Todos los infiernos que podemos conocer son parciales y para atravesarlos es necesario una beata soledad. Una soledad que se consuma despacio, a mordiscos breves. nuestros infiernos son laberintos. No existe un Minotauro único en ellos, sino infinidad de Ariadnas que dejan colgados sus hilos esperándonos. Solo que olvidamos a que Ariadna le debemos fidelidad.
Cruzar el infierno es doctorarse en abismos y soledades. El infierno nos atraviesa al dormir, al caminar, al tener sexo. Nos abarca por la noche, en un bar, rodeados de gente y nos abandona solos y desnudos ante la fuerza y la indiferencia de nuestros sentimientos. Estamos solos en el infierno aunque la gente que nos rodea quiera demostrar lo contrario. La gente exterior es un decorado para la legión de personajes que contenemos en nuestro interior. Esos son los que existen. A veces coinciden. Y cuando eso sucede, cuando la persona exterior es la misma que llevamos dentro, hemos encontrado la llave para salir del infierno aunque sea solo un breve momento.
El infierno es que no coincidan nunca las dos imágenes. El abismo es cerrar los ojos interiores. El Minotauro es nuestra razón y Ariadna la utopía.
Camina siempre por el recorte de abismo que te toca y verás que hay otros viajeros. Entre todos forman la red.
El infierno es no encontrar la red.