a Carlos Bazzano, porque es un apóstol borgiano
Carlos Bazzano, ese amigo que hoy le pone el pecho a la angustia onettiana de Montevideo, cargaba en su mochila hace unos años un ejemplar de La muerte y la brújula y otros cuentos por las calles de Luque. Los noventa se escurrían por el desaguadero de la historia al son de ímpetus milenaristas, mientras un pequeño grupo de adoradores de la palabra y borroneadores de páginas fatigaban –para usar un verbo de clara estirpe borgiana- la noche luqueña con disquisiciones impúdicas no sin compañía de abundante cerveza. Por aquellos días, emigrado reciente de las ciénagas y las guerras de Macondo, Bazzano se sentaba, por ejemplo, en uno de los míticos bancos de la plaza Mcal. López, se arreglaba el pelo, sacaba de la mochila el libro y leía hasta que las hojas mustias de los árboles perdieran su color diurno para dejar que la noche las opacara con el abrazo fatigoso de su respiración colosal. Y los otros, los que no conocíamos el libro que Bazzano, enfermo de belleza, leía con serena ansiedad todos los días, llegábamos hasta la plaza y nos dejábamos arrastrar por sus palabras hacia un universo ni siquiera antes entrevisto por nosotros, un orbe lleno de laberintos y espejos repetidos hasta el infinito, de tigres cuya anatomía era tributaria de los secretos primeros y últimos de la creación y de la destrucción del mundo; de hombres que soñaban solamente para despertarse en el amargo sueño en el que eran soñados; de libros ya escritos que eran escritos de nuevo, literalmente, desde la primera hasta la última letra pero que ya no eran el mismo libro; de planetas y países imposibles de cuya existencia no dudaban enciclopedias misteriosas y sospechosas de ser la emanación de una conjura secular.
Pero hay que ser sinceros. Javier Viveros y yo, por lo menos, éramos escépticos, y tardamos un poco en convertirnos a la fervorosa fe del Bazzano. Él una y otra vez nos hablaba de su último descubrimiento, trataba de incubar en nosotros, con estoicidad misionera, el extraño embrión de la estética borgiana. Pero nosotros seguíamos embobados, sin embargo, el reguero de pólvora del ritmo caribeño de la prosa de García Márquez, los férreos endecasílabos sobre los que se había subido a cabalgar la lengua española desde el fenómeno luminoso del Siglo de Oro, la música azulada de los cisnes y el numen modernista de Darío, los exabruptos deliciosos y terribles de los personajes de Cela, y otras intensas estaciones literarias de las que no partíamos hasta estar completamente seguros de que el nuevo tren silbaba para llevarnos a un lugar del que no saldríamos decepcionados. Veíamos, pues, al autor del libro que nuestro amigo nos ponía sobre la mesa de algún bar luqueño cada que vez que podía como a un creador cuya prosa famélica y sin rimbombancias retóricas nos confundía según la tradición hispanoamericana, un escritor cuyos personajes argentinos con nombres escandinavos y cuyas citas interminables eran la cabal demostración de una vanidad erudita tal vez sin precedentes en la historia de la literatura en lengua española. Tampoco lo entendíamos mucho, es cierto. No por falta de conocimientos que apoyaran la aventura de la comprensión y la interpretación, ahora lo sabemos, sino porque no estábamos habituados a que un autor nos exigiera un protagonismo poco común en el momento de acometer la lectura. Nos impelía a analizar detenidamente el engranaje de sus creaciones. Nos obligaba a urdir con él sus cuentos. Porque eso fue lo primero que intentamos leer: sus cuentos. Aquellos que en una edición bastante modesta –ejemplar de tapa dura verde casi desarmable de una editorial llamada “Oveja Negra”- configuraban el libro llamado Ficciones. Lo abandonamos confundidos por su penetración metafísica y su febril variedad simbólica. Hasta que un día, en la biblioteca del Colegio Nacional de