A mi hermano Icikas
Esta mañana al despertarme, recibí nuevamente una tarjeta postal dedicada, con una de esas imágenes que resultan ser muy familiares. Como siempre ocurre, me abstraje contemplando la imagen de la postal, repitiéndola una y otra vez como si nunca quisiera que se fuera de mí, como si contemplara mi propia eternidad.
Nuevamente es el mismo remitente, lo sé antes de voltearla para ver el reverso. Nunca he conocido la razón por la que escoge estas mañanas apacibles para enviarme sus postales llenas de sortilegios para el presente y escaramujos del pasado. Será porque me conoce mejor que nadie y sabe cuándo se hace el mejor tiempo para que las reciba, en todo caso siempre acierta. Me dice que todo está cambiando con el tiempo; entre líneas, me comparte su vida, y con ello me hace recordar tantas cosas lindas. La verdad es que nunca he sabido cómo agradecerle que se acuerde de mí con esa disciplinada frecuencia. Lo único que se me ocurre es seguir escribiendo mis memorias y nombrarlo a cada instante de mi vida, y decirle que estoy tan agradecido con él y con todo lo que me ha enseñado, con lo que ha vivido, con lo que ha sabido y lo que no, con todas esas formas de mostrarse frente a mí, sin especulaciones ni engaños.
Sigo mirando la tarjeta con un preludio de sonrisa triste. Hace varios años ya, recuerdo, mi clase de literatura era impartida por una profesora joven con la que construí fast track, una especial amistad. Me cuesta trabajo recordar su nombre, pero sé que era delgada y solía peinarse con una única trenza. Tenía problemas para embarazarse, según me hizo saber ella misma (la rauda e identificada amistad le permitió contarme alguna vez sobre su problema), y parecía particularmente sorprendida con mis gustos literarios, pues de alguna manera sentía que yo me parecía mucho a su esposo; y llegó a confesarlo alguna vez, que me parecía mucho a él, en la forma de pensar y de sentir (Siempre me pareció sorprendente la idea de que ella supiera identificar mis sentimientos). Seguramente por eso me brindó su amistad tan fácilmente. A veces, cuando me miraba, pienso que veía en mí algún dejo familiar, como si me hubiera conocido ya en otro momento fuera de esta existencia, y estuviera contenta de verme de nuevo después de tanto tiempo.
La gente no suele darse a conocer así nada más, por la manera en que escribe, creo yo (y en cuanto a los sentimientos, poco se suele saber de las personas), a menos que se trate de grandes autores reconocidos y leídos en todo el país y más allá de las fronteras. Me pregunto si todo esto lo digo con o sin nostalgia; es que ya hace años que la conocí y alguna suerte de sensación indescifrable me invade cuando pienso en ella. Me hubiera gustado comentarle esta última lectura de Cortázar que digerí hace unos momentos; es la misma que nos entregó en clase hace ya más de seis o siete años, y fue entonces que lo leí por primera vez. También recuerdo que me pidió hablar en su clase, sobre el viejo Benedetti, sobre su genialidad, el doloroso exilio, la dictadura y el impacto de ésta en su obra; y hasta me permití hablar de lo cursis que podían llegar a ser algunos de sus poemas. El viejo Mario, autor que tanto he gustado desde entonces, y a raíz de la expectativa que
fraguaron en mí, y hasta siempre, los dos ejemplares Inventarios que celosamente mostraba Isaac Macías en las escaleras de la preparatoria. A veces pienso que uno no debe regresar así a los recuerdos como éste, y muchos menos de esta forma tan indiscriminada y sencilla, como si un cuento se estuviese relatando por sí mismo. Pero no estoy seguro, no sé, nunca he renegado de mi pasado, y mucho menos cuando contemplo este tipo de tarjetas postales que contienen imágenes de un tiempo que nunca había sido tan pasado como hoy, donde el recuerdo surte sus más amplios efectos retroactivos.
Otras veces pienso en los efectos y las causas, y me gusta creer que esas tarjetas postales son solamente efectos de la estancia en un espacio y tiempo concretos que nunca pudimos haber eludido. Y aunque no sepa exactamente si esto que siento al mirar la postal sea nostalgia o no, si sé por el contrario que al menos no he lacerado mi memoria; y queda con ello
asegurado que en una buena mañana como la de hoy, podría volver a despertarme y pensar en alguna cosa que no sea precisamente la angustia de vivir o el futuro próximo de mi existencia. Tal vez la siguiente ocasión me encuentre con una nueva sorpresa de que he recibido esa postal infalible, firmada al reverso por quien fui alguna vez, en algún momento y espacio suspendido en el pasado, y contándome de lo que vive en su presente, de lo que habré sido alguna vez, en ese entonces. Por eso en el fondo sé que la vida sí es como los ríos de Heráclito, o el eterno regreso de Nietzche: Pasa y regresa infinitamente. Me gusta pensar así, porque de lo contrario no me explico cómo podrían llegarme postales de esa persona que por alguna razón se ha quedado en alguna dimensión viviendo momentos de su propia vida, saludándome desde el pasado, como si nunca pereciera. Sí, lo sé, soy él, o lo fui, o lo sigo siendo, no lo sé exactamente, pero estoy empezando a creer que la verdadera eternidad suele mostrarse en tarjetas postales como ésta.
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