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A partir de 1910 estalló la revolución mexicana y se vieron envueltos muchos habitantes de los campos de nuestro país, en la lucha y en las consecuencias que la misma generó. Algunos tenían y llevaban un burro, pero los demás, casi la mayoría, se fueron a pie.
Al bisabuelo, que era hombre respetado en la localidad, creían que no lo iban a molestar, porque él era como la conciencia no sólo de aquella gente de la ranchería, sino de toda la región del centro del país. El bisabuelo les decía a muchos lo que debían hacer en cada caso. Era él quien les daba los mejores consejos a los matrimonios en problemas. Aquél que estaba siempre dispuesto a escuchar a cualquier persona, a cualquier hora. Una vez, fueron de noche a platicar con él hasta unos bandoleros. Se le consideraba como un especie de sacerdote, porque sabía rezar y la gente iba con él para pedirle —porque sabía tantas cosas y también rezaba muy bonito—, que le dijera al Señor lo grave de sus enfermedades y sus problemas.

Pero, precisamente por eso, no lo iban a dejar. Exactamente se lo llevaron para tener en él un hombre que hiciera fe de que cuanto hacían era bueno. Se luchaba por un ideal, se luchaba por los campos, por aquel pedazo de tierra que había pertenecido a sus antepasados y en el que vivían como esclavos, siendo ellos los verdaderos dueños. Por eso, era necesario que esta conciencia calara fuerte y se clavara en la mente religiosa de aquellos rancheros; porque, todos los campesinos, que sin conocer la teología de santo Tomás de Aquino, vivían la realidad de la misma, a la letra, no queriendo hacer daño a nadie, y antes prefiriendo sufrir, dejando su propia vida, porque no está permitido quitársela a los demás.

El bisabuelo, por su natural de hombre de bien, fue siempre un pacifista, y había rechazado desde el principio la forma violenta como se pretendía arreglar aquella situación. Ya le había dicho y anticipado a la gente todo cuanto se venía venir; por lo cual, aunque se quedó perplejo cuando se le plantó en frente el capitán Navarro, para pedirle que lo acompañara, recordó inmediatamente cómo tantas veces había advertido a la gente que la historia enseña que una revolución no cambia nada.

"Las Revoluciones hasta ahora nada han cambiado, —había repetido tantas veces el bisabuelo—. Los hombres empeñados en hacerlas, se mueven guiados por personas más listas, que al final serán quienes se aprovechen del mar revuelto. Las revoluciones externas, no podrán cambiar nunca la situación crítica y de miseria en que viven sumergidos los pobres. No lo han podido hacer hasta hoy, —sentenciaba sin detener su discurso el bisabuelo—. Porque, es un camino equivocado, un método absurdo, un querer parchar una tela abriéndole un boquete mayor. Buscan un diamante en medio de un lodazal; quieren hallar una blanca estrella en el fondo y corazón de la tierra.
Por eso, al final de todas ellas, cuando se vence una batalla, o se acaba el conflicto, se van los caudillos con sus conquistas y botines; con sus premios y recompensas muy galanos los condecorados. Y, al sentirse de la alta clase y sociedad pudiente, porque tienen dinero, comida abundante, diversiones, etc., se olvidan de que fueron pobres y de los pobres. Y cuando se les acaban sus bienes, inventan otras guerras, para seguir ellos con el poder y continuar disfrutando del patrimonio de los demás. Ya saben que todo se consigue con la sangre de los pobres.

"Desgraciada, o afortunadamente —decía el bisabuelo—, sólo los pobres se acuerdan de los pobres. Ellos sí saben de hambres, de dolores y miserias, y cuando las encuentran vivas en los demás, la compasión y el sentimiento humano de la desgracia que los une, los hace ser solidarios de verdad, sanando con sus mismas heridas. Ellos sí son capaces de abrir todavía más sus laceraciones por el sacrificio que hacen al dar desde su misma pobreza, pero con la curación y satisfacción profunda de que aliviaron una llaga de alguien que sufría lo mismo o todavía más que ellos. Y duermen siempre contentos y descansan, y hasta les sabe el sueño. Y para ellos el sueño es alimento y vida, porque su conciencia está tranquila.
Por eso la gente se aprovecha de los pobres, y los envuelve en sus sueños heroicos y de conquistas ambiciosas. Pero, no crean, —predicaba el bisabuelo—, ya está despertando la conciencia de la gente, y por muy pobres e indigentes que sean, ya no les creen a los revoltosos. Los pobres son desdichados que carecen de todo, sí, pero de nada necesitan; se valen por sí mismos; por eso, menos los encandilan sueños de altura. Y, si van tras el cabecilla que les calentó la cabeza, no es por ellos, sino por sus hijos. Sí, los pobres aman a sus hijos. Los pobres son abnegados, sacrificados y quieren siempre el bien de los demás, y sueñan con un mundo mejor para todos, aun que queden excluidos ellos mismos. Esto lo saben de antemano.

