Esta historia comenzó cuando todo estaba acabado, cuando los sueños yacían inertes bajo las piedras del desaire. Allí, en ese punto del tiempo, comenzó todo lo que hoy recuerdo intacto.

En ese momento donde al pestañear caía polvo de mis párpados, donde mis labios daban espacio para las telarañas; en ese instante de inmovilidad de la que yo era víctima, apareció con brillo de tango argentino: carcomido por el recuerdo del amor en las calles de Buenos Aires, un hombre que llenó la pequeña habitación de girasoles amarillos y de sonrisas enamoradas.

En mi historia roída por la depresión se anudaron en mis huesos los hilos de la esperanza, haciéndome bailar a sus pies por una música que provenía de lo más profundo del intenso sentimiento que produjo este hombre en mi mundo.
Fui la marioneta de una fuerza desinteresada, de los instintos que hacen caer al hombre, de esas ganas de saltar sobre la presa. Eso fue lo que pasó, yo salté sobre mi hombre, lo aprisioné entre mis brazos pegados al suelo y llenos de polvo arrepentido.
En ese acto de fiera inhumana, fue donde mi respiración botó el humo añejo e inspiré toda su esencia. El quedó en mi organismo, y sus ropas se hicieron las mías, pero no me volví a mover, caí de nuevo en el destino del que él me había hecho salir. La nueva esencia en mi cuerpo creó más telarañas que cerraron mis ojos y bloquearon mis palabras. El polvo inundó mis fosas nasales y el ruido de los girasoles marchitos fue estancando la sangre en mi cuerpo.

Eso sucedió, cuando todo estaba acabado y renací, para volver a morir.