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Inicio / Cuenteros Locales / divadelasflores / DESDE MI NIÑEZ. CUANDO BEBI LA LECHE TIBIA DE TUS PECHOS MANSOS

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Porque hay momentos
en la vida del hombre
que deciden su destino...

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Recuerdo vagamente...

Estábamos llegando a la nueva casa, una casa tan grande que se podía ir en bicicleta de una habitación a otra.

Teresa, mi madre, no podía sola con la tarea de acomodar muebles, cortinas, cuadros, trastos, artículos personales de cada uno, libros.... sobre todo eso: libros.

Convencida de haber sacado las cosas que nos serían más necesarias, Teresa decidió que acomodaría poco a poco y con mayor calma el resto. Luego eligió la habitación del último nivel para almacenar provisionalmente las cajas que guardaban las cosas menos esenciales.

Pero como siempre sucede cuando se hace una mudanza y no se termina de colocar todo en su sitio, las cosas más ordinarias de pronto resultaron ser fundamentales para la vida misma.

Fue así que a las pocas semanas esa habitación parecía un cuarto bombardeado: cajas abiertas en el mejor de los casos -y en el peor- completamente descuartizadas, ropa en todas direcciones, juguetes esparcidos en campo minado, papeles y más papeles desbordados y por supuesto libros: unos, abiertos como flores en el mediodía y otros, deshojados como un hermoso jardín que va muriendo a manos del otoño vibrante.

Vibrante. Así sentí mi alma, así tal cual. Cuando la flor más encendida se prendió a mis manos, y yo, a la leche tibia de tus pechos mansos.

Tenía nueve años. Era de mañana, subí a curiosear en aquél lugar sitiado por el desorden, ese escenario me atraía, jugaba a ser la exploradora de una isla llamada "Caos".

Me recosté sobre la alfombra entre el tiradero de cosas, imaginaba que eran cuerpos desmembrados. Con la mirada puesta en el techo, extendí mi brazo izquierdo hasta donde más llegaba (soy ambidiestra), mi mano había rozado algo parecido al papel.

Sin moverme, lo arañé hasta atraparlo por completo a mi mano, así lo llevé a mis ojos. Era un librillo, pequeño, del tamaño de una caja de discos compactos, poquitas hojas. Me sonreí contenta de mi hallazgo, había encontrado algo en lo que entretenerme.

Al principio, no comprendía, las palabras eran muy distintas a las que aparecían en mis libros escolares, aún más, eran distintas a "Platero y Yo", "Al Principito" y a "Juan Salvador Gaviota".

Un libro que en cada hoja tenía algo parecido a una historia corta, pocas palabras en cada línea, grupos de líneas separadas por un punto y aparte. Algo así como esto:

dkdkdkdkdkdkd
dkdkdkdkdkdkd
dkdkdkdkdkdkd

dkdkdkdkdkdkd
dkdkdkdkdkdkd
dkdkdkdkdkdkd

dkdkdkdkdkdkd
dkdkdkdkdkdkd
dkdkdkdkdkdkd

dkdkdkdkdkdkd
dkdkdkdkdkdkd
dkdkdkdkdkdkd

Terminé de leer y supe que en mí algo había cambiado, había sido trastocado.

Perdí la noción del tiempo, volvía una y otra vez sobre los pétalos de mi flor más encendida (aquel libro).

Bajé a comer, seguramente hice la tarea, habré visto mis caricaturas preferidas y por la noche regresé.

La noche, la perfecta noche.

Subí sin que nadie lo notara, encendí la lamparita de mesa que también había quedado arrumbada en "la habitación del desastre", me encontré con mi libro, “mi flor encendida” y repasé rápidamente cada palabra.

Luego, saqué mi lápiz y escribí en la hoja final que todos los libros conservan en blanco, (ahora se por qué la colocan justo allí los editorialistas) saqué mi lapicito y escribí:

Quiero beber la leche tibia de tus pechos mansos.

Durante varios días, me quedé con esa sensación en el cuerpo, me sentía complacida de haber escrito de esa manera. Una manera que no comprendía cabalmente, en realidad no.

Quizás la vine a comprender cuando llegó el momento de poner orden al desorden. A todas las personas les llega su hora.

Aquella tarde-noche, Teresa subió a la habitación, no sé cómo porque lo recuerdo vagamente, solo recuerdo un instante: el instante justo en que yo -con nueve años- estaba frente a ella.

Su cara estaba desencajada, su mano derecha tenía mi libro en la última página y luego, solo sentí el bofetón sobre mi rostro.

No recuerdo si lloré, no recuerdo si me hizo más preguntas, no recuerdo si me abofeteó más de una vez, o si me arrinconó contra la pared, o si me dijo algo parecido a "sucia". No lo recuerdo.

Solo recuerdo que después de aquello, mi madre se ocupó de esconderme todos los libros de poesía erótica que hubiera en la casa.

Recuerdo que después de aquel episodio todo siguió exactamente igual entre nosotras: Yo, seguí dibujándole margaritas en mis cuadernos de hoja rayada; recuerdo que también dibujaba su corazón y el mío tomados de las manos. El de ella, el de Teresa, por supuesto que era más grande que el mío, siempre lo fue. Un "Te quiero mamita" era el marco final de mi perfecto dibujo para ella.

He crecido y desde que Teresa murió, yo nunca más volví a dibujar margaritas o corazones. De lo que nunca desistí, fue de seguir explorando en la habitación imaginaria del desorden. Pronto supe que aquellas líneas escritas en mi libro se llamaban versos y entonces tuve la certeza de que aquella frase escrita a los nueve años había decidido mi destino: hacer poesía.

Si, definitivamente aquella frase fue mi primer poema: Quiero beber la leche tibia de tus pechos mansos.

A la memoria de mi madre.

Divadelasflores.

Texto agregado el 22-06-2006, y leído por 1225 visitantes. (13 votos)


Lectores Opinan
29-12-2012 Tal vez, la interpretación que la madre hace del verso raya en lo lésbico, cuando realmente la lectura del libro de poemas eróticos, retrotrae a la niña a la etapa oral. El bofetón alimenta la curiosidad, y le da el giro erótico que después podría generar, un comportamiento contrario al que la madre quería evitar. Saludos. fragoncum
25-02-2010 Hermosa imagen la que creas. NeweN
06-10-2009 mmmmm conmovedor. De verdad, muy bueno. Un beso kimaten
26-09-2009 Muy emocionante. Felicidades, un gusto. kimaten
21-09-2009 Intensa historia que se agradece que la hayas compartido. Jazzista
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