, huevos fritos, tortillas……
Los viejos portales sin puerta, escalones gastados de tristezas, alegrías, correrías, subidas cansadas, bajadas tranquilas, besos al volver robados al reloj en el último minuto de la despedida……
Se han visto salir “nuevas novias níveas” si me permiten la absurdez. Y todos nos asomamos para ver a la hija de la Carmencita partir en un coche alquilado negro y brillante, para rara vez verla otra vez por aquí, y todos diciendo que el novio era bueno y que se van a vivir a un pisito en la Rambla.
También las escaleras que bajan del jardín tienen vida propia, árboles que por entonces eran fortalezas de juegos infantiles, hormigas que ahogábamos en sus hormigueros, hoyos para jugar a la canica, piedras que más de una vez ví demasiado cerca para luego al día siguiente ir diciendo a todos: “¡Mira! Seis puntos que me han dado” y todos alrededor tuyo mirándote la brecha y por un momento sentirte casi un héroe de cuento. A medida que los años se caían del calendario, los que antes me miraban la brecha, ahora son todo ellos “brecha”, rotos en si mismos, rotos por cosas que nunca deberían haber existido. Sentados desde la mañana hasta la noche en los muros de la escalera, sus ojos lagrimean tiempo perdido, vida perdida. La droga su único sino. Les saludo al pasar, me suelen responder con un movimiento de cabeza. De vez en cuando alguno se me acerca para pedirme dinero. No queda nada de aquella infantil e inocente amistad. Le doy algunas monedas, pero en la conciencia se me planta la semilla de la duda, no se si hago lo correcto.
A veces una ambulancia desembarca por la zona, trae luces, se lleva a alguien. El revuelo es monumental, los comentarios resuenan en el callejón:
- Es Antoñito el relojero, creo que le dio un “paralís” y se cayó.
-No, no, es Dña Amada (la loca como la conocemos todos) que el marido le ha vuelto a aflojar.
Las noches de verano son fantásticas, muchos nos salimos al fresco nocturno y comenzamos un ritual:
-¡Epa!
-¡Opa!
Nos saludamos. Metemos baza hablando del calor que hace, del partido de esta tarde, y seguimos luego con temas profundos: La vecina del tercero, la del “Yorsai”, que anoche otra vez se la oyó “trajinando” con alguien de “madrugá”. Escándalo general. “¡Pero si es viuda!” dice alguien aun medio despistado.
Los críos corren de un lado a otro como sin creerse que a esas horas de la noche, después del telediario, el parte como mi abuelo lo llamaba, pudieran campar a sus anchas y encima no había colegio al día siguiente. Las vacaciones de verano era esa época mágica que todos deseábamos ver llegar.
Recuerdo los partidos de tenis, uno con raqueta de madera y otro con la de cuerdas (todos lo envidiábamos), bicicletas, petardos en San Juan, batallas entre grupos, peleas, costras, algún ojo morado,
Recuerdo el chándal que no debías romper bajo amenaza de muerte por parte de tu madre y que…. ¡joder se te rompía de nada! No aguantaba ni un triste revolcón al tirarte para parar un penalti.
Aún existe la tienda de Chano, y la de Santiaguito. Venden chucherías, aceite, cebollas, pan, el periódico y una especie de dulces azucarados que exponen detrás de vitrinas que han visto mejores tiempos, más que verse a través, se adivina. Allí las vecinas cuando llegan preguntan quién es la última, los maridos bajan a tomar un botellín, saludando con un meneo de cabeza a todo el que entra.
Es ahora, de madrugada, cuando un búho reposa sus alas en lo alto de mi tejado y la luna creciente ilumina todo el callejón.
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