Querida

No te imaginas desde donde te escribo ahora.
Me es difícil describir la inmensidad azul que nos rodea.
Cualquier cosa que te hayan dicho acerca de las maravillosas imágenes que guarda el planetario de Avenida Ecuador, es diminuta e insignificante.
Digamos que acá uno se termina explicando algunas cosas y queda perplejo de muchas más.
¿Sigues mirando las estrellas como solíamos hacerlo?
Es mentira que desde acá se vean más cerca.
No se puede estar cerca de las estrellas.
Cierto es que desde acá la bóveda celeste se deforma y las constelaciones parecen otras.
¿Te acuerdas cuándo fantaseábamos con lejanos países en donde tal vez la felicidad fuese un color, un olor o un sabor?
Pues la gente por donde anduvimos podría decirse que posee un termostato para su felicidad.
Llegamos un día de fiesta y me sorprendí de adivinar debajo de las poleras de la gente un brillo ambarino, que se acrecentaba en aquellos que reían y bebían de buena gana, abrazados unos a otros y a las farolas del lugar. Sin embargo lo que más llamó mi atención fue ver en las gradas de la entrada de una casa en un oscuro callejón, a un hombre (no tengo clara certeza de su sexo) que oscuro parecía deshacerse en un viscoso charco que crecía a sus pies; la amargura es un fluido, me explicaron.
Tengo sana envidia de la gente de aquel lugar.
Siempre he querido tener el corazón de colores.

Ya luego te veré.

Nilsen

P.D. No hemos podido hacer buenos trueques con las baratijas, acá no aceptan nuestro oro a cambio de sus baratijas. Último viaje al que me voy sin avisarte