Lo soy y no me importa, y no quiero dejar de serlo: Una divina romántica que responde con una sola palabra a las cuatro preguntas más importantes que se puede formular un hombre: ¿Qué es sagrado?, ¿De qué esta hecho el espíritu?, ¿Para qué vivir? ¿Por qué morir?. La respuesta es: AMOR. No lo he inventado yo, no son mis palabras, son las palabras que provienen de la sabiduría de un hombre profundo en la ciencia de la vida: Don Juan de Marco. Sin embargo, yo asiento, por intuición.
Yo vibro de amor, me muevo, canto y lloro por amor, y no entiendo el respirar constante más que como la batalla que hay que librar para obtenerlo. O materializar su idea, experimentar su concepto, vivir la enfermedad, como se quiera, al final tampoco importa mucho, pues nadie puede negar que es allí donde anida la sospecha de la verdadera felicidad, si tal cosa existe.
¿Existirán seres que no puedan sentir amor? (Por qué razón cuando digo esto estoy pensando en Oriana). No lo sé, pero parece que el amor es la Fuerza Primera, parece haber venido del espacio, de la maravillosa danza estelar, del viento cósmico, de la música planetaria, y se ha impregnado en nosotros, como una fragancia milenaria que prueba su propia leyenda.
Anoche, ayer en la noche, como últimamente todas las noches luego de las reuniones de JUPA, la necesidad de ir detrás del amor me hizo enloquecer. No respondí a las razones que a gritos se reventaban en mi cabeza, no me importó la ajenidad de la mayoría de los individuos presentes al punto de proponer fictas relaciones amistosas, no me importó siquiera la certeza de que al final no hallaría el amor por ese sendero: y terminé bebiendo. En el salón vibraba la tensión en todos los estudiantes (ninguno se encuentra a gusto en sí mismo), Adriana estaba deprimida porque había perdido matemáticas, Vladimir esperaba la hora para asistir a la cita con la psicóloga, Hernán pensativo como siempre respiraba como una tranquila ola de mar en verano, Freddy receptaba la información como una computadora, Saulo organizaba mentalmente las estrategias inmediatas para el trabajo político de secundaria del próximo semestre, Fernando miraba a Adriana con profundidad, Ricardo y Paola comían papas fritas entres risitas, y yo me hacía pequeños cortes la mano izquierda con un trocito de vidrio verdoso que encontré en la calle mientras tomaba unas pocas notas importantes y a Hernán le parecía medio curioso, medio divertido. Todos coincidíamos, sin embargo, en querer, como de costumbre, adquirir la información por ósmosis, hacer los respectivos análisis sin mayor esfuerzo, y luego de la charla, como si eso fuera el límite del universo, caer en la nota compartida de conversaciones acompañadas de alcohol y sexo, cuando en verdad en el fondo todos anhelamos un poco de serenidad y amor.
Yo tenía dinero, mi madre me había dado suficiente para cortarme el cabello y tomarme unas fotos y me había sobrado, pero no podía gastarlo, o más bien no quería, no obstante, al de final de la clase y luego que Pedro, conciente de haberse contagiado del desespero adolescente reinante pero sin atreverse a reconocerlo en voz alta, sacara una botella de Vino Chileno “San Telmo” de una textura exquisita y un color zarzamora bastante sugestivo, terminé poniendo los primeros pesos para sustentar un aburrimiento colectivo que más que insultante me resulta profundamente conmovedor por su tristísima naturaleza. La primera botella de vino, la que ofreció Pedro y con la cual brindamos por el ingreso de nuevos militantes a la Juventud Patriótica, la destapó --- (no puedo recordar su nombre) quien rápidamente salió detrás de Adriana y mío (yo llevaba la botella) y ágilmente se consiguió en la tienda de la esquina un tornillo y un martillo. Yo quedé plenamente complacida con la hazaña, y sin preguntar su nombre nos regresamos junto con Adriana para la sede mientras nos contaba que había sido mesero en algún lugar y que era la primera vez que, bueno, con un tornillo y un martillo… Al llegar todos estaban en sus posiciones: Pedro abierto a cualquier tipo de charla, Ricardo y Freddy jugaban ajedrez, Saulo revoloteaba pensando en quien sabe que locuras por toda la casa, Paola con sus oscuras intenciones se pegaba a todos los muchachos como una gata coqueta, y Hernán y Fernando se hacían compañía en su mundito excluido por los que tenemos “actitud”, como diría Tata, quien en estos momentos se encuentra en Bogotá en manos de Manuel y el Gringo.
Minutos después se sirvieron los primeros tragos en copitas plásticas para aguardiente. Esta vez ya no pensé en mi hipoglicemia, o sí lo pensé, pero sin importar el refinamiento del vino (y de paso sin importarme mi vida) levanté delicadamente la copa y mojé mi esófago con un delirio de diosa sin olimpo. Yo esperaba más, por supuesto, más alcohol, y más de todo. Para ser sincera, yo esperaba secretamente sentarme frente a Freddy Humberto al otro lado del tablero de ajedrez y robar toda su atención, más que como pésima jugadora como una tierna gota de rocío que se escurría por los bordes de la noche fría que apenas comenzaba, y cuyos ojos rebosantes de carencias semejaban el fulgor de dos infantiles estrellas que curioseaban de la mano por el universo. También esperaba sexo, mucho sexo, con Freddy, deseaba verlo desnudo, apreciar las curvaturas de sus brazos y la firmeza de sus muslos apretar mi menudo cuerpo, quería sentir nuevamente el jugueteo de sus labios en mi boca y saciar mis ganas ocultas de sentir la fuerza de sus caderas empujando su miembro dentro de mi. Sin embargo, atiné solo a ocupar el puesto de la segunda peor jugadora de toda la militancia de la JUPA, y como premio de consolación gané únicamente una sonrisita forzada de su parte, como para que no se perdiera la insustancial amenidad del escenario.
