La abuelita Ponciana, previsora ella, tenía la manía de tapar, todas las noches, los orificios de las teteras, fundamentando que con eso prevendría la caída de insectos, polvo y mugre por esos intersticios, contaminándose el agua que, a la mañana siguiente, se herviría para preparar el desayuno.
Los demás se reían ante la obsesión de la anciana, quien, sin hacer caso a sus aprensiones, se sentaba a preparar los cucuruchos de papel que luego insertaría en cuanto agujero encontrara.
-Me los voy a colocar en los oídos para no escuchar más sus pamplinas- decía Tiburcio, uno de los más traviesos nietos de doña Ponciana. Y los demás coreaban la ocurrencia y más de algún osado aventuró que la viejecita había resguardado su virginidad durante su juventud mediante el mismo expediente. Más risotadas afloraban groseras y delirantes ante tamaña brutalidad, pero ello no impedía que todo objeto que portara un agujero amaneciera con el cucurucho enarbolándolo como bandera de sanidad.
Lo cierto es que la familia aquella, un batallón de treinta personas, entre abuela, hijos, nietos y biznietos, ya sea por obra y gracia de esta prevención o simplemente por esas casualidades que se dan tan a menudo, jamás se enfermó del estómago, el tifus pasó siempre de largo y la diarrea fue más conocida en los textos que en aquella casa.
Ante estos magníficos logros estadísticos la abuela se enorgullecía, arengando a los suyos a no olvidarse nunca de confeccionar esos milagrosos cucuruchos de papel. Sin embargo, los demás sólo movían su cabeza, sin tomarla demasiado en cuenta y ante esta desidia de sus familiares, se enfurecía, diciendo que cuando ella ya no estuviera, todas las pestes del mundo se dejarían caer sobre la casa.
Curiosamente, meses después, una fuerte gripe atacó a doña Ponciana y durante varias noches la pobre deliró, o fueron entrecortadas llamadas de atención para que sus familiares no se olvidaran de colocar esos milagrosos cucuruchos de papel.
Lamentablemente, el virus aquel, pudo más que la fortaleza de doña Ponciana, quien, antes de fallecer, apuntó con su largo dedo hacia el cielo y poniendo sus ojos en blanco, partió para seguir confeccionando cucuruchos en la eternidad.
Entre lloros y lamentaciones de la nutrida concurrencia, la anciana fue sepultada en el cementerio de la ciudad y cuando el día comenzaba a esfumarse, la larga columna de familiares se dirigió a la casona que, desde ahora, estaría muy triste sin la presencia de doña Ponciana.
Reunidos todos en el comedor, con sus rostros desencajados por la pena y los más pequeños llorando más por inercia que por un gran dolor, se dieron a la penosa tarea de tratar de sobrellevar en conjunto la pérdida de la anciana matriarca y enfrentar la dura realidad sin su presencia.
Entonces sucedió algo que fue desde entonces el tema obligado de toda conversación familiar. Sin que nadie pudiera darle una explicación lógica, desde el techo descendió suavemente un cucurucho de papel, el que pareció planear como si una mano invisible lo dirigiera, para depositarse finalmente sobre la mesa del comedor. Todos quedaron pasmados ante este incidente, las mujeres se largaron a llorar y los hombres vieron doblegar su escepticismo ante un hecho que tildaron de sobrenatural.
Gracias a ese inesperado suceso, y en memoria de la finadita, las teteras continuaron siendo tapadas con esos artesanales adminículos, construidos con fervor casi religioso por hombres, mujeres e incluso niños y la costumbre aquella se hizo tan popular que no hubo nadie que no la adoptara. Demás está decir que, más tarde, no faltó quien denominaría Poncianos a dichos cucuruchos, como un póstumo homenaje a la precavida anciana…
|