- ¡A dormir se dijo!
Martín ya sabía que el dictamen de su madre, a esa hora de la noche, no tenía discusión. Así que levantó sus zapatillas y camino lentito hasta su cuarto, arrastrando los pies como si las medias fueran pantuflas. Se echó en la cama y empezó con el ritual de todas las noches.
- Uno...dos… tres… cuatro.
Y como por arte de magia, se había quedado dormido.
Hay niños que cuentan ovejas para conciliar el sueño. A otros, más extrañamente simples, les basta con contar números. Martín era uno de esos, o quizás el único de esos. Martín siempre hacía las cosas cuatro veces.
Tocaba a la puerta cuatro veces, le echaba cuatro cucharadas de azúcar a su leche, masticaba cuatro veces antes de tragar y se lavaba los dientes cuatro veces (cuando le provocaba). Cuando se sacaba conejos del pie izquierdo, lo hacía cuatro veces, y cuando estaba enojado, rompía lo que tenía en la mano… en cuatro.
* * *
En otra casa, a sólo unas diez cuadras de distancia, vivía Ana. Ella no hacía las cosas cuatro veces, pero sí con los dos lados del cuerpo. Desde siempre había sentido que lo que hacía con la derecha, tenía que hacerlo con la izquierda, y viceversa. Si no lo hacía, se quedaba con una extraña sensación, se sentía algo así como incompleta.
Un día hizo un simple experimento y no pudo dejar de “ambidiestrar” todo. Desde entonces comprendió que su cuerpo estaba dividido en dos, igual a lo que todos pensamos del cerebro. Esa teoría que dice que cada sector tiene sus propias funciones.
Bueno, el caso es que Ana pensaba lo mismo, pero de todo el cuerpo. Cuando estaba echada boca arriba, en la cama de su cuarto, pensando en todo y en nada, se dedicaba a examinar cada uno de los huequitos de su lámpara de paja. Era una de esas actividades tan interesantes que uno hace con especial esmero y admirable curiosidad sólo cuando es niño. Esas cosas que dejamos de hacer cuando tenemos más años y menos capacidad para asombrarnos.
Se tapaba el ojo derecho con la mano derecha e inmediatamente después lo destapaba y tapaba el ojo izquierdo. Le parecía fascinante ver que la imagen que procesaba su cerebro cambiaba de acuerdo al ojo a partir del cual era percibida. Su hipótesis era válida: “Los dos ojos no pueden ver lo mismo, porque no están en el mismo sitio. Cada ojo ve lo que le toca ver. O, mejor dicho, lo que quiere ver. Además, cuando las dos imágenes se juntan aparece una tercera, que no es la izquierda ni la derecha; sino las dos, pero ninguna.”
* * *
Niños extraños, como ellos dos, tenían que encontrarse y encantarse. Algún día se conocerían. El destino, ese al que le echamos la culpa de todo, tenía que juntarlos.
Por cuestiones de ese mismo personaje, el destino, Martín se tuvo que ir a otro país y Ana se mudó a una provincia. Bueno, en realidad, a sus ocho años ninguno de los dos “tenía” que irse. Quienes decidieron hacerlo fueron sus padres.
Los años fueron pasando y ellos fueron creciendo, pero nunca perdieron su habilidad para asombrarse con las pequeñas cosas de la vida. Martín nunca dejó de contar hasta cuatro y Ana nunca dejó de “ambidiestrar”.
Cada uno, en el lugar del mundo donde le había tocado vivir, caminaba por la calle mirando el cielo. Y cada noche de luna llena soñaban con mudarse a ese luminoso satélite, que por cierto no es un planeta. Porque… ¿qué tiene de entretenido vivir en un planeta?
Para llegar a la luna les haría falta un cohete o simplemente aprender a soñar despiertos. Y ellos estaban en proceso de aprendizaje. Entre sus principales planes estaba aprender a volar, como en los cuadros de Chagall.
* * *
Y así fueron pasando los segundos, los minutos, las horas y los días. Hasta que diez años más tarde finalmente se encontraron. Iban en un tren, viajaban por otro país, en otro continente.
Se sentaron uno al lado del otro y tuvieron toda una noche entera para conocerse, pero estaban tan cansados que ambos decidieron dormir. Y como nunca se miraron a los ojos… nunca se miraron a los ojos.
Martín y Ana se encontraron, pero no se reconocieron.
Y el narrador de este cuento se pregunta... ¿Cuántas almas gemelas habremos dejado de conocer por no andar lo suficientemente atentos? |