Nunca le gustó perder, tampoco ganar, por ello, era un gran incomprendido. A todos lados iba solo, con su especial amigo, una pelota de fútbol, que lo mostraba a todos los chicos del colegio para jugar un mach de fútbol pero bajo sus reglas, que tan solo era una y esa era que él debía siempre ganar, sea como sea, porque si empezaba a perder, cogía su pelota y se alejaba de todos los chicos, por ello es que al poco tiempo se quedó sin un solo amigo, todos le miraban con asco, o cólera, a lo que él se iba a su casa, buscaba un lado de la pared y empezaba a patear la pelota una y otra vez contra la buena pared. Todo seguiría igual sino fuera que en una de esas peloteadas contra la pared, la pelota se metió dentro de una de las casas vecinas. Carambas, pensó, el muchachito. Vio la casa y sintió que nunca la había visto antes. Le pareció extraño ver esta inmensa casa rodeada de árboles y ramas que impedían ver su interior. Pero, si deseaba recuperar su pelota tenía que buscarla dentro de la casa. Cogió una escalera que su padre tenía en la casa y la puso sobre el muro cubierto por ramas. Subió la escalera y vio que al otro lado estaba su pelota de fútbol. Se alegró, pero eso duró poco al ver que muchos niños le miraban del otro lado. Uno de ellos fue hacia la pelota, la cogió y se puso a jugar con los demás chicos que vivían dentro de aquella inmensa y lujosa casa. ¡¡No jueguen, no jueguen, nooo…!! No dejaba de gritar el niño. ¡¡Es mi pelota, dénmela, es mía, solo es mía, mía...!!, repetía el niño mientras los demás chicos se burlaban de él. Uno de ellos al ver que este estaba a punto de llorar, cogió la pelota y la pateó con una fuerza sobrenatural, haciendo que esta saliera hacia la calle, en donde estaba el dueño de esta pelota. Este dejó de llorar y bajó a buscarla. Y cuando la tuvo en las manos se puso muy contento, pero muy contento, tanto que apenas vio a unos chicos del barrio les dijo si podían jugar un rato con él, y que no se preocuparan pues ya no se iba a molestar si él perdía el partido... Y así fue como desde aquel día todos los chicos del barrio no dejaron un solo día de jugar a la pelota hasta que los años pasaron, y todos crecieron, pero este niño del cuento nuca dejó de serlo, es decir, creció pero jamás dejó de jugar a la pelota. Había aprendido una lección que solo la vida puede enseñar, y esta era que no importaba si ganaba o perdía una cosa en la vida, siempre y cuando hubiera un amor, un amigo con quien compartir, un lugar en donde pudiera vivir una bondad, una alegría…
San isidro, junio de 2006
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