Entre tanto llegó Vladimir. Por su cara la sesión con la psicóloga no lo dejó satisfecho y sí mas bien deprimido. Llegó encorbatado de una prepotencia protectora, y como si yo tuviera que ver en algo con su desdicha (¿será posible?), en varias ocasiones me lanzó puñales venenosos con sus miradas y comentarios, y sobre todo con sus coqueteos al resto de féminas presentes. Para qué hablar de mi integridad psíquica y emocional, pisoteada desde hacía rato por la indeferencia tajante de Freddy y de Vladimir, que ahora se han amalgamado perfectamente en una relación amistosa casi fraterna que no puede hacerme más daño del que ya. Vladimir se bebió unos sorbos de vino, jugó varias partidas de ajedrez con Freddy y se dejó ganar. Ahora lo dudo, quizá Freddy sí le ganó, tal vez ha cogido nivel, inclusive le ganó a Ricardo, y a Saulo, y para ganarle a Saulo, que juega ajedrez y gana aún con los ojos cerrados, se debe ser un sujeto bien especial.
El caso, acabada la botella de buen vino, dos botellas de jugo de uvas fermentado aparecieron mágicamente sobre la mesa, y mágicamente desaparecieron segundos después, mientras yo iba al espejo una y otra vez a mirar mi nuevo corte de cabello para reforzar mi seguridad en mi aspecto y regresaba sin ninguna idea novedosa para hacerme notar. El ánimo de Vladimir aplastaba mi vanidad y la frialdad de Freddy me iba obligando poco a poco a retraer mis pasos hacia la idea de detener mis intentos de seguir bebiendo. Pedro ya se había marchado hacía algún tiempo, al igual que Adriana y Paola, quedando entonces Hernán y Fernando que no bebían, Vladimir, Freddy, Ricardo, Saulo y yo. Finalmente yo estaba sola, sola entre todos como siempre me ha gustado estar, ostentando ese falso título de único centro de atención. Pero nada ocurría, no había ya un solo pálpito dentro de mí que me incitara al desorden, al riesgo. Los espíritus se habían apaciguado y no había rastros de desear continuar con la sortílega tertulia propuesta unos instantes atrás. Además, todos dependían ahora de mí y de mis posibilidades dinerarias, y ninguno se atrevía a ejercer una presión directa sobre mi billetera por el temor de generar en mí un rechazo irrevocable. Nadie proponía nada, cada cual se encontraba en la esfera flotante de su ensimismamiento, y para ninguno, sobre todo para Vladimir, tenía importancia la noche. Entonces me decidí. No se haría nada, no habría más vino, no saldríamos a rondar los bares como había insinuado Ricardo, no conversaríamos, no habría coqueteo, y Vladimir se iba. Lo consideré lo mejor, consideré que ya que yo no había sido capaz de tomar la determinación correcta de marcharme para mi casa, comer e irme a descansar para darle algún reposo a mis ideas, lo mejor era no poner resistencia a la menguada voluntad de acción de parte de los asistentes.
Hernán y Fernando ya se iban, entonces salí con ellos de la sede. Medio desconcertado Ricardo exigió una despedida decente, y yo, que reconozco la decencia solo cuando la necesito, lo ignoré, así como Freddy hizo conmigo. Salí, sin embargo, cuando iba calle arriba hacia la avenida, la necesidad de regresar, como si fuere un último intento, la última carta en mi poder que debía jugarme, me hizo volver sobre mis pasos y entrar nuevamente a la sede fingiendo haber olvidado algo. Entonces Freddy pregunta “¿qué pasó? ¿No se iba”, “sí” respondí, “ah, estaba fingiendo para que ellos se fueran?” preguntó. Por supuesto que no, eso no era cierto, pero en las actuales circunstancias, la pregunta de Freddy resultó ser lo mismo que si en una gran partida el resto de los jugadores (todos los que estaban en la casa) me cediera sus cartas renunciando al propio triunfo y dejándome a mi victoriosa. Buena pregunta, ¿en dónde radica la victoria en toda esta situación?, de seguro nadie ha de entender nada. Pero es que no hay victoria, lo que ocurre es que para una egocentrista como yo, lograr permanecer en el lugar luego de haber dicho que me iba, sin que se notara que moría de las ganas por quedarme no más por (y que cruel para conmigo misma resulta admitirlo y escribirlo de esta forma) no renunciar de un golpe a perder de vista tan pronto a Freddy y tener que sofocar mis ganas de verlo durante toda un semana antes del próximo encuentro, resultaba toda una victoria. Además significaba la posibilidad de seguir fantaseando un rato más y soñando con que tal vez (un tal vez en el que, la verdad, no creía) a lo largo de la noche me devolviera una sola mirada, o me dirigiera una palabra amable en vez de las feroces reprimendas que últimamente desboca en mi contra, y porqué no, me dijera que definitivamente le gusto, desde el comienzo, y que su actitud es producto de sentirse usado por mi para darle celos a Vladimir. Claro que Freddy no sabe (y aunque lo supiera no lo entendería o no lo creería, o no le importaría, para ser más precisa) que en este momento, aún cuando estoy enamorada de Vladimir, su existencia representa para mí lo que el agua fresca para un errante que vaga solitario por un desierto donde jamás cae el sol, y que por tanto no es ya mi intención, si en algún momento lo fue, coquetear con él para provocar algún tipo de angustia en Vladimir, si es que eso ocurre. Por el contrario, cada uno de mis actos es genuino, y de hecho siento un profundo descanso cuando Vladimir no está presente pues la carga es más ligera, y es menos la muerte que me toca vivir. Así pues, quiero que quede claro que Freddy me gusta de verdad, y que lo que me gusta de él está por encima de todas las guachadas con las que últimamente sale, y que yo sé son producto de sus múltiples y erradas percepciones, aún cuando él no pare de jactarse de ser el todopoderoso, el hombre perfecto, el controlador, y sobre el romántico sentimental. No es que no tenga sus talentos, pero es que tampoco es lo único que tiene (risa).
