Siempre he tenido muy mala memoria. Hubo un tiempo en el que eso no era mayor problema, pero en algún momento de mi vida dejé de tener los bríos necesarios para devorar un libro en una sola sesión de frenesí alimenticio.

Pronto me di cuenta de que abría un libro desconocido cada vez que intentaba retomarlo. No era suficiente leer las páginas inmediatamente previas al punto de mi anterior rendición, para revivir en mi mente el universo privado de la obra.

Exiliado entonces de las variantes más amplias del arte literario, me refugié en la brevedad. He adquirido a la fuerza el gusto por esos pequeños artificios retóricos que arden enteros y de golpe en mi cabeza por un glorioso instante para ser olvidados de la misma forma apenas el siguiente.

Temo que mi condición empeore con el tiempo y llegue el momento en el que sea incapaz de retener una cita entera, una frase, una palabra. Aún si esto sucediera, dudo mucho que resultara razón suficiente para que yo abandone el hábito de la lectura.

Supongo que me veré forzado, sin embargo, a apreciar las letras por sus cualidades gráficas; siendo así, pronostico mi predilección por las obras previas a la invención de la imprenta de tipos intercambiables. Quizá incluso me vuelva -obviando por supuesto su traducción a nuestro pobre alfabeto- un apasionado de la literatura oriental.