En algún momento, la débil hebra que permitía una precaria comunicación entre nosotros, se rompió y allí quedamos, uno distante del otro, pese a vivir en el mismo hogar. Y desde ese impreciso día fuimos dos astronautas buceando en una noche eterna, averiguando el sigiloso rumbo de las preguntas no formuladas, de los silencios que envuelven las quejas, de la distancia que media entre una sonrisa y un sarcasmo.
Perdóname por no adivinar la trayectoria de una caricia, de la permisividad de un beso de hombre hacia otro hombre, de la quimérica sensación de creer que mis pensamientos los asumías como soluciones para tu mundo obnubilado. Perdóname por no retroceder cuando debí hacerlo, perdóname ahora por no avanzar lo suficiente para colocarme a tu lado y bregar codo a codo en esta existencia turbulenta. Perdóname por no decirte cuanto te quiero.
Sé que te has tragado tus lágrimas, que el mundo te ha sido hostil y no has tenido las armas para afrontarlo ni las ganas para enjuiciarlo. Sé que te he criticado, simplemente porque no he ingresado al recinto en que se deforman tus ideales y por lo mismo, no he entendido tus mutismos, tus respuestas vagas, tus encabritadas acciones que son nada más que tu reacción hacia lo que no puedes comprender.
Dirán que eres un irresponsable, un rebelde, un inmaduro y todas esas definiciones serán como puñales que se clavarán en mi pecho, armas implacables que me destrozarán el cuerpo en un intento por escarbar mi alma. Y si la encuentran, la encerrarán en misérrimas celdas para que acuda a ella el bálsamo del arrepentimiento.
Perdón hijo mío por no invocar las palabras exactas para llegar a tu corazón, perdón por juzgarte sin antes retroceder al tiempo aquel en donde fui el que tú eres hoy.
Busquemos una senda, una mediación, tratemos de ser amigos e intentemos recuperar esas preguntas tuyas, desperdigadas en el camino, juntemos nuestras manos y estrechémoslas con virilidad, desandemos lo erróneo, aún es tiempo para recomenzar...
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