(II)
Tampoco olvido cuando me acorraló en un callejón y junto a dos de sus amigotes me zarandearon hasta destrozarme un terno que yo recién estrenaba. Aún escucho a través de las gruesas paredes del tiempo sus horribles carcajadas y las palabras repletas de sarcasmo del Chulo. Travesuras de muchachos, dirá usted y créame que se lo avalo. Pero anoche, al contemplar en medio de mi furia su grueso cuello de toro y dibujándose a través de esa piel gruesa lo que parecía una súplica o una maldición –nunca lo sabré- , recordé cuando este se convulsionaba con los espasmos de su risa diabólica y una oleada de recuerdos negros, reforzaron mi odio. No trepidé pues y la tercera puñalada se hundió con sonido de desgarro en ese cuello macizo y la sangre estalló de inmediato como un incendio rojo. Todas mis deudas estaban saldadas. El Chulo era una mole amorfa, un cetáceo arrumbado en las riberas de la muerte. Esas manos agarrotadas y sus ojos entrecerrados me produjeron pánico, señor, ya que por un momento pensé que fingía y que se levantaría riendo a carcajadas para retorcerme una vez más mis brazos y sentiría de nuevo su descarnada burla, esa misma que había sido designio y germen, crimen y pena. Pero no. La masa era ahora una isla de carne sanguinolenta rodeada de un océano espeso de color escarlata.
Cierta tarde, no hace mucho, la vida, la fatalidad o que se yo, nos puso de nuevo en el mismo camino. Habían transcurrido varios años pero nos reconocimos mutuamente. El seguramente olió mi sorpresa y mi miedo y yo reconocí su volumen y sus gestos, amplificados por el inevitable paso de muchacho a hombre. Supe que tras su respetable indumentaria de policía, aún aguardaba el verdugo, el tenaz perseguidor, mi enemigo natural. No pude evitar un estremecimiento, ahora él era la Ley y yo seguiría siendo su presa y pese a saberme inocente de toda culpa, me sentí de nuevo acorralado. Había sido detenido por error y la causalidad me ponía una vez más en las garras de mi victimario. Al verlo, noté por su rostro sonriente que me había reconocido de inmediato pero trató de disimularlo. Verificó mis papeles y ordenó con su voz estentórea que se me encerrara en una celda. El antro era un cuadrado estrecho, oscuro y pestilente. El escenario ideal para que se representara una vez más el drama del horrible gato con el miserable roedor que era yo. Permanecí allí, entumecido, hambriento y con la aterradora certeza que aparecería en cualquier instante. Imaginaba el sonido del cerrojo y la puerta que se abría con violencia. Me vi nuevamente como ese frágil pequeño que, escondiérase donde se escondiera, siempre era encontrado por el torturador. Sentí una vez más el sofocamiento que me producían sus gruesos brazos, el dolor extremo que recorría mis articulaciones cuando estas eran retorcidas, la risa destemplada de ese que no era un ser humano sino un demonio investido de carne. Me encontraba sumido en esas aciagas divagaciones cuando la puerta de la celda se abrió con rechinos siniestros. Pude distinguir su odiada silueta dibujada en negro sobre un fondo difuso. La puerta se cerró una vez más y la oscuridad más absoluta asoló el lugar. Un escalofrío me recorrió entero al escuchar su respiración entrecortada y sus pasos lentos. Pasó un largo minuto antes que el Chulo carraspeara como preámbulo a su interrogatorio.
-¿Cómo te llamas?- escuché que preguntaba, lo que sonó a sarcasmo ya que bien sabía que el no borraría de su mente al famélico, endeble y aborrecido personaje que era yo para él.
-¡Tu nombre!- bramó casi.
-Carlos Valderrama- respondí, con una voz que me pareció extrañamente entera. Sentí que se acercaba pesadamente.
-¿Porqué lo hiciste?- preguntó con voz cortante.
-¿Qué cosa hice?- inquirí, ya más destempladamente.
-¡No te hagas el tonto! ¡Te pillaron con las manos en la masa!
La impotencia, el miedo y la rabia se entremezclaron, formando una argamasa sólida que no me permitió articular palabra alguna. A decir verdad, todo me acusaba ya que la descripción del delincuente coincidía con mis características, sólo que yo jamás hubiese cometido delito alguno y por mucho que los años nos hubiesen separado, el Chulo debía saberlo también. Se acercó aún más con la misma lentitud del animal que sabe que su presa está bajo su dominio...
(Continúa)
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