Retomando, se determinó que no me iría con Fernando y Hernán, luego tendría que engañarlos. Salí entonces a decirles que me quedaba, fingiendo una infinita congoja por ser viernes a las 8.30 de la noche y tener que pensar en devolverme para mi casa a horas tan tempranas, lo cual solo se me quitaría tan pronto llegara el imaginario amigo que les dije habría de recogerme en la sede.
Cuando me instalé nuevamente en la casa, con mi espíritu aún vulnerable, Vladimir y Freddy jugaban el último partido antes que Vladimir se fuera. Acabado el partido Vladimir se fue, no sin que antes yo me fuera detrás suyo solo para despedirlo y darle un dulce beso en la mejilla lleno de este amor tierno que aún se ruboriza cuando lo mira a los ojos. Ricardo pasó a ocupar su lugar en el juego con Freddy. En un estado de indecisión, bajo un exasperante y silencioso mordisqueo de ideas, cada uno se concentró, o más bien, se encerró en sí mismo. Continuaba el ambiente amargo, sin una sola melodía cruzando el aire que fuera capaz de esclarecer un poco la densa oscuridad por la que viajaban los íntimos deseos y concepciones de cada uno, a universos desconocidos y paralelos, entre espectaculares e inimaginables choques eléctricos que quizá, porqué no, parecía que se encontraran sin proponérselo en una dimensión común, que era la nuestra, algo así como la intersección de un conjunto infinito de universos. Después de haberse encendido por un corto instante la chispa que incendiara nuevamente mis anhelos, todo había vuelto caer en el desdén y la desidia. En otros términos, Freddy (que horrible que de una manera tan reducida mi ánimo responda a los más débiles impulsos de otro ser) no tenía el más ligero interés en que yo me quedase, de no ser porque era yo quien tenía la potestad económica de sacarlos a todos de su incómodo trance de no tener nada mejor que hacer, y eso me conducía a un estado de soberbia frustración y desprecio hacia mi misma. Entonces lo decidí nuevamente, y una vez más me despedí. Esta vez Saulo se ofreció a acompañarme a tomar el bus. Con la impresión de haber perdido mi tiempo, y sobre todo avergonzada por haber terminado demostrando cuánto deseaba permanecer al lado de un sujeto que ya no siente nada por mi, salí con Saulo desprendida de toda efusividad. Camino a la avenida, pasamos frente a una muralla de plástico sujeta por algunas varas lisas de madera y clavos que protegían los materiales de la construcción de un nuevo edificio. Entonces Saulo, a quien siempre se le ocurren ideas brillantes, preguntó con inocente picardía: “¿Escribimos algo?”. Con toda la espontaneidad que me desborda en su presencia, respondí “Sí”. “Yo tengo un marcador” dije, y lo saqué de mi bolso. “Quiero escuchar lo que tengas que decir”, comenzó Saulo anotando en el muro de plástico. “NO ME QUIERO IR, DIBÚJAME UN MUNDO”, respondí. Y así fue como empezó un curioso, divertido y medio romántico jueguito de escribirnos mutuamente nuestras más trascendentales tonterías, entre las cuales no faltaron el amor (Vladimir), el desamor (Vladimir), la realidad, la locura, la infancia, el deseo, la frustración, la fantasía, y el cariño entre un Gato Rojo de 17 años y una extraña niña de zapatos morados de casi 26, que al final terminaron concluyendo matemáticamente y reafirmando que “dos es igual a uno” y que S+S=A (Saúl, el gato rojo, más Sally, la niña de zapatos morados, es igual a Amor). Mientras jugábamos, la brisa de la noche ya entrada en años barría tiernamente mi desorden emocional, y me iba envolviendo en el candor de tan bello juego que a la hora exacta se desarrollaba para que yo pudiera entender que la felicidad es un libre encuentro de voluntades y no un aterrizaje forzoso, o tal vez que la melancolía puede transformarse en amor bajo las formas más inverosímiles, hacer relumbrar unos ojos tristes y dibujar en el rostro la más hermosa de las sonrisas. Por un momento sentí ganas de besar a Saulo, de precipitarme delicadamente sobre él e impactarlo con mi beso que muy seguramente ha soñado desde antes, pero por alguna razón, sensata por supuesto, supe reprimir a tiempo algo que en lugar de extremar nuestra fantasía habría culminado en desastre. No tuvo nada que ver la edad, claro que no, puesto que nuestras mentes saben juntarse honestamente sin pretensiones de ninguna especie en un lugar donde el tiempo no significa años sino la prueba de un transcurrir que nos permite comunicarnos; fue más bien la certeza absoluta de que era la amistad la que reía con desenfado bajo la piel de un niño-hombre y suspiraba medio confundida a causa de la natural agitación de las hormonas, y no otra cosa, que en todo caso jamás podrá ser. Digamos que fue un instante de delirio y confusión que se coló por la ventana de la exaltación en un descuido, antes que yo pudiera atraparlo y echarlo fuera, para seguir riendo con libertad. Reímos tanto ayer mientras devolvíamos los peces cautivos de nuestros miedos a las aguas azules de la noche, que el celador de los materiales nos permitió divertirnos algún tiempo sin ningún apremio. Claro que está que luego de despertar del ensueño que le provocó nuestro jolgorio, nos dijo que no lo hiciéramos más porque podían regañarlo, pero en todo caso, una vez nos marchamos lo sorprendimos delineando con su dedo cada una de nuestras alocadas afirmaciones, como si acaso quisiese seguir perpetuando secretamente aquel juego que lo sacó de su rutinaria vigilancia.
