A orillas del Plateado, tan ancho que se lo confunde con un mar, y cuyas aguas enferman de melancolía a quien las beba, se alza la ciudad de los condenados.
Sus calles son concéntricas, de manera que los pobladores que intentan abandonarla, arriban invariablemente al lugar del cual partieron.
Se dice que sus moradores olvidaron la costumbre de soñar, aunque los pocos que lo hacen, sueñan siempre realidades, que es lo mismo que no hacerlo.
Sueñan , por ejemplo, que están soñando, o que acaban de acostarse, o que el tiempo se les pasa y resulta que la vida, paradójicamente está hecha de pura agonía.
Los que lograron irse (no ha sido por tierra, ya que todos los caminos desaparecieron con los vientos), se dan cuenta con pesar, que cualquiera sea su destino, la ciudad viaja con ellos.
Las calles son increíblemente anchas, algunas aún conservan su piso de adoquines, tan viejo y eterno, que por las hendiduras de sus uniones se filtran por las noches sonidos de bandoneón.
Algunos niños los pintan con tizas de colores, y juegan a la rayuela sobre el empedrado. Mucho antes de tocar el otro extremo son ancianos y sin embargo se alegran cuando encuentran al llegar, escrita en el cordón de la vereda , la palabra cielo.
Los condenados la aman, los libertos la añoran.
Quizás porque saben en el fondo, que mas allá de toda muerte, a la vera del plateado, una parte de su alma silbará bajito un tango en la ciudad de los reos y que todas las ciudades, finalmente, son la misma.
Gg. 01-07-2006
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