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LA CASA VACÍA


Me habían dicho que el sólido muro que separaba del mundo exterior la enorme casa colonial, evidenciaba el carácter hosco de su único morador. Después comprobé que se equivocó el que hizo semejante afirmación porque Gualberto Paso era un hombre cordial, hasta podría decirse que amigable.
Vivía solo, rodeado de muebles, objetos y libros antiguos. Sus hábitos también parecían los de un viejo, con frecuencia dormía poco y solía levantarse a media noche para leer, beber café y fumar. A veces se daba a la tarea de perseguir algún molesto zancudo por toda la habitación, hasta que lo deshacía de una palmada mascullando una imprecación irreverente.
Tenía solamente veintiséis años, y muchos de los que alguna vez sostuvieron con él conversaciones serias o triviales, siempre terminaban preguntándose cómo era posible que viviese en una soledad tan pesada y fastidiosa. Eran contadas las veces que salía a la calle, acaso tres a la semana, entonces se le podía ver paseando por la plaza a la hora en que había menor asistencia de personas, cosa que ocurría con frecuencia ya que las frías temperaturas obligaban a la gente a buscar temprano el calor de los hogares. Caminaba cabizbajo, sumido en quién sabe que hondas cavilaciones, siempre con traje formal, gastando bastón y sombrero de paño a la usanza de épocas muy distantes a la suya.
Un año, las fiestas que hubo en la ciudad fueron ochocientas setenta y tres. En medio de tanta diversión casi nadie notó la ausencia de Gualberto Paso, pero los que la notaron hicieron comentarios malignos o burlones hasta que, como ocurre con todos los que se atreven a romper alguna norma férreamente establecida, por la ciudad entera circuló la versión de que Gualberto Paso estaba loco.
Cierto día, Régulo Barrientos en compañía de dos ayudantes traspuso el muro de la vieja casona. Andaban en una misión sanitaria, fumigando las viviendas con un líquido blanco de olor nauseabundo que tenía el poder de acabar con los mosquitos y los roedores, aunque también afectaba –sostenían algunos- el comportamiento de las personas y los animales domésticos.
-Pasen –dijo Gualberto con sequedad abriendo la puerta de molduras antiguas.
-Venimos a...
-Sé a lo que vienen –cortó con tono seco- En el traspatio hay una caseta llena de cachivaches. Hay un lavabo al que se le rompió la cañería formando un criadero de mosquitos horrible, por favor extermínenlos.
A Régulo se le iluminó el rostro con cierto aire perverso al verse frente al macilento jovenzuelo, pues se consideraba muy sagaz para hacer bromas a costa de cualquier persona cuyo comportamiento le pareciese excéntrico, y aquel –pensó- era un caso verdaderamente singular.
-Esto parece un ambiente de cementerio – comentó socarronamente- Deben haber aquí muchas ratas y quién sabe que otros bichos y alimañas. ¿Es esa la única compañía que le agrada?
Gualberto no respondió
-Parece que es sordo – dijo uno de los ayudantes con sorna.
Gualberto los envolvió con una mirada gélida
-Hay otros seres aquí –dijo con voz grave.
-No lo dudo – replicó Régulo siempre con tono burlesco- A todos los exterminaremos, a menos, claro está, que nos encontremos con alguien con caderas bien redonditas lo que creo imposible ¿No es cierto, amigo?
Gualberto esbozó una sonrisa lívida como el color de su tez. Caminó hacia una habitación del fondo, pero Régulo no pareció dispuesto a que le echase a perder la oportunidad de burlarse y poniendo en la voz una fingida tonalidad de asombro espetó:
-Debe ser perro vivir solo en un mausoleo como este ¿Verdad, amigo? ¿Es que acaso en esta miserable ciudad no hay hembras? ¡Ja! Va a terminar convertido en una momia.
Gualberto se detuvo en seco. Clavó su mirada fría en su interlocutor y un gesto entre impaciente y cínico bailoteó en sus labios exangües. Pareció acentuarse la terrosa palidez de su rostro y Régulo no pudo menos que experimentar un íntimo estremecimiento.
-Le dije que hay otros seres aquí –dijo Gualberto con sequedad.
Régulo le lanzó una mirada furibunda
-¡Bah! Yo pienso que usted debería aprovechar mejor este sepulcro acompañándose de un par de licenciosas ¿O acaso no le gustan?- replicó Régulo molesto.
-¿Sabe? –dijo Gualberto como hablando consigo mismo- Hay una hermosa mujer aquí conmigo, por las noches siento su cercanía y me estremezco. Ella es alguien muy.. especial.
-Si, hombre, por supuesto –cortó Régulo con tono burlón- ¿Y dónde está esa dama en este momento? ¿Le importaría presentármela?
- Usted tendrá oportunidad de conocerla, ella es tan amorosa o... impetuosa.
Régulo dejó escapar una sonora carcajada siendo imitado por sus ayudantes
-Y supongo que debe tener unos grandes ojos azules, piel de seda y..