Acabado el juego, para el cual tuvimos que bajar a la sede por marcadores cuando el mío se agotó, nos devolvimos para la casa iluminados por el resplandor de una aventura impensada que nos salvó, o por lo menos a mí, de la decepción total de una noche vacía. Yo sonreía, y deseaba con todo mi ser, recordando todo el tiempo el libro de Joan Brady que me regaló Claudia Silvana, que mi sonrisa fuera el fuego que atrajera las ansias de Ricardo y Freddy para que así la noche se sumiera en la iridiscencia de una sensación nunca antes experimentada, y cada uno tuviera, por un instante, la intuición de la felicidad. Bueno, también quería que mi sonrisa encegueciera a Freddy, y fueran las vibraciones de mi fulgor lo que condujeran hacia mí, pero lo máximo que conseguí, si es que a eso se le puede llamar conseguir y no caer, fue despertar sus lánguidas ganas de continuar la noche en el garito de una amiga de Ricardo, donde terminamos.
Era un cuchitril de música popular lleno a reventar por la promoción de tres cervezas por dos mil, provisto de una minúscula pista de baile donde decentemente solo cabían tres parejas, pero en donde se aglutinaron hasta diez cuando sonaron los estruendos del reggeton. En verdad indecente es el término apropiado para adjetivar el tablón de dos por dos que estaba en un rincón del bar, pues era bastante intimidante el tener que compartir la pieza no solo con la pareja sino con las aproximadamente dieciocho personas más que ocupaban la pista, y que osadamente pretendían moverse a sus anchas como si se encontraran en una plataforma para patinaje sobre hielo.
Bien, empezamos a beber tímidamente teniendo en cuenta que no teníamos el dinero suficiente, y a pesar de la incomodidad del lugar y del calor del ambiente nos acomodamos casi a la perfección en una mesita al fondo junto a los baños. Pensándolo bien ahora, ninguno de los muchachos desenfundó sus virtudes para la conquista, y muy tranquilamente transcurrió la noche sin mayores sobresaltos, mientras yo disfrutaba (¿disfrutaba?) del baile alternando con Freddy y Ricardo. No se en verdad hasta que punto se sintieron cómodos Saulo y los otros dos, sospecho que bien pero sin sorprenderse. Hubo algunos momentos de histeria colectiva por la participación en el “escenario” de algunos intérpretes de la música ranchera, lo cual para nuestros espíritus no resultó tan estimulante como para el resto del público. Para entonces mi ansiedad había disminuido considerablemente, no es que estuviera satisfecha, en modo alguno podría estarlo bajo esas condiciones, sino que lentamente había dejado de procurarle tanta importancia a la presencia de Freddy, a quien no del todo había dejado de observar mientras bailaba algunas piezas con Ricardo. Tenía muy presente el libro de Joan Brady, vislumbro que lo venía considerando como una tabla de salvación y trataba con toda la objetividad y sencillez del caso captar en esencia los significados de su relato, y de los seis mandamientos que se le habían asignado en su encuentro con “dios”. No pretendo justificarme, el libro trata sobre una mujer a la que le cambia la vida cuando conoce a dios y éste le va revelando poco a poco pautas de vida para que su estancia en la tierra sea satisfactoria. No se trata de si dios existe o no, y no se trata de desconocer la realidad política, económica y social, ni los conflictos del individuo debido a ella, para en medio de una nulidad del ejercicio mental ser “felices” como pelotas saltarinas, sino más bien de atender a unos simples (digo simples con todo cariño, pero considero que no son de tan fácil aplicación) preceptos del comportamiento que “quizá”, y resalto quizá porque soy nueva en la práctica, podrían aliviar un poco nuestras vidas. Confieso que en esta parte de la historia no me siento tan segura de la afirmación con que con tanto convencimiento abrí este relato, pues para mi es muy fácil extraviar en todo momento las razones para vivir (es como si fueran esferos, siempre las pierdo, las regalo, las olvido, o me las roban), y aunque ciertamente el amor sería para mi el mayor desencadenante de ansias de vida, no estoy completamente segura de poder vivir en un idilio eterno, pues a su momento llegarían (como han llegado) cuestiones terriblemente trascendentes para mi como la vejez, nuestro rumbo universal, el comportamiento del hombre en su estado natural, la moral, las decisiones, y en ese estado de abstracción, lo digo por experimentación propia, el amor es muy poco lo que puede hacer. Pero para el caso, reconozco que al menos anoche, intentaba concederle al asunto del libro el beneficio de la duda. No estaba tomando demasiado, sentía ligeros temblores en mi estómago, y por la baja energía de la tanda mariachi ya tenía sueño. Ricardo estaba avanzando es su estado de embriaguez (siempre es el que primero se emborracha siempre, incluso primero que yo), igual que Saulo, que solo participó como espectador de danza (no sabe bailar), y Freddy, bueno, a ciencia cierta no se que en estaba pensando, pero me atrevo a decir que no se sentía muy a gusto. Para ser sincera, sobre todo conmigo misma, creo que debo decir que no se sentía muy a gusto con mis pretensiones, lo cual, reitero, se debe a sus apreciaciones producto de un análisis mal hecho de la situación (en estos términos todo parece tan relevante – sonrisa -), pero eso no importa ahora, ya se verá en el momento en que tenga que importar. En verdad lamento el estado de deterioro en el que ha caído la incipiente amistad entre Freddy y yo, me gustaría decir que soy yo la culpable, que debido a que no se manejar mis momentos de duda y consternación siempre lo echo todo a perder, pero esta vez creo que aunque pudo haber pasado, también están de por medio sus miedos, sus expectativas insatisfechas, los errores que no se perdona cometer (empiezo a pensar que tiene algo de psico rígido), su