El borde es la catapulta del vuelo ciego; también es su muerte, por eso, asesinos sobran. El hombre es un asesino despiadado, consustancial. El borde es un cementerio de vuelos truncos. Por otro lado también existen los ciegos, los que no ven, pájaros sin alas. Cuando Dante puso la mirada en los contornos del vestido de Ana, se le desató la oleada; un acople de pulsaciones nubló la línea de su horizonte. Contrariado pero resuelto, sintió henchirse todo lo que tenía por debajo de la mesa que ocupaba. La ensoñación lo sacó de la conversación y lo mantuvo quieto mientras Ana aceptaba resignada la tercera copa de licor. Antes hubo una cena.
Los miramientos empezaron cuando el jefe, entró al congestionado salón con Ana, su mujer. El vestido resaltaba su vientre como un velo tapando un fruto fresco. El resto era piel y un trazado de líneas en espiral. Dante en el organigrama estaba en la línea. Esa línea le adjudicaba el derecho a estar sentado en la mesa de los jefes. Antes de la cena hubo una presentación en la testera del salón. Fue allí, en ese contexto, cuando se encontró por primera vez, de frente con la mirada de Ana. Sucedió que el rostro se le llenó de vergüenza. Ella lo descubrió en el sondeo impúdico y desmedido de sus seños. Luego el pudor transformó las miradas y le dio a éstas la trayectoria de una bola de pinball antes caer en la ranura. Dante había logrado desnudarla con la pura imaginación. Así descubiertos, sus senos se desbordaron por entre el encaje negro y se pusieron a su disposición como una pagana ofrenda. Sus senos bambolearon para él entre discursos y diapositivas en power point.
Más tarde, al verla masticar el cordero y la mora del menú, el cuerpo encendido de Dante quedó marcado por esos mordiscos. En la pira, Ana le bailaba tras un cubierto de plata. “¡Baila con ella!”, le dijo gritó su jefe, como ofrendándola cuando la orquesta dio paso al baile. Él caminó primero hacia la pista, mientras Ana le daba un beso a su marido por cumplir. En la pista, cuando estuvo parado frente a ella, su aliento caliente le sacudió el rostro como una agitada brisa de verano por la tarde, pero en la geografía de un brasero. Ana le sonrió. Ana frotó su cuerpo cada vez que el baile lo exigió. Los montes de él rozaron los suyos. Ana no habló. Hubo tiritones cuando se tomaron de las manos, cuando él inhaló el aroma de su cuello. Después no hubo más. Después sólo hubo tonos descompuestos por el alcohol, chistes malos, y conversaciones profilácticas, sin ningún peso más que el alojado bajo el vientre de Dante.
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