"Predicaba también el bisabuelo que si se quiere cambiar algo verdaderamente, habrá que comenzar a buscar en lo más interior del hombre; se ha de atacar desde la raíz del mal, allá en lo profundo de la conciencia de cada uno, que es donde se anidan todos los males y desde donde los corazones insensibles esparcen espinas de odio y ambición, de rencor y lucha fratricida; y esto es, en realidad aquello que ha causado los más grandes dolores y sufrimientos entre los hombres a través de la historia.
Por eso, una revolución que esgrima como principales armas la ideología partidista o las ambiciones desleales y tramposas de grupos, y que aspire al triunfo con la fuerza de las armas, que trate de imponer las ideas interesadas y sórdidas de un pequeño grupo, y que busque quitar a quienes están en el poder para ocupar su sitio; —quitar unos para poner otros—, una mentalidad agitadora que no se guía por la verdad, el bien, la justicia, la honradez y la solidaridad, un movimiento que deja fuera el espíritu, ese movimiento estará viciado desde sus raíces.
Por eso —afirmaba el bisabuelo— la revolución o lucha que se lanza al campo de la batalla y arrastra detrás de sí a los hombres pobres e ignorantes, sin ideales altos y convicciones basadas en la fe, en el esfuerzo humano noble y justo, el triunfo de la verdad sobre el error y el engaño, el bien y la justicia que es don para todos, y que en cambio escoge la vía de la violencia premeditada, el odio, y como medio el crimen, la sangre, el denuesto y el desprecio a la persona, es de suyo inhumana y proterva, es engañosa y es perversa.

"¿Dónde está —se preguntaba el bisabuelo— el desarrollo moral y espiritual, la superioridad mental, la evolución y humanización del hombre, después de tantos siglos de experiencia? Porque cuando el hombre se pone a inventar revoluciones hace lo mismo que tantos animales salvajes: el hombre lucha con los demás para quedarse con la hembra y poder disfrutar egoístamente, él solo, del bien que está hecho y fue creado para todos y en bien de la misma vida.
"Ciertamente que ha de haber una revolución —arengaba el bisabuelo— y ésta se hace indispensable, porque la vida es lucha. Sí, ha de existir y debe hacerse una verdadera revolución, pero es una lid que todo hombre ha de librarla ineludiblemente él solo. Porque el hombre no es un ser estático; cambia y es capaz de cambios, y esto nos lo dicta la ley de la evolución continua inscrita en todo lo creado, porque "todo se mueve" hacia un punto que se llama perfección, y si se quiere, Dios mismo. Pero la verdadera revolución, por más que los hombres no la acaben de entender nunca, para que sea verdadera, es y debe ser interna. No hay revolución más grande que ésta, la cual se lleva cabo en el interior del corazón, y de la cual el hombre huye constantemente porque se tiene miedo a sí mismo, a su tremenda realidad que lo hace superior a las mismas estrellas.
Los hombres se dedican y embeben en mil y una cosas, en reclamos y desahogos, en alimentar ambiciones para que le llenen esa sed de infinito, pero que está dentro de sí mismos, rescaldándole las entrañas y no se atreven a asomarse. Mientras el hombre siga buscando fuera, siempre estará en la periferia y no llegará al corazón de las cosas, al manantial y a la fuente que lo podría saciar a él y quitar la sed de muchos más, según su campo, territorio o radio de acción.