pasado (a todos el pasado nos atormenta de alguna forma, igual que nuestros miedos, yo creo que hasta al dalai lama le ocurre, y pienso que ni siquiera el hombre que se halle en el plano más avanzado de la comprensión de su ser y su entorno puede sustraerse a ello, por muy tranquilo que parezca, pues debido a la misma naturaleza del mundo, dinámica y cambiante, siempre habrá incertidumbre sobre algo, y por tanto duda) y una serie de cosas que iré descubriendo con el tiempo, si me alcanza el interés para ello. Sin embargo, no puedo negar que estar cerca de Freddy me inspira, aún cuando su prepotencia de los últimos días me ha sorprendido (lo cual me hace pensar que por alguna razón, no digo por mí, tiene miedo de algo) su presencia me resulta como una brisa nocturna que despierta traviesamente mi cuerpo de mi letargo de tibieza, y me invita a andar descalza a la media noche por la hierba fresca de su paraíso de dulzura. Pero eso es algo que Freddy no comprende, y es así por el simple hecho de que no le interesa, está probado. La danza, por ejemplo, es un compás que se marca individualmente o en pareja al ritmo de la música, y no solo un conjunto de movimientos arrebatados y disarmónicos, que es lo que normalmente surge en reuniones del tipo de la de anoche. Por supuesto que comprendo que la respuesta inmediata al sonido melódico es el movimiento del cuerpo, y que cuando hay cierta exacerbación en el ánimo es inevitable y de lo más natural que los sentidos se organicen y nuestro cuerpo se mueva, es una reacción primigenia, pero lo que quiero decir con todo esto es que a través de la danza es posible la revelación de los sentimientos entre dos seres, y ocurre porque la danza es un lenguaje y como todos los lenguajes su esencia es la expresión. Y esos sentimientos surgieron sin duda en el baile. Era demasiado obvio, ni la parte más fantasiosa de mi ser habría podido disfrazar el que mientras yo me abrazaba a Freddy y mi pequeño cuerpo desprendía nervioso (invisibles) estrellitas de colores, él solo aceptaba estarse moviendo conmigo en una misma dirección. Abrazar a Freddy, sujetarlo como lo sujetaba anoche, significaba “reconocerlo” y “aceptarlo”, ¿lo habrá sentido?, aquello no era otra cosa que mi forma de decirle que si había alguien capaz de entregarse sin condiciones era yo, que si había soñado con alguien que quisiera descubrirlo tal vez fuera yo, en otra palabras, que si alguna vez mientras sollozaba a solas y en silencio anheló una princessa guerrera, bueno, esa podía ser yo. Abrazarlo era doblegarme y reconocer que a su tacto mis electrones giran a mayor velocidad, mi sangre se convierte en vino y mis labios son una copa recién servida para su deleite; era arrojar a un lado mi capa y mi antifaz y “descubrirme” ante él como el ser romántico, sensible y vulnerable que en realidad soy, por encima de mi actitud altiva, aparentemente pretenciosa e infranqueable. Su cuerpo, su cuerpo como un planeta al que rodeaban mis brazos, giraba graciosamente con la música orbitando alrededor de un sol que ignoro, ensimismado en alguna turbulencia que le impedía marcharse de esa juerga tan poco estimulante y apetecida, mientras yo suspiraba bajito y trataba de guardarme en los bolsillos las flores que se desprendían con cada uno de nuestros giros. Supongo que solo yo dancé, y a lo largo de cada pieza era imposible no sentir su lejanía tan definida, la diáfana frontera entre mis ilusiones y su rechazo. Claro está que durante una pieza curiosamente Freddy intentó seducirme. Algo brusco, y sin saber exactamente como llegamos a tocar el tema de mi cumpleaños, que ya se acerca, comenzó a indagar por el día exacto fanfarroneando con obsequiarme un pequeño pastel y no se que más tonterías. En ese jueguito ridículo, en el que yo intentaba comandar el barco, malgastamos algo más de un minuto, hasta que Freddy se lanzó infantilmente sobre mí y me clavó un rudo beso no se si en la nariz, en los labios en las comisuras. No sentí nada. Para mi fue como si se hubiera tropezado y torpemente sus labios se hubieran acercado a los míos. Allí no hubo nada, a excepción de un acto burlesco de su parte.
Acabada la pieza vino otra y luego otra, y con cada salida a la pista y cada regreso iba yo sumiéndome involuntariamente en el mandamiento número uno del libro de Joan Brady: “No levantes muros, pues son peligrosos. Aprende a traspasarlos”. Dicho mandamiento me atrae de un modo inexplicable, y junto con la frase del mandamiento número cuatro del mismo libro “Muéstrate tal como eres”, estaba prácticamente en dos lugares al mismo tiempo, dedicada a dos oficios distintos: en el bar de la avenida obstinada por costumbre en permanecer en un sitio aún cuando no me rinda ningún homenaje, absorta en la contemplación del entorno; y en un vago lugar con características similares a este mundo donde me imagino siendo yo, obviamente sin los muros. Ahí entonces yo solo sonrío y hay gente a mi alrededor, y parece que todo tiene sentido, que hablar es un placer y no una necesidad dolorosa, y todo el tiempo se construye algo. Pero como digo, es un lugar vago que ignoro donde se encuentra. Quizá precisamente por eso es que me llaman tanto la atención esos mandamientos, por el misterio que encierran, por el reto de abstracción que implican, y porque carecen absolutamente de imposiciones morales, no contienen valoraciones de lo bueno y lo malo, y simplemente hacen una invitación a explorar sin que los resultados sean un anillo de fuego que nos convierta en prisioneros. Entonces de a ratos fingía sueño y me echaba sobre una esquina de la mesa, pero en realidad se trataba de la fatiga que me rodeaba a esa hora por haberme esforzado tanto en conseguir la perla de una mirada coqueta y traviesa. (Risa) Es todo un lío esto de enamorarme de los hombres-niño y de los niños-hombre, pero es que el verdadero arte jamás es simple.
