La Pequeña Elena y su Viaje Maravilloso ( cuento escrito en noviembre de 1999 )
La pequeña Elena sentía su cuerpo flotar en el espacio. La sensación de ingravidez le colmaba los sentidos y una paz inexplicable envolvía cada centímetro de su anatomía y cada recodo de su alma. No escuchaba nada, no olía nada y no veía nada. Una luz blanca y brillosa le anegaba las pupilas y una corriente ascendente la levantaba cada vez a mayores alturas. De repente todo se volvió azul e inmenso, tan inmenso que la vista se perdía sin importar la dirección en que se mirara. Elena vio unas extrañas formas de algodón suspendidas en el aire, moviéndose lentamente al Norte. Miró un poco más arriba y vio otras formas de algodón que también se desplazaban en la nada, solo que éstas se dirigían al Oeste y no eran tan blancas como las primeras. Arriba de esas formas divisó otras y arriba de esas otras vio más formas de algodón, todas moviéndose en diferentes direcciones y ya no sólo de color blanco, sino que las había casi transparentes, de color gris claro, gris oscuro y hasta ligeramente azules.
-Pero si son nubes, y no me había dado cuenta!!, pensó Elena. Y Elena río. Siempre quiso ver las nubes de cerca y ahora estaba entre ellas.
Elena decidió entonces bajar un poco. Ya que las formas de algodón que había visto resultaron ser nubes, lo lógico era que debajo de ellas estuviera la tierra y todos sus hermosos paisajes. Elena, amante de la Geografía y la naturaleza, inició un largo viaje que la llevó por los más imponentes y preciosos paisajes de la tierra. Voló sobre los océanos y mares, sobre las selvas tropicales y las cumbres cubiertas de nieve de los Andes, sobre los escarpados y peligrosos picos del Himalaya y sobre las extensas praderas y bosques de la Rusia Siberiana. A veces sola, a veces con la compañía de aves migratorias, Elena surcó los cielos de Europa y anduvo por sobre las planicies de Africa, observando a los antílopes, las girafas y las cebras correr en un tropel acompasado y avasallante que retumbaba a kilómetros de distancia. Una vez recorridos los cinco continentes y los siete mares, Elena cubrió los cielos de la República Dominicana, su patria, un medallón de cinco siglos enclavado en la cadena de tierras que salpican el Mar Caribe y el Océano Atlático, desde el estado de La Florida, en los Estados Unidos, hasta las costas venezolanas. Voló sobre el Lago Enriquillo, vestido de rosado para la ocasión gracias a las plumas de los miles de flamencos que, como cada año, habían llegado para su acostumbrada estancia en sus aguas poco profundas. Voló sobres la fila de montañas y picos y colinas que forman la Cordillera Central, y sobre los cultivos de cacao, café y arroz que como alfombra gigantesca cubren las tierras de gran parte del Valle del Cibao, el más grande del país.
Y Elena río. Había visto todo lo que siempre quiso ver. Lástima que es un sueño, pensó, y emprendió el regreso a casa.
Justo cuando Elena volaba sobre los tejados de las casas de su barrio, una luz tan brillante como la luz de diez Soles juntos le cegó la vista. Segundos después, y en el momento en que recuperaba la visión, un rayo le atravesó el cuerpo y cayó dormida, medio desmayada, en un manto de total oscuridad. Más tarde, horas después, Elena abrió los ojos. Estaba en una cama, pero se asustó un poco al ver que esa no era su cama y que tampoco estaba en su casa. Todavía mareada y con la vista borrosa, Elena divisó a una mujer sentada en un sillón colocado a la derecha de la cama. ¿ Quién es esta señora y dónde es que estoy ?, se preguntó. La señora, al percatarse de que Elena había despertado, se le acercó y le besó la frente. El olor de esa señora le pareció familiar, conocido y se le dispararon los sentidos. Súbitamente, un violento caudal de recuerdos sucesivos se apretujaron en su cabeza y se vio envuelta en una madeja de música, bocinazos, gritos, y llantos, de gente corriendo y cuerpos sangrando. -¿ Qué pasó, dónde estoy ?, preguntó Elena. La señora se le acercó al oído y le susurró unas palabras.
Y Elena lloró. Lloró al recordar el horrendo accidente de tránsito en el que se había visto envuelta junto a su madre. Lloró al enterarse que había llegado muerta al hospital y que los doctores la habían resucitado. Y Lloró, pero de alegría, cuando comprendió que ya no habían razones para temerle a nada en la vida. A la corta edad de trece años, Elena había conocido la muerte y le había parecido la cosa más hermosa y gratificante que se pudiera experimentar. Elena abrazó a la señora y le dijo, vertiendo toda la profundidad de sus ojos café en la mirada llorosa y atenta de aquella mujer : -Tía, ojalá y mami se encuentre con los pájaros que emigran al Sur, ellos conocen los mejores paisajes.
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