Agustina escondía su rabia mientras revolvía los restos de un guiso viejo.
Viejo como sus dolores de estómago cada vez que revolvía restos en una olla.
Agustina y sus restos marcados en la frente como un signo de advertencia.
Agustina y sus restos de sueños, restos de lágrimas, restos de dolores mal curados.
Agustina y su búsqueda incansable en las cavernas de la soledad, esperando por ese Dios prometido. Ese mismo Dios que la escupió al mundo con los ojos cerrados y el corazón tan frágil, tan ciego.
Mientras el fuego quemaba los restos y la cocina se convertía poco a poco en un sepulcro, ella miraba sus manos ásperas, quietas a pesar de sus continuos movimientos.
Agustina y sus restos de infancia mal aprovechada. Aquella niñez enredada, con cachorros rescatados por sus brazos pequeños.
Agustina era así, salvaje como un perro callejero. Escondía sus heridas hasta de su propia mirada, aunque en días tormentosos se lamía la sangre seca sin que nadie la viera. Todas las noches tallaba sus infiernos en su cuaderno poblado de hojas amarillas, amarillas de tiempo, amarillas de vida que pasaba por ahí mucho más seguido que por los pies de Agustina. Claro que su infierno era también su bendición, su esencia.
Dicen que el alma de una mujer está completa cuando llega a su vida un hijo, Agustina se sentía completa cuando un relato le enorgullecía el alma, cuando un poema tomaba vida y la saludaba desde sus hojas moribundas, que renacían por sus manos ásperas, con su trazo pequeño, garabateado en dibujos poco claros.
La monstruosidad de Agustina y su pequeño cuaderno.
Las personas que la rodeaban no dejaban, ni por un segundo, de recordarle que su naturaleza estaba enferma, pero sus pies pisaban esta tierra, la misma tierra que pisamos todos, incluso yo, que soy tan sólo un observador lejano de sus huellas. Yo, un testigo de su cautiverio, de su esfuerzo sobrehumano por alcanzar algún color que pudiera cambiar el curso de los restos de guisos, de las ollas quemadas.
Agustina abrió los ojos, retiró la olla del fuego y se sentó en su silla de madera. No lloró, hasta diría que una leve sonrisa dibujó su rostro, sonrisa que iluminó la habitación.
Era bella cuando sonreía, a pesar de sus ojos, cansados y tristes como los de los perros callejeros que recogía cuando era pequeña. Se miró las manos una vez más, se acercó al equipo de música y puso su tema favorito.
Agustina y su desierto.
Agustina y sus clavos invisibles.
Ya no más pasar por el fondo del alma.
Se acercó a la mesa, tomó un papel, un lápiz gastado y escribió: “Alguien juega a no estar cuando yo estoy, o me observa desde las madrigueras de cada soledad. Es difícil salir”. Luego, abrió la llave del gas y se fue quedando dormida.
Yo fui testigo de su ciudad en llamas, de su sonrisa angelical, traviesa.
Estaba frente a ella con los ojos cerrados, no logré ver el resto, los que tatuaron en su alma una llaga infinita.
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Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
“Pero debo seguir muriendo porque soy su testigo, ante una ley más honda y más oscura que los cambiantes sueños”
“Mientras tanto: ¡Cuántos mudos testigos pasarán por las puertas entreabiertas?”.
¡Cuántos esconderán sus sueños en una olla con restos putrefactos!
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