El dinero se nos acabó como a eso de las dos de la mañana, es decir mi dinero disponible, y luego de haber hurtado lo que quedaba de una botella de whiskey (o ron, no estoy segura) de la mesa de al lado, y después de haber sofocado las ansias de la noche con un último baile, salimos del antro dispuestos a desfallecer en casa, a solas. Saulo estaba respetablemente borracho y Ricardo salió medio perturbado por haberse encontrado allí con la única mujer a la que le hubiera podido rendir culto y a la que abandonó por no tomarse la molestia de quererla. La verdad, sospecho que aún cuando pudo sentirse levemente mal, no saldrá nada provechoso de sus propósitos. Tanto mejor para la niña. Ya afuera especulamos un poco sobre el quehacer a continuación, había más dinero pero no era posible contar con él, de modo que solo nos prestamos a la brisa para apagar el calor y nos estacionamos en la esquina mientas decidíamos la ruta. Freddy se iría para su casa, yo para la mía, y Ricardo y Saulo regresarían caminando a la Sede. Por un instante alcancé a contemplar la posibilidad de irme para la sede y ahorrarme lo del taxi, pero teniendo en cuenta la falta de control que generalmente habita en Ricardo cuando bebe, y presintiendo que Saulo aún se encontraba estupefacto frente al muro de plástico tratando de entender mis palabras, decidí marcharme a mi casa. De repente, segundos antes de la despedida, apareció una moneda de cincuenta pesos en el bolsillo de mi chaqueta. Automáticamente Ricardo me la rapó para completar lo de un cigarrillo, pero en un torpe manoteo con Saulo la perdió, yendo a parar a la acera del frente. Freddy se apresuró a recogerla y dañó los planes de la fumata, como lo hiciera conmigo horas antes cuando por pura debilidad le quité a Saulo el cigarrillo de las manos dispuesta a ponerlo entre mis labios, pero antes de despedirse planteó la jugarreta de adivinar si él tenía o no la moneda en sus manos, sosteniendo previamente que no era como se pensaba. Se promovió entonces una apuesta, pero nadie quiso participar. Aún cuando todos habíamos visto a Freddy recoger la moneda, ya nadie estaba seguro, y para no despedirse tan temprano e irse a la cama a hacer el amor con la soledad, palabras sin sentido empezaron a salir de las bocas como pretexto para quedarnos un rato más. Hasta que yo dije “apostemos, yo se que Ud. la tiene”. Entonces el juego dejó de incumbir a Ricardo y a Saulo y se transformó en una cuestión personal entre Freddy y yo. Ricardo y Saulo finalmente se marcharon hacia la sede y Freddy y yo quedamos a merced de lo que minutos más tarde sería una afrenta. Empezamos por contradecirnos, Freddy negaba rotundamente tener la moneda y yo sostenía lo contrario pues estaba segura de haberlo visto recogerla. Así caminamos unos pasos mientras yo amagaba con tomar un taxi. Sorpresivamente Freddy me pidió que lo acompañara a atravesar la cuadra pues era zona de bares gay. En el momento no lo entendí, es decir, no pude percibirlo, pero ahora que lo pienso creo que fue una excusa tonta para alargar un poco más la noche. Yo, sin duda, lo acompañé. Terminada la cuadra seguimos caminando, yo un poco incómoda por no poder acertar mi lugar en todo el trayecto y conversación, hasta que de pronto la moneda cayó al suelo y yo la atrapé con mi pie. Apuesta ganada. Mi premio, algo ligero de comer o una buena película, o las dos, entre más sencillo fuera el premio sería más divertido. Pero Freddy, incapaz de aceptar haber perdido la dirección en un asunto de niños como en el que nos encontrábamos, planteó una nueva apuesta, esta vez más atrevida. Seguimos pues en busca de una tienda donde Freddy compraría algo de comer, y entre tanto discutíamos fuertemente las bases de la apuesta. Yo no lo había notado, o no había querido notarlo, pero desde hace algunos días la agresividad de Freddy al dirigirse a mí es cada vez mayor, y a pesar de mis intentos por ignorarlo, sus comentarios han ido resquebrajando con más fuerza el roble de mi paciencia. De camino se lanzó contra mí con comentarios como “buena para pelear, pero no se define”, cosa que solo supe entender en el contexto de mi relación con Vladimir por cuanto Freddy está convencido de que él (Freddy) provoca en mi sentimientos, pero yo solo lo uso para darle celos al hombre que amo. Por eso no me defino, por eso y porque salgo corriendo detrás de Vladimir incapaz de quedarme con la angustia triste de no saber a donde se dirige ni con quien, por eso y porque no puedo dejar de amarlo a pesar de su estilo tan poco estético y sus chistes flojos, porque no puedo someterme a la idea de abandonarlo aún cuando esté más enfermo que cuando lo conocí, aún cuando sus dientes parezcan los de un mendigo que jamás se cepilla, y su cabello sea cada vez más escaso, aún cuando no se atavíe frente a un espejo, ni sea el músico que sueña ser, porque lo amo aunque vivamos completamente incomunicados y esa misma incomunicación que hace que él no pueda ni sospecharme lo mantenga aislado de saber que pudimos haber tenido dos hijos en Noviembre de este año, o al menos uno, pero que no nacieron porque estaban demasiado tristes de saber que su padre no los amaba. A eso llama Freddy indefinirme, pero yo lo llamo Amor, y ese mismo amor, por su naturaleza incondicional, me permite voltear mi mirada hacia donde él (Freddy) se encuentra y apreciar los destellos de su sonrisa, el contorno de sus dientecitos, presentir sus pensamientos, añorar sus besitos en mi mejilla, sus manitas en mi pelo, soñar con historias entre sus brazos, con andar de la mano, con pelearnos de celos, es ese amor y mi extrema sensibilidad lo que me impide ignorarlo, a él y a su tenaz espíritu, a su romanticismo tan puro y a su nostalgia, que se parece mucho a la mía por lo cándida y risueña.