"Para que el hombre se descubra señor del mundo, dueño de todo, es necesario, pues, que haga una revolución; pero esa ha de hacerla cada uno en contra de sí mismo —especificaba el bisabuelo—. Hay que excavar dentro, en lo profundo de uno mismo. Así como para poder descubrir el corazón del mezquite, que es la madera más consistente y durable que existe, es necesario quitarle primero su cortezuela o tecata, luego las siguientes capas, hasta llegar a lo más profundo y fuerte; así también el hombre ha de dejar sueños, ilusiones, fantasías, ambiciones, afanes de poder y riqueza, para poder descubrir quién es él, y aquello que de verdad necesita hacer para ser realmente feliz, para poder ser hombre, que es lo único realmente importante.
Ser hombre, es llegar a su centro, llegar a su corazón y su misterio de luz y vivir siempre desde ella. Ser hombre es tener fe, esperanza y amor; cualidades o virtudes que nos ponen en contacto con la Realidad misma. Es por eso que el hombre no puede ser títere de nadie, ni tampoco esclavo, sino él mismo, con su destino inscrito, pero por hacer cada uno en forma personal y responsablemente. Uno en su pensar, decir y actuar. La unidad del hombre es lo que lo hace grande y nada lo podrá echar abajo, porque la vocación a la unidad, es aspiración a lo más alto, ya que Dios mismo es Uno. Y ese es el gran símbolo de los verdaderos credos, la unidad. Por eso el hombre integrado, unificado, dueño de sí, orientado hacia su verdadero rumbo y persiguiendo su meta, el ser que no es perfecto, sino que se está perfeccionando, ése es el hombre auténtico.

"Por eso, justamente —continuaba el bisabuelo— cómo quisiera que todos llegaran a comprender un día aquello que en realidad somos. Y esto, donde nos movemos y existimos. Yo —afirmaba, convencido— aún estando oprimido por el trabajo que me hace responsable de los míos, servidor de una granja y latifundio que amasa fortunas para el hacendado, y sin tener tiempo ni oportunidades para estudiar, viajar, observar, preguntar y saber más de la vida; sin embargo, tengo libre la conciencia, y su luz nadie la opaca. Dentro de mí, solamente yo puedo entrar, yo tengo las llaves; y debo, a la vez que cosecho las papas, cultivo el jitomate, siembro el frijol y los garbanzos, aviento el trigo y desgrano el maíz; mientras ara y barbecha mi yunta y me sirvo de los animales en estos servicios, cuando cargo la carreta y construyo mi casa, etc., entonces, debo y puedo sentirme realizado, porque son acciones queridas por mí: yo soy dueño de hacerlo con gusto o con desprecio, yo soy dueño de desesperar o de meterme con el ritmo de mi vida, de mi condición, de mi aire, de mi tiempo y de mi gusto interno y de mis sueños, dando gracias por ser quien soy.
Nadie puede vivir por mí mi propia vida. Y, si la vivo en libertad, queriendo y amando lo que hago, buscando sólo el bien en los demás y en mí, entonces yo soy dueño y señor de mis actos, porque esto es lo que me hace crecer como persona; así soy feliz porque no soy esclavo de nadie, soy persona siendo señor de mis pensamientos, de mis ilusiones, de todo cuanto amo y estoy lleno. Entonces soy yo, y ser como soy me hace feliz. Poder pensar, decir, sentir y hacer, y esto con amor, eso me hace uno, me identifica conmigo mismo, y cuando soy todo uno es cuando soy yo, entonces vivo de verdad, y me realizo y crezco, tengo más fuerza y mi corazón no me cabe en el pecho. Es por eso que necesito darme en bien a los demás; también para comunicar todas estas experiencias, porque si no soy capaz de decirlas y transmitirlas, tampoco son mías. Esto, porque la persona llena de sí, iluminada de aquello que es su realidad más profunda y alta, se reconoce esencialmente como un don para los otros. El ser humano iluminado por la verdad, aunque sea pequeño y por más insignificante que parezca, puede ser un volcán, pero siempre es un verdadero tesoro para el mundo.
Claro que esta verdad no la descubre el ser vuelto sólo hacia las cosas, el disfrute placentero, animal o rastrero; porque es indudable que únicamente cuando se eleva a las realidades del espíritu, es cuando somos capaces de reconocer todo como bueno, eligiendo lo bueno y conveniente, para remontarse con todo hasta el camino de luz que siguen las estrellas. Sólo purificando y llegando al oro puro, a la diamantina y límpida luz que es el corazón libre y que ama es como se construye la persona. Pero, ni aún entonces el ser humano podría ser de ninguna manera el criterio absoluto ni de sí mismo; mucho menos ser la luz cierta y brillante para guiar a todos los demás. Y, esto, porque es sólo una criatura y no la razón de la existencia. ¡Qué terrible responsabilidad de los que se constituyen en guías de los otros! ¡Qué tremendo juicio para quienes con falsos señuelos conducen al fracaso y olvido de sí mismos a los demás armándolos en luchas fratricidas! Por eso, aparece claro, sí, que la Verdad es. Y sólo hay un Maestro fidedigno de ella, el Cristo. Sólo él es el auténtico y cabal Camino cierto y verdadero.

