PASOS NEGROS
Tengo la misión de transformar la vida de una familia. Mis pasos negros avanzan entre los charcos de una calle angosta y mientras más me acerco a esa casa, el sol se va apagando detrás del horizonte. Estoy de suerte... la mampara está junta, como esperando mi llegada. Al entrar, veo un gato plomo sentado junto a un paragüero y al sentir mi presencia gruñe y se engrifa, pero la crudeza de mis ojos lo amedrentan y huye a través del largo pasillo. Como soy silencio total, puedo caminar libremente buscando al par de viejos, aunque no quiero molestarlos... todavía. Me deslizo junto a una mesa de arrimo y las flores frescas del jarrón que hay sobre ella me reciben con ese olor dulce, igual al perfume que adorna siempre el final de mis visitas. Mis pasos llegan a un living grande, iluminado por la luz que entra a través de una claraboya que hay en el techo. Sobre un piano, la foto del par de viejos cuando eran jóvenes y un cenicero de cristal tallado. Un grueso cortinaje azul separa esta habitación del comedor. Allí están los viejos amorosos, tomando el té con tostadas mientras miran televisión. Me escondo detrás de la cortina y es fácil hacerlo, porque hago gala de una extrema delgadez. Puedo sentir que están relajados... no saben que estoy acechándolos. Escucho agua correr y me dirijo al lugar de donde proviene. Es el baño y una chiquilla está saliendo de la ducha. Envuelve su cuerpo moreno en una toalla y al momento en que se mira al espejo intuye que estoy cerca, porque su piel se eriza en el frío de mi aliento que la invade de pies a cabeza y la hace marearse hasta el límite del desmayo. No sabe qué le pasa y como puede se dirige al dormitorio para recostarse, abrigada con un cobertor grueso. Sé que ella piensa que su frío es el comienzo de una gripe. Pobre inocente... yo no soy precisamente una enfermedad. Vuelvo a la cortina azul y a través de ella les envío una pequeña señal de que he llegado. Lanzo un tenue silbido, el comienzo del huracán que terminará con sus ilusiones. La primera en reaccionar es la vieja Laura. ¿Por qué hace tanto frío?, le pregunta al viejo Pedro. Sus facciones se desencajan y quiere pararse de la silla, pero no se lo permito, la inmovilizo con otro silbido de hielo. Es cierto... está como corriendo viento, contesta el viejo, mientras repasa con la mirada el comedor, intentando encontrar el motivo de tan extraño fenómeno. Sonrío con paciencia, porque el motivo soy yo y no se dan cuenta. Ambos viejos logran caminar hacia la cortina azul y allí se encuentran, sin saberlo, frente a frente con mi rostro. Están congelados. Quieren ir a encender una estufa. Traspasan mi delgadez y justo en ese momento me hago presente en toda mi extensión. Soy viento que sopla fuerte dentro de toda la casa. Abro puertas bruscamente, estrellándolas contra las paredes. Un gomero pierde sus hojas cuando lo acaricio con mis manos grises. Mi poder lanza al suelo cuadros y retratos. Las ampolletas van perdiendo potencia hasta que todo es oscuridad absoluta. El par de viejos está desesperado, gritan y claman piedad al cielo. Y serán escuchados, porque en algunos libros de brujos se dice que soy la máscara de Dios. Ambos caen al suelo y mi fuerza los aplasta para que no puedan levantarse. La chiquilla se arrastra hasta ellos como una serpiente sin veneno, que gimotea sin descanso por largos minutos. Mi revolución extrema los tiene aterrorizados. Entonces, calmo un poco la furia y sólo queda el frío denso que es la antesala de mi partida. El viejo, como puede, se incorpora del suelo y logra sentarse en una silla. En un rincón, las mujeres se acurrucan temblando y con los ojos cerrados. Me paro frente a él para que me vea, con todo el poder del final concentrado en mi mano derecha. Le pido que venga conmigo. Puedo ver en sus ojos desorbitados lágrimas de dolor y pánico, porque me ha conocido el rostro. Hace esfuerzos para hablarme y en medio de un quejido me pide compasión. Pero ya no hay tiempo, por eso le ordeno que me acompañe. Las mujeres han abierto los ojos y le piden que no se vaya. Pero insisto, ya no hay tiempo y las cartas están echadas. Salimos de la casa en silencio y comenzamos a caminar por la calle angosta. Llevo al viejo tomado del hombro y puedo sentir su mirada contando mis pasos negros. Recorremos un sendero largo, sembrado con lamentos de todos los que han caído a mis pies. En medio de la noche una pregunta del viejo me hace mirarlo a los ojos: ¿y mi Laura... y la niña... dónde están? Su voz se quiebra en un sollozo. Le digo que sólo tiene un minuto para mirar hacia atrás, fijar la vista en una esfera luminosa y allí estará la respuesta. Me hace caso y gira su cabeza para ver a su Laura y a la niña conversando con tres hombres de blanco que tapan completamente un cuerpo con una sábana blanca.
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