Andando lentamente llegamos en medio de la discusión a una tienda popular ubicada en la esquina de la plaza de mercado. Al estacionarnos allí nos pusimos de acuerdo en que quien adivinara tres veces en que mano se encontraba la moneda recibiría la suma equivalente a treinta mil pesos. A mi me pareció adecuado, y lo consideré el primer desafuero que cometería cuando recibiera mi sueldo (valga decir que estoy desempleada). Así que jugamos. Hacía frío, y en el lugar se alimentaban otros seres iguales a nosotros: taxistas, coteros de la plaza de mercado, obreros, vendedoras ambulantes, trabajadoras de almacén del centro. No había ninguna diferencia visible, ellos estaban ahí porque tenían hambre, nosotros también (bueno, yo no), ellos no tenían dinero más que para una empanada con algo de beber, nosotros también (solo teníamos mil pesos), todos trasnochaban, viajaban a lo largo de la noche en el carruaje de sus distintos oficios o en el lomo de sus juergas personales (a diario lidian con sus vidas lo mejor que pueden de modo que en noches como ésta salen a tomar un respiro), creo que nosotros también. La compra fue rápida y entre mordisco y mordisco Freddy logró adivinar tres veces, casi seguidas, en cuál mano tenía yo la moneda. Para no aceptar la vil derrota tan pronto, cedí a la tentación de girar la moneda un par de veces entre mis manos con el objetivo de hacerlo dudar, buscando que cambiara de opinión por medio de mi prestidigitación, pero Freddy se mantuvo, eligió nuevamente mi mano derecha y yo acepté: abrí pues mi mano y le otorgué entre laureles su triunfo. Yo pude en mi momento haber cambiado la moneda de mano, pude haberlo engañado como a un cachorro, pero no lo hice, la dignidad, ese extraño sentimiento que nos impulsa a no ceder en ciertos eventos, que nos conmina a no dudar en establecer el límite de nuestros actos, esa idea mezcla de amor propio, ética y nobleza, hizo nula cualquier pretensión de poder que en ese instante cruzara por mi cabeza brillando a través de mi mirada. Ganó, honestamente ganó, y aunque hubiera sido divertido comportarme como un bribón, en el fondo tampoco quise timarlo porque no quería que me encontrara el amanecer atascada en una discusión tan verdaderamente lamentable como en la que estúpidamente habíamos caído. Freddy ya hablaba de su gran imaginación y yo me sentía ofendida por sus presunciones. Me había dado a entender que yo no pagaría mi apuesta solo porque no establecimos la fecha del pago desde el comienzo, y esa actitud me molestó. Yo respondí que su placer al recibir el dinero no sería mayor que el mío al entregárselo, pero “si quería”, para estar seguro de que le pagaría, podíamos apostar sobre apuesta, así, si yo no le daba el dinero el podría “deshonrarme” con algún comentario, “si quería”. Ahí fue cuando empezó a ufanarse de su temida imaginación diciéndome que yo ni siquiera podía sospechar de lo que era capaz, y “si quería”, si lo que yo quería era una deshonra, pues eso tendría. Entonces fue cuando sentí el bofetón de sus intenciones y me alejé de él medio aturdida al no comprender el origen de tan sofocante violencia. Para ser honesta lo noté algo perturbado, como enloquecido, pero sin renunciar al poder que creía haber obtenido se me acercó para preguntarme qué me pasaba. Se lo dije: “estoy molesta, esto ya no me gusta y me voy”. Justo pasaba un taxi en ese momento. Yo no lo detuve. Freddy lo advirtió y me preguntó porqué. Entonces, la gran respuesta: “¡mi madre me enseñó a tomar un taxi!”. Admito con la cara entre mis manos que fue la respuesta más imbécil que pudo surgir del reino de las respuestas a esa pregunta, pero tampoco podía decirle con naturalidad que me encontraba esperando una disculpa de su parte y que no me movería de ahí hasta tanto ocurriera, y que además, después de su disculpa, yo sonreiría como un lila al alba, dispuesta a irme prendida en su solapa. Para mi desgracia, detrás del taxi que rechacé venía uno exactamente igual, al que no tuve otra opción que extenderle mi brazo. Sin dejarlo pasar Freddy anotó que era idéntico al anterior, a lo cual yo reaccioné bruscamente diciendo: “¡Ud. que es tan observador debería saber la respuesta!”, y en una dubitativa despedida en la que me resistí al beso en la mejilla, abrí la portezuela del carro y me subí dejando a Freddy solo en plena calle, balbuceando un “entonces quedamos peleados…”. No volteé la vista. En cambio me encerré en mi rabia, que se iba haciendo más obesa, y me reproché haber perdido mi celular por asistir a un patético espectáculo de mi necedad. Pensaba lento, pensaba en la excusa que le inventaría a mi madre para justificar el dinero faltante, y sobre todo repasaba con saña cada episodio pues me dolía el estúpido juego en el que terminamos cayendo todos en algún momento para hacer creer a los demás lo que no somos y no sentimos, prefiriendo quedarnos con las ganas entre los dientes por lucir un inútil orgullo glamoroso. Entonces fue cuando comprendí mi sueño. Noches atrás había soñado con el océano (en realidad yo sueño con el océano frecuentemente). Un azul claro e