"Sí —continuaba su discurso el bisabuelo— yo creo en la revolución; aún más, ¡cómo se hace necesaria una auténtica rectificación en el pensamiento enfermo del hombre!; hace falta un cambio de dirección, un vuelco que sea capaz de lograr el desplazamiento de acomodos, egoístas y soberbios; por eso, ante todo es necesaria una transformación una conversión a la bondad, a la justicia, a la generosidad, a la solidaridad, al bien total, para que haya de verdad una renovación profunda, y no únicamente revolución desordenada, alboroto, giro o rotación externa y sólo de apariencias.
El cambio urgente impele a una conversión a la justicia y la verdad; y justicia no es solamente derecho, ley fría y seca, sentencia o condena, sino ante todo una nueva conciencia que sea capaz de ver al hombre como tal, el ser humano que sabe y debe tener compasión y misericordia de todo y de todos, que es lo que lo distingue de las fieras; una visión de unidad para que los hombres viviéndola se reconozcan como hermanos; justicia es reclamo para que haya comprensión, relación, igualdad, honestidad y armonía, pues nadie es mayor que nadie. Pero faltaría, además, la conversión a la verdad: reconocer que todos somos peregrinos en este mundo, que nadie es dueño de nada, y que vamos a una misma estación de llegada. Estamos de paso, y un pedazo de tierra, al final a nadie se le negará, cuando se muera.
Porque, ¿para qué quiero yo un puño de tierra? —"gritaba enfático y en forma solemne el bisabuelo", —¿para qué quiero yo bienes?, si éstos embotan la mente y no dejan ver lo esencial que la vida ofrece: el amor, la amistad, el aire y el sol, el canto y la poesía que teje el día en su ocaso, la noche profunda en su misterio, o el sol y la alborada en su lucha de cada día, para ver quién se sacrifica con su luz para iluminar el camino de los hombres.
—¿Para qué quiero bienes pasajeros? —reflexionaba franciscanamente el bisabuelo, ¿para después tener mil cuidados en defenderlos, y hacer crecer día con día la ambición de aumentarlos, a veces tomando injustamente aquellos de los otros: su fuerza, su trabajo, su dignidad, su sangre, su vida?
Es un gran don el ser pobre —enseñaba el bisabuelo—, pero más el saber por qué se es, y disfrutar de ser pobre y de esta inmensa riqueza y bienaventuranza que vivió el mismo Cristo; porque solamente renunciando a todo como podemos ser capaces de poseerlo todo; sólo el que carece de ambición lo posee todo, porque se sabe unido naturalmente a todo. La razón del vivir, que es donde hallamos la felicidad verdadera, únicamente nos la puede dar la misma existencia, cuando seamos capaces de descubrir todos sus encantos: el valor del esfuerzo, el sentido del dolor, la sonrisa, el afán de vivir y expresar vida… éste es el regalo supremo; pero no los podrá encontrar quien no saber vivir con simplicidad.

Sin embargo, como buen filósofo, esta vez, delante de aquél que se hacía llamar "capitán Navarro", ahorró discursos, y aparejando su asnillo blanco y canelo, tomó algunos de sus libros; ninguna arma llevó, porque no la tenía. Y, así, fiel a su destino emprendió el camino que conduce al pueblo donde se les había citado para esa noche; iba respirando bocanadas de libertad y una alegría profunda que se cuidaba mucho de dejar salir fuera, a fin de tener fortaleza y superar los escollos de aquella revolución que lo había envuelto a él y muchos otros con su fuerza y artimaña.

Texto agregado el 05-01-2004, y leído por 379 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
05-01-2004 Gracias, amigo Seta, por detenerte a leer y sacar reflexiones interesantes; pero, existen muchos pensamientos y acciones en la narración que van más allá de lo que expresas: "la persona llena de sí, iluminada de aquello que es su realidad más profunda y alta, se reconoce esencialmente como un don para los otros. El ser humano iluminado por la verdad, aunque sea pequeño y por más insignificante que parezca, puede ser un volcán, pero siempre es un verdadero tesoro para el mundo...". Además, el bisabuelo se fue a la revolución, no se quedó meditando en sus soliloquios. barangel
05-01-2004 El hallar la felicidad en los demás (en el servicio) es algo que se consigue mediante la acción y la meditación en ésta, es decir, ayudando se aprende a disfrutar el ayudar. La introspección, el autoánálisis, lleva al individualismo el cual, aunque no siempre es egoista, no es realmente solidario. seta
 
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