Al parecer estaba ebrio ya que vacilaba un poco al caminar. Sentí como levantaba sus brazos para emitir un absurdo gemido que se transformó en bostezo. Se sacó su chaqueta negra y pude distinguir una camisa blanca a rayas que contenía con dificultad su gran abdomen. Estuve tentado en ese instante de salir de mi escondite para asestarle la estocada que lo tumbaría para siempre. El afilado puñal hervía en mi mano. Pero, sonó el teléfono y la campanilla me paralogizó por completo. Escuche su voz abotagada respondiendo sin muchas ganas, mientras se sentaba en la cama para sacarse sus zapatos. Pocos segundos después cortó y arrojó el aparato sobre el velador. La sangre se me heló cuando vi que dirigía su mirada a la ventana. Pensé que me había descubierto ya que se alzó con violencia y se acercó con resolución. Lo sentí resollar detrás del cortinaje, se diría que escuchaba hasta las palpitaciones de su corazón. Una bocanada de aire maloliente atravesó el género del cortinaje y se introdujo en mis narices. Era una variada mezcla de licores que -ya descompuestos- se disipaban por esa enorme cloaca que era su boca deformada. Su manaza se alzó para entreabrir las cortinas, me lo imaginé como un fiero oso que tenía bajo su dominio a la víctima propiciatoria. Pero no, sólo necesitaba aire, por lo que entreabrió la ventana y aspiró con avidez. Después se alejó satisfecho, se desabotonó su camisa y en ese momento, me acometió la furia al desfilar en ráfaga todas las imágenes de mi pasado, los dolores, las humillaciones, la sorna y el desprecio, todas esas sensaciones se amotinaron en mi espíritu y ya no fui yo, fui un ser hirviendo en su propio odio que no consideraba ni el riesgo ni la cautela y enceguecido por ese impulso irracional, salté de entre las cortinas aullando y acometí mi objetivo como un obsecuente kamikaze. Pude apreciar sus ojos redondos por la sorpresa; luego, al reconocerme, esbozó una especie de sonrisa burlona mientras ofrecía su cóncavo pecho a mi puñal. Sin ningún cuestionamiento, le asesté las puñaladas y cuando se desplomó con estrépito de bestia en el piso alfombrado, volví en mi y la ira dio paso a un sentimiento bastante extraño, sentí que no valía la pena haberme ensuciado las manos con esa sangre impura, que en el fondo lo único que sentía por él era repulsión, la que se siente por los roedores, por los bichos desagradables, pero nada más, nada más. Entonces, arrojé lejos el puñal y me puse a lloriquear por lo irremediable, por esa libertad que comenzaba a escapárseme con tanta facilidad, por el estigma que me perseguiría durante el resto de mi existencia…
El parte:
Carlos Valderrama Ortiz, empleado, 38 años, soltero, confiesa haber asesinado a Ramón Paredes Cifuentes, suboficial de Carabineros, 41 años, separado, en su vivienda ubicada en Las Acacias Nº XXXX, en el sector norte de la capital, sin que haya mediado agresión alguna de parte de éste. Se entregó voluntariamente y quedó a disposición de los tribunales de Justicia Criminal. El arma homicida quedó en poder del departamento correspondiente.
La versión de la prensa:
Un sujeto con sus facultades mentales perturbadas ingresó con violencia anteanoche a la casa habitación de un destacado representante de las fuerzas del orden, asesinándolo de tres arteras puñaladas. En el crimen hubo premeditación y alevosía pese a que el asesino negó después haber participado en tan sangriento hecho.
El último pensamiento del Chulo, antes que las puñaladas lo hirieran de muerte:
-Le retorceré los brazos, le abofetearé como nunca antes lo hice, acabaré con él y me reiré a carcajadas hasta que me acalambre… estúpido don nadie… estúpido espantapájaros…
Estúpido…
El asesino:
-No valía la pena, no valía la pena, ahora sé que no valía la pena…
Veinte años después saldría en libertad aquél hombre que, sin embargo, estaba encarcelado para siempre...
FIN
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