Se vanagloriaba de ser El Hombre Invisible. Gustaba de poner oreja a las conversaciones ajenas, se las arreglaba para fisgonear sin ser visto y su fantasía más anhelada era lograr la invisibilidad total, aunque ese estado durase sólo escasos minutos lo suficiente “para saber de que color son los calzones que usa la Clarita, que se comenta en Gerencia, con quien conversa tan misteriosamente por teléfono el rucio Benavides”. Tales eran sus aspiraciones, nada de ingresar subrepticiamente a un banco para sustraer- amparado en la impunidad más absoluta- todo el dinero que se le diese la gana o robar alguna fórmula secreta guardada bajo siete llaves. Entre sus pertenencias, atesoraba una manoseada versión de El Hombre Invisible de H.G. Wells y pese a saberse de memoria los pasajes de la novela, la repasaba una y otra vez, recitando el texto como si se tratase de una sentida oración. Un día, aguzando la oreja más allá de sus propias limitaciones, se enteró que la señora del Jefe de sección le era infiel a este con un empleado de una empresa de la competencia, en otra ocasión, escondido en un enorme tambor de material químico vacío, supo que el Gerente sería removido de su importante puesto y que en su lugar se colocaría a Cristian Pereira, un aparecido que se había destacado por sus cualidades matemáticas y su aborrecible don de mando. Esa misma tarde escribió un anónimo y lo colocó entre los papeles de don Maximiliano, el futuro desplazado, para hacerle saber tan infausta noticia. Tal acción permitió que el Gerente enmendara algunas actitudes, por lo que el reemplazo quedó en nada. Nuestro héroe se mimetizaba en las sombras para pellizcar los secretos mejor guardados, voyereaba por las cerraduras de los baños a las mujeres de la compañía y cierta vez se arrolló como un gato debajo del diván de su jefe para averiguar de primera mano las materias top secret. La última aventura –pues no hubo otra- fue introducirse en un baúl repleto de mercaderías. Su audición se aguzó más de la cuenta para escuchar las voces de los trabajadores que conversaban de asuntos triviales. Por los intersticios del sarcófago observaba el movimiento de los hombres, luego se sintió izado por el montacargas, el operador de la máquina silbaba un tema de los Rolling Stones y como la caja era cálida, cómoda y bien ventilada y la melodía muy plácida, se durmió, soñando que se evaporaba y salía por las rendijas para inmiscuirse en nuevos e interesantes asuntos. Despertó en China Popular o, más bien dicho, fue despertado por unos asiáticos histéricos que comenzaron a trajinarle sus ropas luego de ser sacado violentamente del cajón. Como no supo dar explicaciones o si las dio, no fueron entendidas para nada por sus captores, fue encarcelado. Para su desgracia, el baúl llegó equivocadamente a ese país, en el intertanto se perdió la documentación de la mercadería, de tal forma que nuestro héroe no pudo justificar su presencia ni nadie supo que hacer realmente con él. Por lo tanto, fue acusado de espionaje y encarcelado en una prisión cantonesa. Transcurridos veinte años, el Hombre Invisible ha aprendido a manejar una maquinaria en la cárcel de Wuhan, con la misma maestría con el que se sirve el intragable arroz diario, mientras hojea desesperanzado la intraducible edición en chino de El hombre Invisible. |