Luque, entre los pocos libros que ocupaban sus exiguos anaqueles, encontré una por lo demás pobre antología de cuentos y poemas hispanoamericanos –entre los que destacaba heroicamente “La noche boca arriba” de Cortázar- y en ella también un poema que habría de proporcionarnos, no sé por qué exactamente, la llave para penetrar en el complejo pero límpido bosque textual de Jorge Luis Borges. Recuerdo que leí los cuarenta y cuatro endecasílabos de aquella conjetura imposible que un hombre hace en el umbral de la muerte inevitable e inminente, y que sin tiempo que perder me dirigí a la casa de Javier Viveros y con inusual fruición escandí uno a uno aquellos versos del “Poema conjetural” para luego levantar la mirada y ver el rostro sorprendido y emocionado de Javier ante el tamaño titánico de aquel bello poema. Y desde aquel día, no sé por qué, lo vuelvo a repetir, Borges se nos hizo mucho más cercano, mucho más comprensible, y se convirtió en una especie de ídolo tutelar que habría de abonar nuestros tímidos ensayos literarios. No nos animábamos ni siquiera a utilizar ya su nombre para designar alguna carta de la baraja, acaso la más importante, en el juego del truco, como sí lo hacíamos con varios de los que habíamos ido conociendo gracias al tour al que Borges nos llevó por la historia de la literatura.
Por supuesto, no tardamos en creernos especialistas en el escritor argentino, vanidad de vanidades. No dudamos en oponerlo como “padre y maestro mágico” al que otros jóvenes tenían como “liróforo celeste” principal: Julio Cortázar. Borgianos y cortazianos nos sacábamos chispas alegremente en cuanta tertulia, sin más sentido que el de la polémica sana y el divague madrugador, se armaba con esotérica asiduidad y candor. Tardamos un poco en entender que ambos escritores se complementaban a la perfección, que lo que al uno le faltaba al otro le sobraba. También llegamos a la conclusión de que en Borges convergían varias tradiciones literarias y que por ello era indudable tanto su filiación como su paternidad con respecto a muchos otros escritores, incluidos algunos de los que habitaban nuestro sagrado panteón literario y que ayer nomás nos parecían inmaculados, originalísimos y primerizos ellos.
Entonces, nos encontramos en la situación en la que no teníamos otra salida que aceptar el error fraguado por nosotros mismos en medio de una absurda desconfianza: había que buscar a Carlos Bazzano, pedirle disculpas y confesarle que su evangelio borgiano había echado raíces en nuestras jóvenes cabezas hasta el punto de que no veíamos otro referente literario ante quien prosternar nuestras inexpertas plumas que no fuera Jorge Luis Borges. Y, por supuesto, salimos a buscar al hoy exiliado Bazzano, para confundirnos en un abrazo que fuera a la vez una vuelta a casa y una renovada huida del pasado. Tardamos en encontrarlo, y cuando lo hicimos, en cualquier bar que ustedes puedan imaginar, en la calle o en la plaza que ustedes quieran, pero siempre de Luque, Bazzano nos miró tras escuchar nuestras palabras de agradecimiento, para contestarnos que no, que ya Borges había pasado de moda y que nuevos y desconocidos territorios literarios reclamaban su insaciable sed por la novedad. Nos sorprendimos, por supuesto, pero también entendimos que ése es Bazzano: un descubridor natural, que nos trajo a Borges y nos puso en la palma de la mano para aprender más y creernos hasta escritores, y que antes de irse del país nos regaló, por ejemplo, a Roberto Bolaño, y que ahora que está allá, en Montevideo, nos prodigará, estoy seguro, algún autor que su sexto sentido de la belleza identifique como potable integrante del nicho dedicado a la buena literatura. Nosotros, como lo hicimos después de cierto tiempo de habernos presentado a Borges, volveremos a agradecerle infinitamente.
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