Diverso es el dolor, y múltiples son las heridas, de esta historia que no debiera ser contada. Una historia llena de misterio y terror, en donde aquella frase de "los extremos son malos", se hace presente. Quienes conozcan la extraña naturaleza de mi alma, sabrán a que me refiero con exactitud. Y para aquellos que aun están entre los vivos, me explicare.
Fui gran conocedor de los placeres de la vida, y digo fui, porque estoy desde hace mucho tiempo vagando por las regiones de las sombras. Me entregue al vicio y a las drogas, los desee mas de lo que ellos a mi. Me caracterizaba por ser fumador de opio, un jugo de sabor amargo, el cual desecado se utiliza como narcótico. Este, producía en mi, efectos de sopor, en donde mi mente adormecida, totalmente cegada por la droga, alucinaba. Aquellas instancias de enajenación mental, me permitían convertirme en marioneta de mis deseos más macabros. El opio era para mi, la inocencia soñada, el dulce delirio, la invisible tragedia.
Y fue en una de tarde de esas, en donde la vi. Una mujer de alta estatura y delgada figura. Su rostro mostraba una palidez cual paño funerario, y una rota sonrisa enmarcada por el rojo carmín de sus labios. De fina nariz, suave mentón y largas orejas, acariciadas por un liso cabello negro como el ébano.
Y que podré decir de sus ojos?, si aquellos eran los mas grandes, perfectos y peculiares de nuestra raza. Dos pupilas de un azul profundo como el mar, se encontraban bajo la sombra de largas pestañas peinadas por el viento. La chispa desprendida por sus ojos, era la rareza de su exquisita proporción. Dos ventanas que permitían ver, a una mujer entregada a la perversión.
Su nombre de pila, era Ligeia. Mas no recuerdo como, donde ni cuando lo supe. Un nombre que fue para mi, solemne pasión. Pocas letras, que irradiaban belleza. Una belleza de contenido melancólico y triste, e intensa y musical de forma. Una belleza, que no era cualidad, sino una impresión de mi alma. Una belleza, que en vano intentaría describir con palabras.
Como iba diciéndoles, fue en esa tarde de frío otoño, donde la vi. Y desde ese entonces, creo que la encontré por primera vez, y luego con frecuencia. Mas en aquella primera instancia, como era de esperarse debido a mi recatada personalidad, no cruzamos muchas palabras. Aun así, recuerdo con exactitud, la dulce musicalidad de su voz queda, llena de palabras disfrazadas de elegancia.
Nuestro lugar de encuentro, no era la cuidad, no era el campo, no era el mar, no era la tierra. Sospechaba que los efectos del opio me transportaban al paraíso.
Debe ser mencionada la sensación de la ausencia del tiempo, que la droga me proporcionaba. Pues a su lado pasaba eternidades, que al volver en si, se reducían a horas.
Poco a poco fui conociendo a Ligeia, quien fue llegando a mi alma, con pasos firmes. Y en un abrir y cerrar de ojos, me di cuenta que la ame. Se había apoderado hermosamente de todo mi amor. Ligeia se convirtió en esposa de mi corazón.
Mientras tanto, mi mente observaba el espectáculo de una obra de esperazas y temores. Me fui convirtiendo en esclavo del opio, estaba sujeto a las cadenas de la droga. Y todo era directamente proporcional, mientras mas amaba a la fantasía de Ligeia, más me iba enterrando en la melancolía. La naturaleza de mi alma cambio radicalmente. Mi fiero temperamento crecía a cada fracción de segundo. Estaba lleno de odio, propio de un demonio. No pensaba con claridad, mejor dicho, ni podía pensar. Estaba incapacitado mentalmente, para distinguir la realidad de lo que no era. Incluso, mi cuerpo estaba roto. Fui perdiendo habilidades motoras y sensitivas. Por las noches no podía conciliar el sueño. A cada instante, la idea de abandonar los efectos que provocaban las visiones de mi dulce Ligeia, me acechaba. Me rehusaba a perderla. Mas puedo asegurarles, queridos lectores, que ningún humano sufrió tanto en vida, como yo lo había echo.
No encuentro mejor forma para describirme, que como péndulo. Oscilaba entre la vida y la muerte, entre el amor y la desdicha, entre la realidad y la fantasía.
Y ahora, mientras escribo, recuerdo con amarga sensación, mi adicción en cuerpo y alma a Ligeia. Solo al morir comprendí toda la fuerza de su efecto. Ni mi voluntad ni mi valor pudieron salvarme. Toda la atmósfera de amor y placer, había desaparecido, todo era horror y pecado. En mis últimos viajes junto al opio, ya no existía paraíso alguno, si no un infierno en donde el aire comenzaba a quemar, y solo el diablo podía respirar.
Y como gota que rebalso el vaso de mi destino, la mujer a la que ame, de espíritu libre y expresión tranquila, comenzó a cambiar. Ella dejo de amarme, para dedicarse a torturarme. Se convirtió rápidamente, en mi verdugo. Su impulso asesino, aumentaba mi perfil de demonio. Y aunque no lo crean, mi devoción por ella, también desapareció. El amor se volvió doloroso, y el odio se torno un verdadero don. Aun así, en ciertos momentos, en la excitación de mis sueños de opio, la llamaba, a ella, a la exquisita pero extraña Ligeia.
Entretanto, el comienzo del fin irrumpía en escena. La mujer en cuestión, paso a ser la antagonista de mi relato. A propósito de mi estado, para el momento en que esto sucedía, debo admitir que era deplorable. No solo sentía a Ligeia, matarme lentamente, sino que también comencé a sufrir de alucinaciones y visiones, más perturbadoras de lo común, debido a mi mortal diagnostico de "delirium tremens", mejor dicho, la fase mas complicada de la intoxicación a causa de drogas. Realmente, moría en vida. Cada instante que pasaba, mi corazón quemaba, y mis venas ardían. De mi boca, ya no caían mas palabras, mas en mi mente resonaba con potencia la plegaria, "¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!".
Luego, vino el final. Súbito y con pocos recuerdos. El olor amargo a hospital, penetraba mi nariz. Ni en el mas recóndito lugar de mi mente, había explicación alguna, de porque me encontraba allí. Simplemente era un hecho, eliminado de mi disco duro, pues a este rompecabezas, le faltaban varias piezas. Mas no pude controlar al destino. Mi débil voluntad, me entrego a la muerte, aquel espectro que se sienta en todos los festines.
Entonces, mi temor a la hora funesta, había llegado. Y pude sentir como si me drogara por ultima vez, como si la muerte misma, me diera la oportunidad de dar una ultima mirada a los extraños ojos de Ligeia, a la armoniosa voluptuosidad de su cuerpo, a su bella esencia.
Y en un grito ahogado, mi alma dejo mi cuerpo cual niño corre a su hogar, al tocar la campana. Mi vida entera, paso delante de mis ojos, en un efímero momento. Pude cerrar mis parpados, y apretarlos contra mis pupilas, mas nunca deje de ver la imagen de Ligeia bajando el arma, que quebró mi pecho.
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