Eran las seis de la mañana, Cristina apenas se arreglaba con aquel hermoso vestido azul turquesa que Pedro le había regalado hacía dos años por su cumpleaños. Los botones, finamente cortados, estaban un poco flojos y aquel cuello decorado de hermosos encajes estaba cada vez más arrugado y sin embargo, sin darle gran importancia a tan minúsculos detalles, procedió a recoger su larga y abundante cabellera que a Pedro tanto le gustaba.
Dos horas más tarde bajó para ir hacia la cocina. Los platos de la cena anterior aún yacían sobre la mesa. El plato de Pedro seguía tal y como ella lo había acomodado la noche anterior y, un poco desanimada, se quedó mirándolo por largo rato, pensando que, quizá, hoy Pedro si probaría bocado si no estuviera tan ocupado. Cada vez se preocupaba más por el estado de salud de aquel hombre que era lo que más amaba en la vida.
El día estaba soleado y, como siempre, Cristina se ocupaba de sus quehaceres diarios con el mismo entusiasmo que día con día le llenaba el alma con la esperanza de ver a su marido y recordar a su lado todas aquellas adversidades que los dos habían vencido con tal de estar juntos. Su joven corazón palpitaba con fuerza al mirar aquellas fotos de su boda, tan sencilla pero a su vez elegante. Había algo en Pedro que desde el primer día la había cautivado y desde ese entonces sus sentimientos eran incuestionables.
Dieron las dos de la tarde y Cristina se concentraba en sus, a veces, interminables tareas. A esa hora, al igual que todos los días, la cocina ya estaba reluciente y la oscura madera de los pisos brillaba gracias a su pulcritud. Las cortinas amarillentas habían sido remendadas y aquellos manteles de algodón de colores pastel ya estaban lavados. Todo parecía tomar forma de nuevo.
Terminadas las tareas, la cena no se hizo esperar, Cristina estaba segura de que Pedro estaba a punto de llegar. Desde el fondo de su corazón esperaba que no se hubiese distraído en el camino o que su trabajo no le impidiese llegar a tiempo. Pedro siempre había sido un hombre de bien y responsable y estaba segura de que si una misión se atravesaba, el no dudaría en cumplir con lo asignado.
Finalmente dieron las ocho de la noche y todo estaba en absoluto silencio. Ella sabía que Pedro llegaría en cualquier momento, estaba segura de que ese era el día. Su cara irradiaba esperanza y desesperación a la vez. No había nada que añorara más que escuchar el rechinido de aquella vieja puerta que por años había estado cerrada. Su piel blanca estaba iluminada con la luz de la luna llena proyectada a través de su ventana, sus labios rojos carmín estaban cerrados y sus manos descansaban sobre sus delgadas piernas.
“Estaré bien, volveré para la cena, te lo prometo” dijo Pedro un par de años atrás mientras acariciaba tiernamente el rostro de su amada Cristina. La guerra los había separado y desde aquel día, ansiosamente, Cristina preparaba la casa para que Pedro, al volver, sintiera aquel calor de hogar que quizá tanto había extrañado en el campo de batalla.
Bajo la inmensa luna llena, una vez más, la mente de Cristina se llenó de temor al pensar que quizá Pedro no llegaría esa noche. Cada vez era más probable que la guerra se lo hubiera llevado para siempre. La esperanza en el corazón de Cristina poco a poco se desvaneció al menos por aquella noche; sin embargo, ella estaba convencida de que la puerta sería la que mañana quizá marcaría un nuevo destino. Cerró sus ojos, recordó la apacible y profunda mirada de su esposo mientras, esta vez, aquella perilla giró, y al fin, después de tantos años de espera, la puerta se abrió.
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