Para Rocío, en donde esté.
Una vez más entra. Hace años que él no bajaba esas escaleras, pero no olvida el olor a grasa que hay en medio del pasillo, ese largo túnel intransitable por la cantidad de personas que caminan todas en la misma dirección. En unos minutos él sube al tren que sigue siendo naranja y se apropia de un asiento.
Ella sube detrás, es pequeña y tiene el cabello negro, suelto, sucio. Trata de vender periódicos. Son chicos, a color, con fotografías impresionantes. Ella no debe tener más de 8 años. Detrás, aferrado a su falda va un niño que, por el parecido entre ambos, debe ser su hermano.
-- ¿Me compra el “Metro”, güerito?- le dice al hombre que recién cumplió 35 años. Él saca de su bolsillo 20 pesos y no le acepta el cambio. Ella le sonríe, le da las gracias y sigue vendiendo. Al final, toma de la mano a su hermano y bajan. Se van al siguiente vagón.
Es la misma rutina desde hace 15 días, cuando él chocó su auto y, como está en el taller, debe usar el transporte colectivo. Sólo que hoy le preguntó su nombre: Rocío. Le contó que su hermano es Aurelio.
Entre Santa Marta y Chabacano hay muchas estaciones y un cambio de línea en Pantitlán. Mientras avanzan los vagones, él se entera de cuántos asaltos bancarios hubo, cuántos choques entre borrachos, cuantas riñas.
“Así es el México profundo”, reflexiona. “Irresponsables muchos, tontos otros”. Piensa en darle una lección al editor que hace el periódico sobre cómo educar al pueblo, sobre cómo no vender eso que considera mierda. “Lo compro por ayudar a la niña”, se consuela.
Al otro día, que será su último viaje en metro, cuando Rocío le ofrece el periódico él saca 100 pesos y le dice que ya no le comprará más.
--Me entregan hoy mi coche, ya no vendré en metro, pero cuando necesites algo urgente llámame, te doy mi tarjeta, ahí está el teléfono- le dice a Rocío, quien deja atrás la sonrisa y lo mira con desconfianza mientras jala a su hermano hacia la puerta.
A la mañana siguiente, él recibe una llamada del taller mecánico. No podrán entregarle el auto. Hubo un problema y no está listo. Ya en el vagón, no ve ni a Rocío ni a Aurelio. Tal vez se asustó por lo de la tarjeta. Por lo menos no tendrá que leer el tabloide lleno de sangre.
Para salir del metro sube las escaleras rápidamente y al final se la encuentra de frente. Sí, es ella, es Rocío. Atrás se ve a Aurelio, llorando desconsolado. Está tendida, tiene los ojos abiertos, desorbitados y lo mira fijamente. Él no entiende qué pasa, no puede comprender. Tiene que pagar 5 pesos para poder llevarse el rostro de Rocío entre sus manos, impreso en papel, y entender que fue atropellada ayer, 15 de febrero, en la Calzada Ignacio Zaragoza por una pick up, cuyo conductor se dio a la fuga. Los niños cruzaban la calle para regresar al puente que está en Avenida Amador Salazar, donde vivían desde que sus padres los abandonaron al llegar a la ciudad, provenientes de un pueblo de Hidalgo.
Ellos, sus papás, se bajaron del camión sin avisarles. Ellos, los niños, fueron la primera plana del editor anónimo al que él siempre sermoneaba mentalmente.
Él alcanza a distinguir su tarjeta tirada al lado del cuerpo de la niña. Ella, en la emergencia, no pudo llamarle.
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