Después de una ducha, envuelta en toallas, me senté al borde de la bañera y busqué mi máquina de afeitar, para asegurar que la piel de mis piernas fuese tan suave como la seda. El maquillaje que se encontraba sobre el mostrador trajo hacia mis memorias la juventud, aquella que en algún instante se esfumó para la vida presente que llevo, tan llena de luces a vísperas del cambio de milenio.
Recordé a Gabriela, la niña más alocada del Colegio Mixto de Santiago. Comenzó muy temprano con sus deseos fundados en la conquista, aquella que podría ser tan cruel y a la vez tan satisfactoria. En la década de los ochenta, a fines de la dictadura, los revolucionarios eran personas que por cautela actuaban de acuerdo a los acontecimientos históricos que penaban en las mentes de los con consciencia, pero ella no cumplía con esos requisitos. Recuerdo plenamente aquel uniforme escolar, cuya basta llegaba un poco más arriba de lo permitido, eso hacía que se realzara el trasero. Tan joven que era, unos diecisiete, aunque parecía de más edad, eso se notaba porque era un dolor de muelas para todos los profesores, aquellos viejos verdes que trabajaban en aquel lugar. Un espectáculo cuando marchaba por el patio, no habían ojos que no la observaran, pero a la vez, las envidias de las niñas era un regadío de comentarios silenciosos que vagaban por la oscuridad de las malas intenciones. Nunca le importó, total, si hablaban, era de picadas. En el instante que rasuraba mi pierna, ví como la juventud llena un espacio importante en mi baúl de los recuerdos.
¿Cuántas veces la habrán llevado a la inspectoría? Eran demasiadas. Los cargos eran tonteras, tenía que alargar la basta del uniforme, abotonarse la blusa (no se permitían escotes), y, por supuesto, ordenar la corbata que llevaba la insignia del colegio. La charla era siempre la misma: sobre los valores y respeto a la sociedad, a la mujer, a la familia, y por último, como guinda de la torta, a la patria, como fundamento de una civilización de ensueño prometido.
Salía rápidamente de aquella oficina. Los discursos la aburrían. Ella no sabía de sociedad ni patriotismo, su país era aquel inventado por ella, y su deseo de sociedad era gobernado por la utopía adolescente.
Era cosa de entrar a la sala de clases, en el momento en que sus compañeros la contemplaban al pasear, hipnotizados por singular belleza, impropia de la edad presente en aquella aula. A la hora de almuerzo, la buscaban, sabían que vendía besos al lado del quiosco, aún más, la tarifa aumentaba al mostrar sus sostenes, estaba muy bien dotada. De esa manera obtenía monedas extras, ya que no le gustaba pedir a sus papás, ellos tenían un cuento que ella no compartía, no quería problemas, y ésta seudo independencia la hacía vagar con cierta libertad.
Era de pocas amigas, pero muy leales para la vida que mostraba. Lucy, media “perna” para mi gusto, con una gran capacidad de escuchar; María, calladita, pero muy “aperrada”, iba a todas; y, ¿cómo no recordar a “Doña perfecta”?, tenía un aire a Brigitte Bardot, religiosa como Laura Vicuña, le tenía un cariño muy especial, gracias a los consejos moralistas. Las “”Tres Marías” las llamaba, como forma de identificar a aquel círculo que la cuidaba dentro del colegio.
Cada una de ellas tenía una muy buena situación familiar. Hermanos y hermanas, que se criaban en el albedrío de la esperanza del joven que sueña, sus padres no eran simplemente padres, eran amigos, a los cuales les confiaban sus temores. Confidentes sin igual…
Mientras cambié de pierna para conseguir la sensación de seda, en forma fotográfica veo los recreos del colegio, en que Gabriela trataba de conseguir alimento, chucherías claro (me refiero a golosinas, bebidas). Para ello, era muy fácil engatusar a los compañeros, en donde un abrir y cerrar de ojos permitía conseguir algo para ella y las tres marías, aunque mas de alguna vez le reprochaban aquella actitud, recibían como siervos la porción correspondiente. Ella no se preocupaba, su vida la llevaba de esa manera, sabía que el mundo eras para los vivos.
Busqué la crema para poder limpiar el rostro. Una vez quitada, comencé a esparcir la base. Me encanta este momento, cada pincelada que realizo, es una caricia, cada caricia comenzaba a revelar identidades de aquellos hombres que habían pasado por sus dominios: Julio, Alberto, Rodrigo, Juan, Cristian, Juan Esteban, Juan… mmmm, eran tantos que ya me confundo, pero jamás olvidaría cómo la acariciaban. Ellos eran capaces de llevarla al edén, pero cuando se aburría, como mujer indomable, cortaba cualquier inspiración, y arrancaba en busca de su libertad. Eso era, una mujer indomable.
Para su madre era traviesa, pero, se transformaba en un problema con su esposo; el machismo era algo que marcaba toda la relación familiar. Gabriela no se metía en aquellos asuntos, pero era un testigo silencioso. El padre, apenas entraba al hogar, gritaba “LLEGUÉ”, como si nadie se diera cuenta, los reclamos eran mareas incontenibles. Desde la calle comenzaba a discutir, de que en el trabajo pasó esto o lo otro, que por qué todo tiene llave para entrar a su casa, que la cerradura está mala, y, enfrentando a su señora siempre por cualquier cosa: “¿Fuiste a comprar?, ¿Por qué lo hiciste de esa manera y no esta otra?, Te olvidaste…”, eran innumerables sus quejas. La imagen del macho la llevaban a pensar que su madre era una dependiente, y eso a ella no le gustaba, era una especie de dictadura, y, de cierta manera, repercutía en el diario vivir de los hijos. La madre, dueña de casa, llevaba todo a punto. Los hijos menores eran su preocupación, y Gabriela, como buena hija mayor, le ayudaba en los quehaceres de hogar. En eso no había problema, pero su mamá se percató que su hija vivía una vida de giros, y, controlarla era un desafío titánico.
