Entre las múltiples tareas que debo cumplir en la Iglesia, está la de ayudar en la cocina a la señora Domitila. Y es en verdad, muy agradable trabajar con ella, observarla como realiza su diaria labor de preparar los alimentos para todos los niños desvalidos que acuden a la Iglesia por almuerzo o comida. Su bondad y calidez me hacen pensar mucho en mi madre, me hace añorar mi propio hogar y a veces creo ver en ella mi segunda mamá. Ciertamente le he tomado mucho cariño y espero algún día poder expresarle cuanto la aprecio. Aunque tal vez no le importe mi cariño, pues cuando llegan los niños a almorzar o comer, la llenan de abrazos y besos hasta más no poder.
Sin embargo, tenía yo mucha curiosidad de saber cómo ella había llegado a la Iglesia, saber algo más de aquella entrega desinteresada de su trabajo incansable hacia los demás y tomando valentía se lo pregunté :
- Señora Domitila. ¿ cómo ha llegado usted a la Iglesia ? , ¿acaso la contrató monseñor?
- Es una historia larga – contesta sonriendo la señora Domitila – pero antes que nada debo decirte que monseñor no me ha contratado ni cosas por el estilo, estoy aquí por mi propia voluntad.
- Entonces, ¿cómo sucedió aquello? – pregunto ahora con mayor curiosidad que antes – porque es muy sorprendente todo esto que hace usted.
- Vaya, eres un vagabundo muy curioso... bueno, te diré que todo comenzó hace unos cinco años atrás, cuando falleció mi esposo. El era mi única compañía y de pronto me vi sola en la vida. Tengo tres hijos, pero todos ellos casados y si bien me acompañaron por algún tiempo, pronto debieron volver a atender a sus propias familias, es la ley de la vida debes saber. Luego tuve sus cartas, pero éstas se hicieron más distantes con el tiempo y mi único consuelo era venir a las misas de monseñor, allí encontraba consuelo para mi soledad, en sus palabras y en la compañía de los otros fieles. Recuerdo que un día de mucha tristeza confesé a monseñor mis penas y angustias de verme sola, pero eso monseñor ya lo sabía y como consuelo apenas me dijo unas palabras de la Biblia.
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- ¿Unas palabras de la Biblia? – interrumpí sus recuerdos con ansiedad.
- Sí, apenas unas breves palabras mencionó monseñor para mi consuelo...recuerdo que en aquella ocasión me dijo : Está escrito en la Biblia, “Pedid y se os dará en abundancia”. En su momento no supe comprenderlo, pero siguiendo el consejo de monseñor, pedí con mucha fuerza para que el cielo me liberara de mi soledad.
- Ah, y ... ¿Fueron escuchados sus ruegos? – volví a preguntar casi sin poder simular mi gran curiosidad – acaso, ¿volvió a tener hijos que le hicieran compañía?
- Vaya qué necio eres, claro que sí, volví a tener muchos hijos – contestó la señora Domitila entre alegres carcajadas - ¿Acaso eres ciego y no ves a mis hijos?, los que cada día viene a mí para que yo les de alimentos y cariño, esos son mis hijos. Tengo tantos que ya no puedo contarlos, estos son mis hijos y con ellos soy feliz, ¿qué mujer puede ser tan afortunada si cada día que amanece ya de seguro tengo dos o tres hijos más?. Ellos se llevaron mi soledad muy lejos, tan lejos que jamás volví a sentirla nuevamente.
- Oh es verdad, le contesto mientras observo brillar sus ojos en un destello de emoción – debe sentirse muy feliz con tantos hijos ¿no?-
- Sí, muy feliz.. tan feliz que ya no podría marcharme jamás de aquí; ya ves cómo se me dio en abundancia, monseñor y la Biblia tenían razón.