intenso vestían sus aguas y yo lo observaba desde lo alto de un edificio donde me hallaba cautiva de su hechizante vaivén. La brisa salina me besaba el rostro y en mi ensoñación yo planeaba la forma de llegar hasta él. No podía, sin embargo. Pensar en sentir sus aguas abrazando mi piel era en ese momento como pretender viajar a otro planeta. Tan lejos de mi alcance se encontraba. Entonces, en mi apesadumbrado desvelo, todas las horas se juntaban y era al mismo tiempo tarde y noche, adentro y afuera, lejos y cerca. Pero yo seguía sin poder siquiera arrimarme a la arena, una arena blanca y fina que parecía ser una mujer de cabellos largos y azules, marinos, recostada sobre la faz de la tierra, que reía con soberanía dándole vida al sol. Ni siquiera cuando tuve el agua, ya no azul sino verde esmeralda, a unos cuantos metros de mí, pude alcanzarla. Yo me encontraba dentro del edificio viendo detrás de la ventana cómo el agua subía lentamente. Todo había adquirido un tono verdoso ahora, el mundo solo existía allá afuera y la vida estaba en el movimiento del agua que parpadeaba frente a mi nariz. No pude ni abrir la ventana para estirar la mano. Fin. (Suspiro) Y así siempre, variando las circunstancias, me quedo inevitablemente observando el océano desde el balcón, la terraza, o la orilla.
“Yo soy el océano, señor, ¿se da cuenta? Yo soy azul profundo”, le dije al taxista a mitad de camino con la exaltación de quien encuentra un tesoro escondido. “¿Perdón?” me respondió. Estaba distraído. “Que yo soy el océano, señor, ¡y o s o y e l o c é a n o! Es decir lo inalcanzable. Yo soy inalcanzable, no solo para los demás, sino para mi misma. Ni siquiera yo puedo tocarme, yo no sé lo que es tocarme, y por eso vivo deseando que cualquier otro lo haga, para despertarme. Pero eso es imposible señor, me he puesto demasiado lejos, y ahora es todo un lío.” “Niña qué le pasa, ¿Está borracha? ¿Se peleó con su novio?” me preguntó el taxista bastante confundido y burlón. “Señor, imagínese vivir en el caribe, cerca del océano amoroso y azul, vivir deseando tocarlo y nunca poder llegar ni a la arena. Qué sentiría.” “Nada. A mi no me gusta el mar. Yo me iría de ahí con ganas” me contestó.
Al llegar a la casa entré como un ciclón intolerante frente las acostumbradas quejas de mi madre. “A la próxima me quedo en la calle, en un parque, donde sea, pero no vuelvo. De todas formas nunca volverá a ser la primera vez”. Mi madre no se cansará nunca de hacerme los reproches por llegar en taxi, sola o acompañada, demasiado temprano, o demasiado tarde. Así que no le presté mucha atención y me dirigí a mi habitación a verificar que la película que había estado bajando ya estuviera cargada en el computador (por favor, noten el lenguaje, pertenece a esta época robótica, ¡cuándo en un relato clásico participa un computador!) pero sin muchas esperanzas. Para mi sorpresa estaba totalmente cargada, así que sin comer más que un trozo de pan y poco de leche, dispuse la cinta y me acomodé en el sofá para ver una de las películas que más me ha conmovido a lo largo de toda mi vida: Don Juan de Marco, de Francis Ford Coppola. En silencio y absorta en el mundo que retrataba Don Juan a Don Octavio de Flores, “el más prestigioso psiquiatra del Hospital Mental Woodheaven”, me mantuve más de una hora y media, tiempo durante el cual navegué en el romanticismo y la poesía de Don Juan como si fueran un mar de ciencia. Permanecí inalterable en mi introversión mientras observaba con ternura compasiva el alma de un joven solitario y sensible, de capacidad ilimitada para el amor, al que la realidad lo arrojó a la construcción fantástica de un mundo donde todo tiene sentido porque ya no se espera. No se espera nada. El mundo del amor, creo. Quizá por eso algunos lo buscamos tanto, igual que a la tierra del Nunca Jamás. Algo de confusión también me acompañaba al ver como John Mickler, “el dueño de la Villa Wooheaven”, lenta e irresistiblemente, a sus años que no eran pocos (pero que jamás serían los suficientes para considerarse muchos), iba cayendo en el pozo profundo del hechizo del amor y se iba dejando llevar por la misma misteriosa melodía, purificadora y dulce, que envolvía también a don Juan.
Es… hermoso y triste al mismo tiempo. El amor es un impulso, un impulso natural, que se transforma en magnetismo y arrastra. Yo no puedo asegurar que existe, puede ser un invento tan mío como de aquellos que lo lanzaron un día a la fama, pero, sea como sea, me urge desnudarlo, descubrirlo en el tiempo, acariciar sus formas y hacerlo completamente mío. De otro modo el último vals de la película no me habría inspirado lágrimas de arco iris que no supe en realidad si llegaban de mis tristezas o mis alegrías.
Respecto a Freddy y los demás, a ciencia cierta ya no se nada, todo fue tan imprevisible anoche, la expectativa reinó en su hora, pero el mundo giró inesperadamente, y mis pretensiones rodaron por el suelo.
(Risa entre suspiros) No sé, no sé, tengo extraviadas mis alas, ya no entiendo, ¿comenzamos de nuevo?
- Sylvianne -
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