Levanté la mirada y de alguna forma todo se veía distinto. Era la misma sala, los mismos compañeros, las mismas ventanas y los mismos reflejos. Pero algo había cambiado, yo había cambiado, y por lo tanto todo se revelaba como una experiencia nueva y desconocida, aun sin haber variado en forma alguna.
Perdí tiempo examinando las cosas a través de estos nuevos ojos. Entonces no comprendí que no valía la pena esforzarse en eso, más productivo era hallar el cambio en mí mismo, para así poder asimilar todo de una vez, y no malgastar mi tiempo en ir objeto por objeto.
Cuando por fin comencé a reparar en mí, me sentía extrañamente liviano. Era como si en verdad no estuviese sentado ahí, si no que simplemente me encontraba en aquel lugar. No sentía la tracción del suelo, ni la opresión de la atmósfera. Era hasta cierto punto fantasmal, pero agradable. Un sentimiento de libertad me embriagaba, ninguna fuerza parecía actuar sobre mi, salvo mi propio pensamiento. Incluso mi pensamiento era distinto: claro y diáfano, no pesado y retorcido, como solía serlo.
Entonces presté más atención, miré como nunca antes lo había hecho. Fue como fijar la mirada, pero no en un punto determinado, si no en todo mi campo visual. Hubiese jurado incluso, que podía ver lo que estaba detrás de mí. Todo parecía más brillante, luminoso, como si repentinamente los cuerpos opacos hubiesen adquirido brillantes propia. Hermoso, pero asfixiante.
Me di cuenta que los objetos no sólo emitían luz, si no que se quemaban. Consumiéndose a si mismos, brillaban a costa de su propia destrucción. Si me detenía a pensarlo, se volvía obvio. La materia es contingente, es decir, ha de morir. Todo lo que existe ha de acabar algún día, retornando a su original forma de imperecedera energía. Todas las cosas, incluso las personas, no existían, sólo prolongaban su inevitable extinción.
El lugar, al principio tibio y acogedor, se tornaba ahora hostil, desagradable y ardiente. La materia me aprisionaba, la lenta extinción de las cosas me quemaba, la luz de la combustión me enceguecía. Debía salir de ahí, aquel no era un mundo para mi, para mi nuevo pensamiento libre y puro.
Con un esfuerzo extraordinario, fuente de un ardor hiriente, logré controlar y levantar mi pesado e inútil cuerpo. Sus meros movimientos provocaban llamaradas de luz y calor que me quemaban. Incapaz de resistir aquel pesar por mas tiempo, arrastré como mejor pude mi propia materia hacia la ventana. Los rayos solares me atravesaban como furiosas flechas. Con un último esfuerzo impulsé mi pesada masa hacia el vacío. No pude evitar dar una última mirada a aquel lugar donde tantas cosas sucedieron. Pero, por doloroso que pueda llegar a ser, siempre se debe avanzar. Este mundo ya no era para mí, mi pensamiento sería incapaz de sobrevivir entre tanta materia y energía bruta.
Cuando por fin me liberé, volé liviano entre los árboles, la materia, aunque aún quemaba, era ahora incapaz de retenerme. Me alejé velozmente, sin rumbo, sin pesares, donde no hubiese más que yo mismo.
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