El momento conflictivo era cuando se le ocurría salir. A esa edad ya no pedía autorización, sólo daba aviso. El padre, enojado, terminaba culpando a la madre, y ésta, hacía malabares para poder bajar los ánimos de aquellas acaloradas incomunicaciones. Aunque ellos se molestaban, jamás la encerrarían. Era la única hija, y eso daba ciertas ventajas.
Gabriela, para evitar que la situación pasara a mayores, salía vestida muy angelical de la casa, pero siempre con un bolso, en donde llevaba sus atuendos nocturnos. Si la veían con la ropa que salía, seguramente la hubiesen encadenado.
Entre la sombra que me provocaba en los ojos, y el lápiz delineador que utilizaba para enmarcar mis perlas pardas, me acordé, como si fuese ayer, cuando Gabriela iba a casa de sus amigas, bastante seguido los fines de semana, llegando con el mítico bolso,. Éstas, siempre eran cómplices de sus planes. Ahí comenzaba el rito, en donde se potenciaban todos sus atributos femeninos, el maquillaje que la hacían verse como una mujer veinteañera, alargándose sus largas pestañas, pintando sus labios con un rojo italiano, ellos, devorarían toda aquella carne que hubiese que doblegar. Utilizaba para aquellas ocasiones un sostén que remarcaran sus senos, naciendo el más hermoso de los escotes, los cuales serían el primer enganche para los hombres. Gracias a su hermosa cintura, vestía pantalones que levantaban de tal manera su trasero, qué solo podrían llegar entes que no temieran a la altura. Mientras realizaba el rito, sus amigas la ayudaban placenteramente, y en forma paralela, llenándola de consejos. La música ochentera de fondo armonizaba la noche que prometía a besos. Era un juego, a pesar de que no siempre podían salir todas unidas (debido a los permisos de sus respectivas familias).
Para Gabriela, cada situación nocturna era la oportunidad de continuar acumulando libertad, con la sorpresa de quien pudiese aparecer.
Eran noches de cacería, entraban a una discoteque siempre gratis, ella, se encargaba de conseguirlo, sus encantos eran forma de pago. Se metía a la pista de baile, y comenzaban sus sensuales movimientos, su risa hermosa, cuerpo perfecto, hacía que todos estuviesen pendientes. En cualquier concurso, subía al escenario; las luces, el faranduleo eran sus sueños, además, que cada vez que lo hacía, bajando con el premio - invitaciones, tragos, poleras, entre otras cosas - los hombres la acorralaban, y ella elegía. La realeza de sus elecciones permitía que la fiesta siguiera. Sus amigas se iban, y continuaba con el nuevo conocido. Bastaba con un par de señales y la situación era propicia para fugarse a algún lugar solitario, en donde comenzaban los juegos cómplices, las caricias, besos, y hacer el amor era una forma de doblegar al sujeto. Una vez terminado, los miraba a los ojos, y les decía automáticamente, “eso no más”. Ellos, como siempre, se excusaban, pero, querían contactarla nuevamente. Ella, como cada noche, se iba, dejándolos prisioneros de su derrota.
En el día, su colegio sufría de los diversos enamorados que caían postrados a sus pies, y en las noches, aquellos hombres sin famas, eran reducidos a la mínima expresión.
Al otro día, la conversa con sus amigas, las historias las hacían fascinar. Aunque trataban de reiterarle que su vida indomada provocaría que se desviase del camino que quería su familia.
El espejo funciona como una especie de televisor, que emite imágenes de la eterna juventud, mientras que, con rimmel adorné mis ojos, con el lápiz labial realzaba sensualidad, y con el delineador ajustaba los detalles. El peinado era siempre algo que implica mi estado de ánimo, y el perfume “Carolina Herrera”, me da mis aires de diva, por eso es mi favorito.
Gabriela emerge del fondo del espejo, en el momento justo que acomodé mi vestido. Ya había salido del colegio, no le alcanzó para ingresar a la universidad, por lo cual decidió trabajar de promotora. Aquella multitienda sufrió de sus ambiciones incontrolables, la fama no se demoró mucho en crear raíces. Cada vez que se acercaba a los compañeros de trabajo, el veneno de sus encantos los hacía desfallecer, y a esas alturas, sus deseos de prosperidad latían con más fuerza en su corazón.
Queriéndolo, ya había sido la reina de la escuela, y ahora prolongaba su dominio. Arrendó un departamento en el centro de la capital, y las libertades eran de tal magnitud que las noches comenzaron a ser días y viceversa. Las discoteques la recibían como lo que era, una reina. Al llegar, comenzaba el show. Sus bailes sensuales ya eran conocidos, sus amigos eran pájaros nocturnos, y la vida se había transformado en la consecuencia de sus ideales. Era la tirana del amor, almorzaba en los más apetecidos lugares, se vestía bien, y los presentes abundaban.
Ajusté mi vestido, siempre elijo aquél que realza mi cintura, y mis pechos se hinchan una vez terminados los detalles de perfección. En mi camerino existe el espacio perfecto para ensayar los diversos movimientos. Comencé a realizar ejercicios de respiración para relajarme. El espectáculo habría de comenzar, y a mí siempre me gusta estar lista. Segundos después, llamaron a la puerta:
- ¡Gabriela!, está todo listo para salir al escenario- se escucha la voz de Ernesto, el animador de aquella noche.
- Ya voy – Contesté. Mirándome al espejo y revisando los detalles, me despedí de los recuerdos. Aquella mujer había crecido, seguía hermosa, y continuaba siendo la Reina de la Noche.
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