Concluí entonces que la historia de la señora Domitila cambió al acercarse ella a la Iglesia y quedarse aquí para servir a los demás, aquello le devolvió la perdida felicidad que un día oscureció su vida. También sentía yo curiosidad de saber cómo había comenzado aquello de traer a los niños pobres, a los ancianos y a los necesitados a la Iglesia y otorgarles ayuda. Volví con mi curiosidad y la señora Domitila me dijo al respecto:
- Bueno, como te contaba ha un instante, siempre después de misa, nos quedábamos un grupo de personas conversando con monseñor. Ja ja, siempre yo era la última en abandonar la Iglesia, recuerda que eran aquellos días de mi soledad. Pues bien, sucedió una noche terrible de invierno que estando conversando con monseñor, escuchamos un débil llamado en la puerta de la Iglesia. Acudimos monseñor y yo a ver quién era el que llamaba y al abrir, nos encontramos con un señor de bastante edad, un anciano que lucía muy enfermo. El anciano al ver a monseñor intentó saludarlo, mas al estirar la mano en modo de saludo, éste se desvaneció victima de su deplorable estado de salud y por fortuna, monseñor logró impedir que no cayera al suelo. Rápidamente lo llevamos al interior de la Iglesia y monseñor lo examinó brevemente para concluir que el anciano tenía altísima fiebre y padecía temblores corporales. Debimos llevarlo en la camioneta de monseñor de urgencia a un hospital y allí el anciano quedó internado por orden médica debido a su grave estado. Yo me ofrecí para venir diariamente al hospital a ver cómo seguía su condición, y afortunadamente el anciano se recuperó de la parte grave de su enfermedad pero el médico señalo que debía guardar reposo en casa para alcanzar la sanación completa. Lamentablemente después descubrimos que el anciano no tenía casa y monseñor determino que se quedara en la Iglesia, el inconveniente era que no había persona que se encargara de la cocina. Entonces, en aquel momento, como verás, me ofrecí para hacerme cargo de la cocina y atender a aquel anciano hasta que curara definitivamente. Sin embargo, como monseñor observó que yo me sentía muy bien en la Iglesia a cargo de la cocina, comenzó a traer niños que hallaba en la calle ya sea hambrientos o desamparados, y de esa manera tan sencilla comenzó todo.
- Ohh – exclamé mientras me dominaba una gran emoción– es una historia muy noble y hermosa, tal vez la más bella que haya escuchado.
- Eres un tonto, pero a veces hablas con sabiduría – dijo entonces en una sonrisa la señora Domitila.
- Debe ser por lo que dice monseñor.
- ¿Monseñor? Y, ¿Qué dice monseñor?
- “En la bondad hay sabiduría”, eso dice monseñor – contesto a la señora Domitila.
- Luego de mi última frase, un gran silencio se produce entre los dos, ambos quedamos embargados por cierta emoción y observo sus ojos brillantes casi a punto de dejar escapar una lágrima. Guardo silencio y respeto pero me siento confundido por su actitud, hace algunos minutos ella se declaraba completamente feliz de estar en la Iglesia y ahora la veo a punto de sollozar. Sigo pensando mientras ella sigue trabajando en silencio en su interminable labor de la cocina. En este instante de emoción en que creo ver aflorar su alma, deseo preguntarle lo último... pero no encuentro el momento. La pregunta que ronda mi mente y que deseo formularle es... ¿Es usted feliz?. Sin embargo soy incapaz de romper el silencio y en ese instante, se siente el ingreso ruidoso de la camioneta de monseñor a la Iglesia, el motor se detiene, dos puertas se abren para cerrarse luego, siento cómo el piso anuncia el salto de los niños que descienden de la parte trasera de la camioneta. En el instante siguiente, monseñor ingresa al gran comedor de la Iglesia acompañado por cinco niños los cuales alzando sus infantiles brazos se abalanzan sobre la señora Domitila para abrazarla y también llenarla de besos con sus pequeños y sonrientes labios. No puedo evitar entonces recordar sus palabras, las que me dijera pocos minutos atrás: “Estos son mis hijos y con ellos soy feliz”.
Al ver aquella escena de dicha enorme y pura, me sentí afortunado de no haber preguntado a la señora Domitila, ¿es usted feliz?. Pues eso era evidente y mi pregunta, absolutamente ridícula.
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