Su rostro se congestionaba por el placer que le producía la velocidad. Apretaba el acelerador con furia, como si quisiera devorarse esa huella cenicienta que aparecía delante de sus ojos. El paisaje se borroneaba y desaparecía, pero ella imprimía más velocidad a su bólido porque sólo eso le interesaba: huir de su pasado y perderse en interminables carreteras tratando de encontrarse cara a cara con algo que ni siquiera ella sabía que era.
Cien, ciento cincuenta, ciento sesenta, ciento ochenta, doscientos, más, más, se decía y su lengua se asomaba irreverente entre sus labios entreabiertos, más, más, mucho más, doscientos diez...
Cincuenta, a lo más sesenta kilómetros por hora, el cortejo fúnebre no avanza a más velocidad. Y alguien, contempla todo esto con el rostro furibundo, un deudo, entretanto, dice:
-Si hubiese sido más prudente...
La muchacha, detrás de ese lento cortejo, se encabrita y quisiera sobrevolar ese obstáculo, sus manos oprimen enardecidas el volante. Hay gente que no aprende nunca...
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