-Sí. Así mismo es – interrumpió Gualberto sonriente – Usted... la conoce ¿No es cierto?
-Que si la... ¡Oiga, amigo! Yo no estoy demente como usted, todo mundo sabe que vive tan solitario como un lechuzo abandonado. ¡Bah!
-Eso no es exacto, amigo, se lo aseguro –respondió Gualberto
Los rayos del sol se colaron por los altos vitrales desdibujando las siluetas. Una abeja impertinente cruzó en ese momento batiendo sus alas con exaltación, rompiendo el silencio con su zumbido difuso y monocorde. Afuera, en el patio, la leve brisa agitó los arbustos con suavidad y unas mariposas escribieron en el aire sus increíbles trazos que se deshicieron en la nada.
Régulo sintió que un escalofrío inexplicable recorría su espalda. Sus ayudantes habían salido al patio, así que comenzó a asperger el líquido con energía por los rincones de la habitación. Gualberto no se movió de donde estaba. Su fría mirada no se apartó de su interlocutor y esto evidentemente molestó a Régulo quien dijo entre dientes.
-No hay duda, amigo, la soledad le hace ver micos pintados por todas partes. Siga mi consejo, tráigase a esta casona una mujer de carne y hueso para que le quite la alucinación, de lo contrario la próxima vez que lo visite será en el manicomio.
-Lamento que se sienta defraudado – dijo Gualberto con voz monótona - No es mi culpa que no se haya divertido a mi costa como lo esperaba. ¿Ha notado la extraña oscuridad que empieza a invadirlo todo? Son apenas las nueve de la mañana pero tengo que encender las luces porque no se mira nada.
Demudado, Régulo se percató hasta en ese momento de la verdad de aquella afirmación. Inexplicablemente todo estaba sumiéndose en una absoluta penumbra.
-¿Qué... qué diablos está pasando? –balbució con voz quebrada por el temor.
En ese momento los dos ayudantes entraron a la habitación. En sus rostros pálidos y desencajados se advertía una mueca de temor indescriptible.
-Wilfredo, Antonio... ¿Qué les ha pasado?- inquirió Régulo con tono exaltado.
No hubo respuesta, Los dos hombres parecían haberse quedado sin habla en forma repentina.
-No hay nada que temer –expresó Gualberto con voz fría- Esto es natural, siempre ocurre antes del encuentro.
-¿Qué.... qué encuentro?- tartamudeó Régulo acobardado.
-Señores, quiero que pasemos al comedor, hay algo que deseo mostrarles -respondió Gualberto gravemente.
Entraron. La puerta se cerró tras ellos con un golpe seco, luego, algo como vértigo, como si cayesen al vacío.
Adeliana Vassari la italiana que compró la antigua casona, era una mujer práctica y emprendedora. A su carácter inquieto y alegre unía una radiante hermosura que parecía acentuarse a sus treinta años. Nadie en la ciudad se explicaba la soltería de la atractiva dama. No se le había conocido ningún pretendiente desde el día, ya bastante lejano, en que llegó a la ciudad. Su casa, desde luego, era visitada asiduamente por hombres de todas las edades, atraídos por la belleza de la joven, pero ella siempre se mantuvo indiferente a los reclamos de sus admiradores.
Entre los que la visitaban había muchos hombres con compromisos de familia, y tal circunstancia, como era de esperar, hizo que las señoras comenzaran a ver a Adeliana con ojos de recelo, primero, y luego con franca hostilidad, ante la sospecha de que la extranjera hubiese seducido a sus maridos.
Vivían en casa de Adeliana tres jovencitas que la ayudaban en los quehaceres domésticos, en cambio, ella les enseñaba secretos de cocina, de canto y de baile en todo lo cual era una experta. Alguien -probablemente la esposa de alguno de los visitantes- divulgó el rumor de que en casa de Adeliana se celebraban noche con noche tremendas orgías, lo que explicaba la asiduidad de los hombres. De modo que las señoras comenzaron a elucubrar la forma de deshacerse de ella.
Ante aquellos comentarios maliciosos Adeliana guardaba silencio. Los que la miraban radiante de alegría ignoraban el íntimo secreto que la joven guardaba con extremado celo. La mañana en que Gualberto Paso entró al comedor junto con los tres hombres de la misión sanitaria, ella no se percató de su presencia hasta el momento en que él habló:
-Adeliana, amor mío, ven acá
-¡Gualberto, Oh Dios, por fin has regresado!
Es difícil describir la expresión de ambos jóvenes en aquel encuentro. Fue de arrobamiento o de éxtasis ¡Quién sabe! Los acompañantes de Gualberto no daban crédito a sus ojos cuando vieron a los dos amantes fundirse en un beso prolongado. Aquellos hombres sólo eran la sombra de sus sombras.
Giró el reloj: una, dos, tres, millones de veces. En una esquina del comedor una araña se balanceó como diminuto péndulo colgando de su hilo.

Texto agregado el 07-07-2006, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


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