En la finca de los Rodríguez Mendizábal el profesor de equitación mantenía ocupados a los hijos de la pareja mientras el jardinero hacía su trabajo en un cantero y el sol de la tarde parecía beberse el chorro de agua de la fuente.
En el living amplio, aislado de los rayos solares y las risas de los jovenzuelos, la señora Cándida Rosa Rodríguez Mendizábal tomaba un tiempo en contemplar la verga que de cuando en cuando se llevaba a la boca. Ella tenía las rodillas en el apoya brazos de un enorme sofá; otro hombre, de pie, la penetraba por el culo.
Un juego de miradas entre la señora y el hombre sentado en el respaldo y apoyado al tapiz de la pared no parecía distraer al otro que observaba la espalda larga y marcada, dorada por el mismo sol que entonces bebía de la fuente, ocre interrumpido por el triángulo pequeño y pálido que terminaba donde entraba y salía el miembro abrillantado por el lubricante.
Cándida y Augusto tenían una curtiembre que generaba empleo y divisas en una población campesina y escasa. La ciudad, algo lejana, proveía placeres y enseres costosos así como educación para los hijos.
Ella tomaba el tiempo en estudiar las preferencias del varón, hacía una ligera presión manual en los testículos mientras con la lengua intentaba abarcar el glande, como invitándolo a la boca profunda, a las puertas de la garganta. Lo masturbaba con los labios, al hombre, mirándolo, sonriéndole con los ojos, simplemente con los ojos. Dejaba su orgasmo para después, apenas movía las caderas en círculos refregando las nalgas contra las piernas musculosas verticales y velludas.
La falta aparente de progreso económico entre los asalariados de la factoría se había transformado entonces en una situación conflictiva entre empleados y dueños. Una huelga amenazaba a la tranquilidad del pueblo cuya buena porción de habitantes dependía de la planta y por ende de los Rodríguez Mendizábal.
Cándida Rosa sentía en el ano el miembro suave pero grueso, sentía también las ganas de cagar de siempre en esa circunstancia, ganas que se transformarían luego en libido pura y salvaje; entonces se aferró a la otra verga y se la metió en la boca lo más hondo que pudo, con la mano quieta movía la cabeza arriba y abajo, no dejando entrar el aire y con la lengua blanda pero atenta, tanteaba la esfera carnosa, dura, y sus minúsculas formas algo saladas. Empezaba a salirse de sí pero intentaba concentrarse. Rodrigo, de pie, se veía entrando y saliendo del culo cuyas nalgas tomaba firmemente con las manos como separándolas, sus movimientos lentos eran más bien de acompañamiento a los de la mujer.
Entonces sonó el pequeño teléfono celular, era Augusto Rodríguez Mendizábal desde las oficinas de la empresa.
—Hola, Augusto, estoy con los caballeros tal como te dije (…) No, déjalos así, no cederemos a presiones estúpidas y creo que no tendremos que posponer la exportación, de todos modos… — mientras escuchaba a su esposo, meneaba de arriba abajo la verga, su propietario la tomaba de la cabeza y entonces como cediendo volvía a llenarse la boca de varón, de sexo ansioso y rudo, de los ojos enajenados que desde arriba parecían cerrarse… (…) —No, cielo, yo lo arreglo, diles que esperen una semana para negociar con más calma, diles que haremos lo posible (…) Sí, tendrán parte de lo que quieren, puedes asegurárselo, pero ya sabes, mi amor, que no dejaremos que esto se nos vaya de control…— La mujer cerró el celular, volvió a la vida movediza dentro de su culo que pronto le haría perder los estribos. La vulva comenzaba a pesarle de espasmos y ardores, entonces se apuró un poco con la boca y las manos. Tenía que coordinar el polvo para sentir el semen como un chorro agridulce en el paladar…
—¿Sabes, Joaquín, lo malo de esa gente? No sólo no están en condiciones siquiera de soñar con el dinero que tenemos, pero mucho menos de saber cómo hacerlo y cuidarlo… ¿vas a correrte, eh, Joaquín? ¿verdad que sí?— y la rubia cabellera pareció zambullirse entre las piernas del hombre que miraba el techo como si allí estuviera el cielo, ella podía sentir el escalofrío hirviente que recorría a su varón y llegaba hasta su culo.
—Ellos quieren progreso y tienen hijos, luego quieren progreso porque quieren que sus hijos estén mejor, luego quieren más dinero por hacer lo mismo de siempre; se endeudan por televisores y radios inútiles en un pueblo que sólo es el reflejo de la estupidez que vienen engendrando. Son pobres, incapaces de hacer el bien a los demás y entonces se vuelven más pobres y se dedican a chismes… me dan lástima… ¿acaso no se enteran que mi familia podría retirarse a vivir sin hacer nada para siempre…? ¿Crees que cambiarían las cosas? ¿Crees que mejorarían, que se convertirían en hombres y mujeres libres y parirían hijos libres? Son pacatos e insensibles, buscan en la iglesia ¿pueden ustedes creerlo? Buscan lavar sus conciencias… Acuéstate, Joaquín, quiero sentirte…
El hombre obedeció, ella se acostó boca abajo para llevar por fin la verga hacia la garganta, para vaciar los testículos en ella, abrió bien las piernas con las rodillas aún en el apoya brazos. Entonces el otro se apuró un poco con el culo, entraba y salía, la visión de su miembro ajustado lo llevaba de a poco al orgasmo inevitable, ella, casi desquiciada apretaba la verga de Joaquín con la mano y la sentía en la garganta hasta que tuvo que quitársela de una arcada… —Vente ahora, por favor, Joaquín, hazlo… ¿crees que alguna de las perras de esos miserables haría algo así por ti?
El hombre se corrió dentro de la boca y ella cerró los ojos y casi sin moverse se dedicó a sentir los temblores y el gusto tan familiar, apreció luego cómo se aflojaba el miembro en la lengua al tiempo que sus músculos empezaban a contraerse. Entonces, restregándose contra la pelvis del hombre acostado y sin quitarse la verga de la boca se dejó penetrar con más violencia, casi hasta el dolor anestesiado por un orgasmo largo.
—Así, hombre, vente dentro de mi culo que estamos de celebración, quiero tu leche, ¿te enteras? ¿piensas que alguno de esos mezquinos imbéciles dejaría a su mujercita con el alcalde así porque sí? ¡ah, mi Augusto qué hombre tan ecuánime…! ¡quiero que goces con mi culo cortesía del señor Augusto…!— El señor de pie se quedó quieto mientras la prolongada eyaculación se descargaba con furia en el esfínter; Cándida Rosa, con el pulso agitadísimo, lamía el glande apoyado en el abdomen peludo del hombre exhausto; luego invitó al otro a sentarse en el sofá, quedó ella entre los dos hombres desnudos hasta el relax.
—Entonces ahí tienen el sobre; en él encontrarán los tres nombres y el dinero, ustedes saben quiénes son. Mátenlos, y a todas sus familias, a todos. Son sólo orangutanes incultos y trabajadores aburridos y vagos… con esta fortuna y estas responsabilidades ¿acaso no tengo derecho a decidir cuál sangre es mala o no para este pueblo, señores…?
El comisario Joaquín Urrutia y el alcalde Rodrigo Ezpeleta se vistieron, hablaron luego trivialidades mientras tomaban un café con Cándida Rosa Rodríguez Mendizábal. Y partieron.
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