El tiempo pasa, inexorablemente, y para unos más rápido que para otros; pero algunos nos preguntamos que pasa con ese tiempo, ¿adónde va?, ¿qué otros usos se le dará? ¿Es realmente tan importante el devenir de los días? ¿Y de las horas?
Siempre había pensado que no, pues no todo el mundo vive en el mismo lugar, ni cree en las mismas cosas, ni percibe la vida de igual manera. Hasta el día de hoy, en que me encuentro esperando.
No pasa el tiempo lo mismo para el nativo que vive feliz, ignorante e ignorado en sus remotas islas.
Ignorante de lo superfluo que rodea el mundo civilizado donde un teléfono móvil adquiere más importancia de la que tiene, teniendo prioridad la apariencia de una carcasa que las funciones reales del mismo, y la hecatombe que puede producir si lo pierde, por ejemplo, un alto ejecutivo de las finanzas.
Ignorado, porque la tecnología o la ciencia que permiten alargar la vida tampoco existen aquí, y la muerte se ve alterada, simplemente, por el feliz nacimiento de un bebé o la también, porque no, feliz recuperación de alguna rara dolencia que remite con su respetada magia local.
Las mareas inalterables del océano que les rodea no predicen cambios, y salen a buscar su pescado del día, invariablemente, al salir el sol. Recogen sus cocos y cortan su tody al atardecer, siempre atentos a la exacta longitud del día, que no pueden alargar ni artificialmente nada más que unas cuantas horas, las prácticas lámparas de queroseno no dan para más.
Y volver a dormir, un día tras otro, salpicando su tranquila existencia con alguna celebración especial en la que se recordará la magia de su creación, con historias como la de Nareau, “El Principio de todas las cosas”, una leyenda del origen contada en los lejanos mares del sur que siempre le intrigó por el uso que daba al tiempo.
“Cuando sólo existía la Oscuridad, lo Inseparable salvó a una persona. No se sabía nada de su procedencia, ni de sus antepasados, era sólo “Él”. Anduvo sobre la cara del Cielo, que era como dura roca que se pega a la Tierra, y llamó así a la Oscuridad y a lo Inseparable. Na Areau andaba sólo sobre el Cielo. Lo recorría con los pies, lo sentía con sus manos. Fue al Norte y al Sur, al Este y al Oeste; lo miró acompasadamente, lo trilló con su cuerpo, se sentó encima y golpeó con sus dedos.
-¡OOOOOHH!
Sonaba hueco al golpearlo, porque no estaba unido a la Tierra debajo.
Se agachó y miró. Nadie vivía en el sitio hueco, ni un alma, porque sólo existía Na Areau. Entró debajo de aquella roca que era el Cielo, y permaneció de pie.
Na Areau comenzó su creación. Ordenó a la Arena reclinarse con el Agua, diciéndoles ¡vosotros, fertilizaos! Ellos oyeron, y trajeron hijos, y estos eran sus nombres “Na Atibu”, la Piedra, y “Nei Teakea”, la Concha.
Una vez más, Na Areau dispuso que Na Atibu se reclinase con su hermana Teakea. También escucharon y engendraron más hijos, “Te Tari”, el Mar, “Te Nao”, la Ola, “Nakika”, el Pulpo, “Nei Riiki”, la Anguila, y una multitud más…”
En esta leyenda, Na Areau no termina su trabajo, y se supone que todavía está creando, recreándose en la belleza de su obra en ese lado del planeta, sin importarle el paso del tiempo lo más mínimo. Eso era lo que me subyugaba de la historia.
Pero por otro lado, no podía olvidar la existencia de otra gran parte de los mortales, los empleados de cualquier parte del mundo.
Ese atareado oficinista de la gran ciudad, obligado por ley a estresarse cada día para poder consumir productos para dejar de estarlo. El tiempo les puede en todo, en sus atascos diarios, en esas interminables colas de ventanillas, en las que esperas sin más remedio, sufriendo de un continuo tic que consiste en mirar insistente el reloj, como intentando detener las manecillas que avanzan segundo a segundo. Los escasos días de asueto, los malgastan, pensando en sus cortas vacaciones. Tiempo que también gastan tontamente perdiendo aún más el tiempo. Unos luciendo músculos de gimnasio y otros paseando sus barrigas de barbacoa y sus modernos equipos de acampada. Y así, mientras esperan entre estación y estación, siempre están preocupados por la pérdida de un tiempo del que nunca disfrutan, terminan marchándose estresados, y regresando, más estresados aún.
También estaba esa otra gente, la que tuvo la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, o quizá su condicionamiento como seres humanos “civilizados” les había borrado el instinto de sus antepasados, y elegían para vivir cauces de ríos, laderas de montañas, o robaban tierra al mar y a los lagos.
Los avances de la moderna tecnología no podían impedir que la Tierra se sacudiese de encima a sus molestos habitantes. Se habían convertido en parásitos de una sociedad que permitía la destrucción del planeta con tal de alejar de ellos el verdadero problema. Los últimos terremotos, huracanes y volcanes le habían enseñado imágenes de la fragilidad del ser humano.
