Podría ser un error, pero no dudó en decidirse. El negro tocó la puerta del infierno, y algo se abrió, mostrando una de las infinitas cabezas de los condenados a través de uno de los poros de la inmensa puerta de oro, advirtiéndole que si entraba podría encontrar lo que buscaba, la felicidad, la dicha de la muerte. El negro se asustó de tan pesada verdad y dijo que gustaba del sentimiento del miedo, lo excitaba, lo zarandeaba como una araña asaltada por los colmillos de un hormiguero. Volvió a tocarla y la puerta se abrió como si fuera una tela empujada por el viento, y todo a su alrededor cambió de colores como una pintura abstracta con fondo negro... Dio un paso al vacío, luego otro, y otro, y no caía, flotaba como una pluma, y advirtió que su negro cuerpo cambiaba por los colores del infierno, mientras las infinitas cabezas se le acercaban como espermatozoides a un ovario, a su cuerpo, lamiéndole, penetrándole infinitas veces. Me gusta esto, se dijo el hombre de colores, quiero ver a dios o al demonio, a quien sea, concluyó. El fondo negro se hizo nada, las infinitas cabecillas se hicieron cenizas brillantes como en los fuegos artificiales, y una voz en todo aquel espacio tomó forma, un garabato abstracto, y luego, comenzó a pronunciarse ante el hombre de colores, pero éste no pudo entenderle, y dijo eso: No te entiendo dios o quien seas, ¿por qué no me hablas o escribes en mi cuerpo?, le pidió. Y el dios, o el demonio, se plasmaron en un espejo sin marco, sin límites por ningún lado. De pronto, el hombre se vio a sí mismo, se sintió tan extrañamente feliz que se tiró sobre el espejo como si fuera una piscina, y luego todo explotó en infinitos trocillos, en estrellas distraídas por todo el oscuro universo, y cada una ellas silbaba un poema, un verbo que nadie podía entenderlo, sólo el dios o el demonio, sólo ellos, nadie mas…
San isidro, junio del 2006
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