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Gruesas gotas de lluvia caían sobre su ser. El agua le impedía pensar, y un frío cruel lo paralizaba en cuerpo y alma. El viento, impredecible y voraz, amagaba con llevarse la triste morada, el refugio cubierto de mantas y sábanas sucias que albergaban lo único que podía considerar propio: su alma en pena. Nadie lo vio acomodarse en el charco de agua cuando el efímero relámpago anticipó, quizás, el trueno más potente que ningún oído hubiese jamás percibido. Todos (y digo todos por llamarnos de algún modo, porque en realidad no éramos más de cinco los inadaptados que yirábamos por las inhóspitas calles porteñas aquel ocaso invernal) pasamos delante de él. Muchos lo percibimos, casi hasta con desprecio, recordándolo como un objeto o un aspecto del paisaje que durante aquellos días solíamos observar. Nadie se detuvo ni apaciguó su marcha, todos seguimos hacia la misma esquina en donde nos reuníamos cada siete, cinco o tres días (según la instancia y las circunstancias del juego).
Lo recuerdo nítidamente, apenas como un reflejo que emergía de entre las baldosas y los apurados pasos de los transeúntes, intentando escapar a una realidad que no le era ajena a ninguno de nosotros. A decir verdad, apenas podría construir una simple descripción de su fisonomía (no muy alto, joven, morocho y bastante delgado), pero aún así estaría incurriendo en un despropósito, teniendo en cuenta lo poco que significaba para mí, y la escasa atención que le prestábamos a aquel muchacho que la vida (quién más sino) había castigado injustamente.
Por aquellos días la vista se obnubilaba, todo carecía de sentido y los pensamientos cedían terreno a los impulsos sentimentales; ningún asunto merecía real atención, por delicado o simple que fuera, y las circunstancias que de todo hecho se desprendieran, dependían de las veintidós almas que gobernaban nuestras voluntades. La pasión, esa imperante e irracional forma de expresión humana, dejaba leerse en el rostro y los sentimientos de un mundo que se agolpaba frente a los televisores, proyectaba los goles y las jugadas en la voz de los relatores radiales o estudiaba, metódica y paulatinamente, los resultados online. Yo era de los que gustaban pararse frente al ventanal de una casa de electrodomésticos y seguir los cotejos de nuestra selección junto a los mismos de siempre, compartiendo los sufrimientos o alegrías de algún balón estrellado en el travesaño, un gol festejado en el momento menos esperado, un penal cobrado a favor o, en el peor de los casos, un gol sufrido en el último instante de juego.
Aquella mañana era la final del mundial, siendo todo debidamente magnificado. Se jugaba frente al conjunto brasileño: el enemigo número uno, el rival a vencer. Los nervios acompañaron como durante todos los partidos, desde la fase inicial hasta la última instancia, pasando por los octavos, cuartos y la sufrida semifinal. Todos éramos conscientes de lo importante que dicho evento significaba para el país (cualquier duda quedaba disipada al advertir la envergadura que los medios locales e internacionales le daban al suceso), y estábamos adecuadamente al tanto de las modificaciones y las declaraciones de cada uno de los jugadores que disputarían el tan ansiado partido.
Recuerdo (no creo poder asegurarlo) que me vestí del mismo modo en que lo venía haciendo, para continuar con la cábala. Ni siquiera importó el torrencial que los oscuros nubarrones predecían desde la ventana de la habitación que me veía partir. Encaré con decisión la puerta del petit hotel de la calle Maipú y me dirigí a la esquina predeterminada, a la vidriera donde me esperaban, más que nunca, los cinco compañeros de aventuras mundialistas.
Esa gris tarde de junio casi lo vi. Sentí una inquieta necesidad de acercarme, tenderle una mano, ofrecerle una moneda, preguntarle si necesitaba una ayuda, una palabra, un gesto, una mirada, algo de mí; pero no. Todos pasamos a un costado suyo, esquivando los charcos de agua y silbando nuestra bronca por las pésimas condiciones climáticas que opacaban la fiesta que, en una de esas, pronto estaríamos festejando.
El seguía allí, resignado ante el chorro (ya casi catarata) de agua que empapaba su torso semidesnudo y que provenía de una de las ventanas del banco de capitales extranjeros que lo cobijaba durante gran parte del día. Llevaba en una mano la estampa de la virgen de Luján que su difunta madre alguna vez le había obsequiado, y en la otra una pequeña radio que había rescatado en una de sus tantas cartoneadas. Esperaba el inicio, la salida de los equipos, las polémicas, los riesgos, los goles. Esperaba el milagro, como todos nosotros.
Y entonces sucedió: gol de Argentina. Gritos, locura, euforia, desahogo. Apenas lo vi cruzando la calle, los ojos brillantes y la expresión de niño con juguete nuevo: la frescura e inocencia de una vida que poco tenía para festejar; el frenesí por unos cuantos minutos de satisfacción que su triste realidad no le podía ofrecer. El abrazo duró una vida, casi tan largo como la brecha social que nos separaba. Yo no fui yo, ni él fue quien era. Fuimos nosotros un pueblo entero, una nación de emociones y fantasías consumadas.
Luego el final del partido, y Argentina campeón del mundo. Entonces festejamos, ya sin temores a perder lo más anhelado, nuestro deseo y sueño colectivo más importante. Después saltamos, gritamos, y me volví a abrazar con el joven, pensando en lo felices que éramos y cómo el destino nos había regalado ese maravilloso momento, esa dicha que no todos podrían disfrutar en vida.

Gruesas gotas de lluvia caían sobre mi ser. La mañana de junio se presentaba más fría y lluviosa que nunca. Maldecí por las pésimas condiciones climáticas, doblé por la esquina de Maipú y Corrientes y fue entonces cuando lo advertí en el sitio de siempre: los pies asomando de entre unas deshilachadas sábanas, el torso semidesnudo, más flaco y pálido que nunca y tratando de acomodarse en el charco de agua que lo rodeaba sobre el suelo de la entrada principal del banco. Abruptamente, frené mi marcha, decidí hacerme cargo y recomponer mi error (después de todo mi acción sería gratamente recompensada). Finalmente volví sobre mis pasos. Hacía un año que Argentina había obtenido su tercer título del mundo, y yo había olvidado mi especial de colección para compartir con los compañeros de oficina...


Texto agregado el 26-06-2006, y leído por 128 visitantes. (0 votos)


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