Unas vidas de ostentación y lujo, otras de meros sobrevivientes en la jungla de la ciudad, todos y cada uno de ellos barridos por la fuerza incontrolable de la Madre Naturaleza.
Tejados y árboles de todo el mundo cubiertos de gente esperando ser rescatados. Esa espera podía ser no una eternidad, sino una total falacia, pues muchos no llegaron a tiempo ni de ver llegar a los helicópteros salvadores, ni a los barcos, convirtiéndose en meras imágenes televisivas de cuerpos flotando sin vida, para angustia de aquellos familiares y amigos que observaban atónitos y desesperados, como él mismo, el pasar de las horas y los días y ver que la acción, tantas veces vistas en películas, y tan necesaria en esos momentos, simplemente, no sucedía.
Realmente ese compás de espera le había impresionado, aunque él no había vivido nunca ninguna situación así. La cercanía de la noticia que le proporcionaba la televisión, frente a la cual había pasado muchas horas de su relativamente larga vida, le conmovía, y casi podía sentir el dolor y las lágrimas de los que aparecían en la pantalla buscando a sus seres queridos.
El mundo está lleno de gente que esperaba, mientras el tiempo continuaba su implacable marcha. Para los que esperan en las cárceles el final de sus condenas, los segundos y minutos se podían convertir en días, en eso se basaba su castigo. Los que esperan la muerte, tienen la incertidumbre de ¿cuando?, lo mismo que los demás, pero viéndola pasear constantemente delante de sus ojos. Para el drogadicto que necesita de su droga para vivir, el tiempo pasa cada vez más rápido, haciendo que los espacios entre dosis y dosis se acorten cada vez más, hasta que el tiempo se une y la persona muere de una sobredosis, como muchos que él había conocido.
Para la madre que espera impaciente la llegada de su primer hijo, esos nueve meses son cortos si la criatura es esperada con el cariño y el amor que se supone deben obtener todos los niños del mundo. Si por el contrario, la gestante es una de esas mujeres maltratadas y violadas en algún rincón del mundo, el peso de esos nueve meses en su vientre le parecerá eterno, deseando desaparecer con él cuando llegue al final de su embarazo.
Se imaginaba la espera del que sufre un accidente de tráfico, como había pasado esa noche. No sabía si era de una persona muy joven o de alguien de mediana edad, el caso es que era una persona sana. Quizás era algún joven estudiante, que volvía a la universidad ese mismo año, o a lo mejor un padre de familia modélico, al que esperaban en su casa una mujer joven y guapa y un par de niños gemelos, y por el que harían una parada de cinco minutos, en señal de duelo, sus compañeros de trabajo.
La verdad es que se dibujaba la escena bastante dantesca. Un coche destrozado en medio de una carretera, policía, tráfico congestionado, y la angustia de ver aparecer a una ambulancia que pueda salvarle la vida al que espera en la cuneta o quizá dentro del amasijo de hierros en que se ha convertido el vehículo. Lo principal es mantener las constantes vitales, una vez que se ha constatado que no hay nada que se pueda hacer para salvarle, y llevarle con vida hasta el hospital.
Quizás allí pueda suceder el milagro; sino para él, para otro u otros que esperaban, como él mismo hacía en esos momentos.
Llevaba muchas horas allí, y aparte de innumerables médicos y enfermeras que llegaban, le pinchaban, le hacían un mundo de preguntas y se iban, no había podido hablar con nadie más. Afuera le esperaba su esposa, nadie más, el resto de la familia esperaban en el pueblo una llamada.
El pitido repentino de una de las máquinas a las que estaba conectado le trajo abruptamente al presente. A esas horas de la madrugada no solía haber nadie, excepto los casos excepcionales como él, que esperaba.
No pudo evitar el seguir pensando en todas las esperas que había tenido. La primera fue la de los resultados de sus análisis, cuando tenía catorce años y le diagnosticaron la diabetes mellitus, luego las pruebas de sus ojos, también esperando, sin poder evitar que perdiese uno de ellos.
También tuvo que esperar para entrar en el mundo de las drogas y salir de él, pero salió herido. Y otra espera más, confirmó la pérdida casi total de sus riñones, lo que le había obligado a esperar durante muchas horas a que unas máquinas limpiasen su sangre un día sí y otro no, durante casi tres años.
Eso hacía en ese momento, limpiar su sangre, mientras pensaba en todo ese tiempo que había malgastado hasta ahora, maltratando su cuerpo, haciéndole daño a los seres que amaba, viendo como muchos de ellos se habían marchado ya, llevándose esa pena en el alma. Y todo por no querer esperar, nunca, nada, así, muchos, de los casi treinta y nueve años que tenía.
Siempre pensó que se moriría enfermo del cuerpo y del espíritu. Pero no, había bastado empezar a mirar el tiempo y aprender a esperar. Por fin había llegado y el enorme hospital le había recibido con los brazos abiertos. Había un donante, pero habían llamado a tres posibles receptores, y él era uno de ellos.
Los pasos sonaban cada vez más cerca, venían varias personas, hablaban entre ellas, por fin se acababa su espera…
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copyright Lola Orcha Soler
publicado por Ediciones Atlantis Junio 06
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