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Ni un adiós al partir.

Ahora queda la despedida.

Mil lágrimas resurgen ahogadas de mi garganta. Emergen de lo más profundo de mi alma. Salen de mi corazón y rozan el suyo ya marchito. Ese que dejó de bombear su sangre bruna y ayer partió a la nada. La marea revuelta se la llevó.

Un día demasiado gris.
Lluvia que acompaña nuestro llanto y que derrama el cielo en luto por su alma.

Cristina, su otra nietecita. Mi hermana. Mi punto de apoyo para seguir caminando.

Demasiada gente.

Demasiadas lágrimas.

Demasiadas palabras.

“No somos nadie”. “Lo siento mucho”. “La vida continúa”. “Te acompaño en el sentimiento”. “Era tan buena…”. “Ahora está en un lugar mejor”. “Ya dejó de sufrir”.
Miles de frases como estas se repiten en el día de hoy. Repican en mis oídos creando un muro de dolor fácilmente traspasable.

Y allí, ella…

Rosa, Rosalía.

Mi yaya, mi abuela, mi heroína.

Tumbada tras el cristal. Esa piel arrugada por el paso del tiempo, la enfermedad, su lucha, el sufrimiento y las alegrías, por esa cama infernal. Esos infinitos hoyuelos que muestran su infinito cariño, sus sonrisas desechas que aún ahora tendrán cabida en mis pensamientos, su experiencia, su generosidad y su vida.

La contemplo y siento un vacío infernal. Esa garra de añoranza. Hoy ya no es capaz de percibir el calor de mis manos al estrecharlas contra las suyas. No puede sentir mis abrazos, ni tan siquiera mi vocecita dulce, que acariciaba sus mejillas al besarlas.


La iglesia atestada de conocidos se agolpa ante mi madre y mi abuelo, para que no se sientan tan solos.

Yo veo a mi madre allí, a mi lado. Un rostro demacrado, tremendamente pálido. Unas manos que ayer perdieron toda esa firmeza que siempre las había caracterizado. Ojos llorosos. Sus piernas temblonas prometen perder el control y caer de cruces contra las duras baldosas del suelo.

Y el negro…

Ocultamiento. Vacío. Tristeza. Miedo.

Bajo ese traje oscuro mi madre rinde el último homenaje a su madre, mi abuela. Su último adiós. Pero no su último viaje.

Al terminar el funeral nuestros familiares, amigos y conocidos resurgen.

Ante el caos inicial. El embrollo. Las llantinas. Los pesares. Me dirijo a la puerta de salida sin cesar de llorar. Voy tras mi hermana.

De repente, me pierdo. Solo descubro rostros desconocidos. No sé hacia donde dirigirme. Doy vueltas y más vueltas intentando hallar una simple respuesta.

Me empujan. Tiran de mí. Consiguen que pierda el equilibrio y caigo al suelo. La cabeza me da vuelcos. Solo deseo que todo acabe. Que alguien lo pare.

Creo que fue la primera vez en la vida en la que más sola y vacía me sentí. Un desliz infinito. Un paseo perpetuo.

Nadie se da cuenta de mi presencia. Siento como las lágrimas y la mucosidad de mi garganta me impide respirar con normalidad. Mis ojos empañados no dejan que vea con claridad el lugar donde me encuentro. Siento que me ahogo y el mareo aumenta por segundos. Mis fuerzas se desvanecen.

A pesar de todo, con un último esfuerzo, consigo ponerme en pie y salgo rápidamente a la calle. Pero todo sigue gris. Demasiado oscuro y profundo.

Noto una mano que me coge por detrás.

- Lorena, tienes que ser fuerte. Lo sabes, ¿no?

No me salen las palabras. Solo toso e hipo. Y mis ojos derraman mi dolor en borbotones de lágrimas que descienden por mis sonrojadas mejillas.

Descubro que la madre de mi mejor amiga, María, me aparta de la soledad y el vacío, y consigue que vuelva a sentir el calor de unos brazos sinceros, cálidos. Me recuerdan a los de mi abuela. Dejo de tiritar. Y es ella la que me abraza y me aprieta las manos hasta que dejan de temblar. Me estrecha entre sus delgados brazos y me atrae tanto hacia su cuerpo que soy capaz de sentir su corazón latiendo a un ritmo acelerado, casi tanto como el mío.

- María tiene muchas ganas de verte. Está preocupada.

Me atraganto con mi llanto y sigo siendo incapaz de mediar palabra. Yo también siento que la necesito a mi lado. Su voz suena dulce. Me acaricia y echa a un lado mi pelo. Me ofrece un pañuelo.

Al lado de nosotras, está la abuela de mi amiga. Su rostro denota ese miedo, ese dolor que solo una persona que ha vivido tanto es capaz de expresar. No puede parar de llorar al mirarme. Se acerca a mí y me da la mano. La aprieta con firmeza, como si quisiera sostenerme así por siempre, aferrándose a ella, porque las tres nos hemos quedado sin palabras, porque su hija también empieza a llorar conmigo, porque desea que todo ese dolor desaparezca de mi vida.

Por primera vez, ven en mí a una niña destrozada que no tiene nada que ver con Lorena, esa chica risueña y que sonríe por nada.

Nos quedamos allí. Ocultas entre la gente. En silencio.

Y es entonces cuando sé lo que debo hacer, porque es lo que realmente querría mi abuela que hiciera: seguir respirando y continuar nuestra historia. Porque mañana volverá a amanecer y quién sabe qué traerá la marea…

Texto agregado el 19-06-2006, y leído por 209 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-07-2006 Va y viene la marea...sabemos lo que se lleva...pero no lo que trae. Muy profundo tu poema. Abrazo y 5* indianala
09-07-2006 La marea trae vida... y la vida, confronta a la muerte, en cada instante. El comienzo de la conciencia.... de finitud, de limitacion y de continuidad. Un abrazo, es la primera vez que te leo... en mi recorrido por los cuenteros que no conozco, pero poco a poco iré descubriendo tu mundo. Por ahora, el abrazo y 5* cromascape1963
 
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