Leo les presentó a la única familia que tenía: su hermano Juan y su cuñada Eliana.
El rondaba los cuarenta, moreno, ojos de almendra negros y un aire entre distante y de estar de vuelta de casi todo. El tupido bigote le tapaba el labio superior velando la expresión de su boca. Parco en palabras y muy reservado.
Eliana conservaba, en su treintena larga, la dulzura de sus primeros pasos como mujer. Trataba de evitar con sus expresiones alejarse de la postura de su hombre, pero sus ojos azules redondos y grandes no engañaban a nadie.
Se trataba de pasar la noche en lugar cubierto y reponer fuerzas con algo de comer, al día siguiente buscarían otro hotel donde poder hacer planes para esa ruta turística, motivo de su visita a Argentina.
Las dos mujeres se aprestaron a enseñarles la habitación donde pasarían la noche, abrieron la puerta con cristal opaco en su parte superior para dejar pasar la luz del saloncito y una bombilla en lo alto del techo iluminó la estancia.
Una cama de matrimonio sin cabezal y un humilde armario era todo el ajuar. La ventana de un cristal fijo en el marco era cruzada por dos hierros que impedían el acceso a cualquier posible intruso, lo que hacía que pasase la luz pero no el aire, que únicamente podía entrar a través de la puerta de la calle, por el saloncito.
Los chicos sonreían todo el tiempo y daban las gracias por su acogida en momentos tan dramáticos.
Les dejaron solos en la habitación para que pudiesen estar en la intimidad un rato antes de la cena.
- ¿Has visto otra puerta que diese al comedor que te hiciera pensar que hay algún otro dormitorio en la casa?
- No.- Contestó Pedro
- Esta es la habitación del matrimonio. Leo debe dormir en el sofá.
Ambos callaron. Pesaba el silencio.
Pedro se acarició la nuca, aún sentía dolor por el golpe que recibió y su hermano apoyaba la frente en sus manos de sarmiento.
Así estuvieron un tiempo. Por sus mentes pasaban imágenes del sórdido lugar de donde huyeron, de sus padres, de su infancia en una casa donde no faltaba de nada y del gesto del dueño de la casa.
La cena transcurrió sin demasiados comentarios. Algún intento de Pedro por amenizar y varias ocurrencias de las mujeres ocuparon el espacio. Juan y Dani apenas hablaron.
Los hermanos agradecieron de nuevo el gran favor de cederles su propia habitación a lo que Juan adujo que no tenían que preocuparse, que esa noche dormirían en casa de unos amigos.
- No obstante.- Indicó.- esperamos no molestarles mucho durante una reunión que va a celebrarse aquí. Procuraremos no hablar fuerte.
- No creo que nos moleste mucho porque llevamos cansancio de sobra para quedarnos “muertos” en cuanto apoyemos la cabeza en la almohada.
Por primera vez, y por hacer un cumplido a la frase de Dani, la línea del bigote se movió hacia arriba por uno de los lados de la boca, era la sonrisa de Juan. Los chicos sonrieron agradecidos por la deferencia.
Ya dentro del dormitorio y cerrada la puerta, Pedro señaló a su hermano que le había llamado la atención el retrato que colgaba en el centro de una de las paredes.
- Te habrás fijado que es de un hombre vestido al estilo del siglo diecinueve, con solapas muy anchas y cruzadas, una especie de corbata en forma de lazo, un papel enrollado en una mano y esa mirada penetrante que te observa fijamente te pongas donde te pongas, en cualquier lado del salón.
No es realmente una fotografía en blanco y negro, me he fijado bien y es un dibujo.
No creo que sea ningún antepasado de la familia.- dijo en un tono relativamente jocoso, evidenciando la pobreza que reinaba en toda la casa.
- Sí, también a mí me ha llamado la atención, pero no le doy importancia. Quién sabe los motivos que habrán tenido para colgar ese retrato o si lo habrán recogido de algún montón de basura en cualquier esquina de Buenos Aires.
Pedro ayudó a su hermano y ambos se acoplaron en la cama. Estaban cansados, sin embargo, en la pantalla de sus mentes, un viejo proyector esculpía imágenes que desde entonces serían imborrables.
La Claridad que les entraba por la puerta acristalada y los pensamientos que fluían sin cesar, impedían la llegada del sueño.
Habrían pasado unos veinte minutos desde que se acostaron, cuando comenzaron a entrar personas en la casa y la advertencia de los dueños de que bajasen la voz, siempre llegaba después de saludar en voz alta, aumentando la desazón de Dani y Pedro.
Desde el dormitorio se escuchaba el rumor de palabras y arrastrar de sillas hacia la mesa. La luz de la pequeña lámpara del comedor se apagó y dio paso al resplandor titubeante de las llamas de unas velas.
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